jueves, 28 de marzo de 2013

MAGNOLIA


En mi secuencia favorita de Doce monos, la pareja protagonista se refugia en un cine, con tan buena fortuna, díganme si no, que pasan un ciclo de Hitchcock. Ante la visión de Vértigo, en concreto, la secuencia de las secuoyas, el personaje que interpretaba Madeleine Stowe esboza una jugosa reflexión de tintes hermeneúticos sobre la relación del espectador con la película. A cada nuevo visionado se nos antoja distinta, parece que algo pueda cambiar, pero los únicos que podemos cambiar somos nosotros. Es claro que las imágenes son inmutables más allá del deterioro de su comercio con el tiempo, minimizado por la cosmética digital, pero para nosotros, cada nuevo visionado se produce desde unos prejuicios modificados y recortado contra un nuevo horizonte de expectativas. Cada acto de recepción es único y dispensa las condiciones propicias para que se considere la obra en cuestión como un texto único, diverso del que encontraremos en futuros regresos. Pero los que seremos otros cuando eso ocurra, naturalmente, seremos nosotros.
Por eso me gusta decir que hay películas que nos esperan después de una primera cita fallida, quizá porque las vimos en mala hora, quizá porque no se daban las condiciones apropiadas, quizá, el caso que un futuro reencuentro a veces corrige una impresión original. No muchas veces, he de decir, pero pasa.

Me pasó ayer mismo con Magnolia.






En los noventas abundaron eso que se dio en llamar “película coral” a partir del regreso de Robert Altman a la primera línea comercial con títulos como El juego de Hollywood, Short Cuts o Pret-a-porter, y supongo que este hecho me predispuso a ver el film de Thomas Anderson como una obra epigonal con poco o nada que aportar más que histrionismo y dejarnos nostálgicos de Altman. Donde uno era sereno y clásico, el otro tiraba de dolly y pasaba de tuerca a su reparto. Desde una amargura tamizada por la ironía nos precipitamos en las simas de una desesperación desesperante y tremendista que nos preparaba para lo que se nos venía encima con González-Iñárritu. He de admitir que ese clímax eterno que ocupa buena parte del desarrollo de la película, me la hizo tediosa y hasta insufrible. He de confesar que la tormenta de batracios me pareció una pobre intentona de epatar, sin gracia ni ingenio, sin sentido ni motivación dramática.
Pero el tiempo pasó, nos volvimos más flexibles, atrás quedaron las lecciones de Garci y el Fiscal General del Estado, Marías y Lamet, Juan Cobos y el maestro Sarrión, sobre el lenguaje clásico y los modos narrativos admisibles que encorsetaban en exceso mis expectativas y me hacían arrastrar una persistente melancolía cada vez que abandonaba la sala, decepcionado por la manía de estos jóvenes de no encuadrar como Wyler, la manía de estos chicos de no ser Hawks, ni Borzage, McCarey o Shirk.

Pero el tiempo pasó y Magnolia tuvo la deferencia de perdonar a este apostata tardío del clasicismo, quizá porque precisamente de eso trata el film de Thomas Anderson, del perdón. Lo jodidamente difícil que es perdonar y perdonarse.
En lo meramente cinematográfico y a pesar de que tanto el prólogo como el extraño fenómeno meteorológico del desenlace, me parecen ocurrencias que no restan pero tampoco aportan demasiado, el guión es un admirable mecanismo de relojería donde las líneas paralelas, desmintiendo a Euclides, confluyen por las profundas similitudes que guardan las vidas de ese pedazo de humanidad que se nos presenta. Temas y motivos van solapándose hasta conformar un clímax dramático de singular intensidad emocional que os estruja el pecho y uno acaba por necesitar decirle a la que tiene al lado sin miedo a que le vea las lágrimas: Coño, esto, esto es verdad. Y a uno le dan ganas de asomarse a la ventana y gritarle a la multitud que se encamina o vuelve de la procesión, esto,esto es verdad.
Esto es verdad, Paul, el pasado no acaba de acabar con uno. Y los padres son unos cabrones. Y lo peor es que los hijos acaban siendo padres, y siendo igual de cabrones. Y que al final sólo hay enfermedad y muerte. Y sólo al final nos damos cuenta de lo cabrones que hemos sido. Y sólo al final necesitamos que se nos perdone. Y que la vida es una puta mierda, pero que a veces somos capaces de perdonarnos por lo cabrones que somos, a veces incluso somos capaces de perdonar a los demás y de que ellos nos perdonen, y entonces, sólo entonces, como en el último y radiante plano del film, cuando al fin sonríe Claudia, la vida puede también sonreirnos.
Vaya tela.    

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