En mi secuencia favorita
de Doce monos, la pareja
protagonista se refugia en un cine, con tan buena fortuna, díganme
si no, que pasan un ciclo de Hitchcock. Ante la visión de Vértigo,
en concreto, la secuencia de las
secuoyas, el personaje que interpretaba Madeleine Stowe esboza una
jugosa reflexión de tintes hermeneúticos sobre la relación del
espectador con la película. A cada nuevo visionado se nos antoja
distinta, parece que algo pueda cambiar, pero los únicos que podemos
cambiar somos nosotros. Es claro que las imágenes son inmutables más
allá del deterioro de su comercio con el tiempo, minimizado por la
cosmética digital, pero para nosotros, cada nuevo visionado se
produce desde unos prejuicios modificados y recortado contra un nuevo
horizonte de expectativas. Cada acto de recepción es único y
dispensa las condiciones propicias para que se considere la obra en
cuestión como un texto único, diverso del que encontraremos en
futuros regresos. Pero los que seremos otros cuando eso ocurra,
naturalmente, seremos nosotros.
Por
eso me gusta decir que hay películas que nos esperan después de una
primera cita fallida, quizá porque las vimos en mala hora, quizá
porque no se daban las condiciones apropiadas, quizá, el caso que un
futuro reencuentro a veces corrige una impresión original. No muchas
veces, he de decir, pero pasa.
Me
pasó ayer mismo con Magnolia.
En
los noventas abundaron eso que se dio en llamar “película coral”
a partir del regreso de Robert Altman a la primera línea comercial
con títulos como El juego de Hollywood,
Short Cuts o
Pret-a-porter, y
supongo que este hecho me predispuso a ver el film de Thomas Anderson
como una obra epigonal con poco o nada que aportar más que
histrionismo y dejarnos nostálgicos de Altman. Donde uno era sereno
y clásico, el otro tiraba de dolly y pasaba de tuerca a su reparto.
Desde una amargura tamizada por la ironía nos precipitamos en las
simas de una desesperación desesperante y tremendista que nos
preparaba para lo que se nos venía encima con González-Iñárritu.
He de admitir que ese clímax eterno que ocupa buena parte del
desarrollo de la película, me la hizo tediosa y hasta insufrible. He
de confesar que la tormenta de batracios me pareció una pobre
intentona de epatar, sin gracia ni ingenio, sin sentido ni motivación
dramática.
Pero
el tiempo pasó, nos volvimos más flexibles, atrás quedaron las
lecciones de Garci y el Fiscal General del Estado, Marías y Lamet,
Juan Cobos y el maestro Sarrión, sobre el lenguaje clásico y los
modos narrativos admisibles que encorsetaban en exceso mis
expectativas y me hacían arrastrar una persistente melancolía cada
vez que abandonaba la sala, decepcionado por la manía de estos
jóvenes de no encuadrar como Wyler, la manía de estos chicos de no
ser Hawks, ni Borzage, McCarey o Shirk.
Pero
el tiempo pasó y Magnolia tuvo
la deferencia de perdonar a este apostata tardío del clasicismo,
quizá porque precisamente de eso trata el film de Thomas Anderson,
del perdón. Lo jodidamente difícil que es perdonar y perdonarse.
En
lo meramente cinematográfico y a pesar de que tanto el prólogo como
el extraño fenómeno meteorológico del desenlace, me parecen
ocurrencias que no restan pero tampoco aportan demasiado, el guión
es un admirable mecanismo de relojería donde las líneas paralelas,
desmintiendo a Euclides, confluyen por las profundas similitudes que
guardan las vidas de ese pedazo de humanidad que se nos presenta.
Temas y motivos van solapándose hasta conformar un clímax dramático
de singular intensidad emocional que os estruja el pecho y uno acaba
por necesitar decirle a la que tiene al lado sin miedo a que le vea
las lágrimas: Coño, esto, esto es verdad.
Y a uno le dan ganas de asomarse a la ventana y gritarle a la
multitud que se encamina o vuelve de la procesión, esto,esto
es verdad.
Esto
es verdad, Paul, el pasado no acaba de acabar con uno. Y los padres
son unos cabrones. Y lo peor es que los hijos acaban siendo padres, y
siendo igual de cabrones. Y que al final sólo hay enfermedad y
muerte. Y sólo al final nos damos cuenta de lo cabrones que hemos
sido. Y sólo al final necesitamos que se nos perdone. Y que la vida
es una puta mierda, pero que a veces somos capaces de perdonarnos por
lo cabrones que somos, a veces incluso somos capaces de perdonar a
los demás y de que ellos nos perdonen, y entonces, sólo entonces,
como en el último y radiante plano del film, cuando al fin sonríe
Claudia, la vida puede también sonreirnos.
Vaya
tela.
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