”Nada
le
resulta
más
fácil
a
un
alemán
que
ser
radical
en
la
idea
e
indiferente
en
todo
lo
fáctico.”
Karl
Löwith
(i)
Pensar
el mundo que vivimos es arduo, pretender vivir el mundo que se ha
pensado, una insensatez rayana en lo criminal las más de las veces.
La premisa de tal abominación suele ser la reducción de lo que
entendemos por “realidad” (palabra que siempre debiera escribirse
entrecomillada) al pensamiento, en virtud de un isomorfismo entre
ambos formulado ya por Parménides y mantenido hasta el siglo XX en
el seno de la filosofía analítica hasta por el primer Wittgenstein.
Su enclave más importante lo encontró en el idealismo de Hegel,
sistema en el que la Idea llega a objetivarse en el Estado.
El
destino
al
que
se
vería
conducido
un
pensamiento
verdaderamente
crítico
es
necesariamente
la
soledad,
nada
hay
tan
irritante
como
el
carácter
problematizador
de
su
actividad,
la
huida
de
las
certezas
produce
vértigo,
de
lo
contrario,
firme
sobre
el
andamio,
se
convierte
en
profeta,
agente
de
seguros
y
redactor
de
proclamas.
El
filósofo
ha
de
cuestionar
a
todos
y
contra
todos,
caiga
quien
caiga,
sin
buscar
adhesiones,
simpatías
o
condescender
con
militancias.
Platón
soñó
la
unión
del
filósofo
y
el
político,
un
hermoso
sueño
de
la
razón.
Cuando
la
filosofía
pretende
“adueñarse
del
tiempo”,
hacer
su
entrada
dramática
en
el
mundo
empírico,
violentar
con
sus
categorías
abstractas
“todo
lo
que
es
el
caso”,
digamos
que
el
caso
acaba
siendo
el
monstruo
sin
estribos
del
doctor
Frankstein.
Tiemblo
cuando escucho ese discurso que va calando desde la izquierda entre
aquellos iluminados que reclaman la reescritura del gran relato,
tentación, me temo que, unánime a todos los que contemplamos la
realidad a través de la palabra y desconocemos las cuestiones de
políticas particulares. Para “encajar” la idea, lo general
abstracto en el molde concreto de la realidad, debemos limpiar la
rebaba, purgar todo elemento que obstruye o no casa en la unión,
motivo, sabemos, recurrente en los totalitarismos que para
consolidarse necesitan antes arrancar las malas hierbas.
El
idealista de hoy que preside asambleas y se erige en portavoz de
voluntades generales con la mirada esperanzada en un futuro justo, es
el frío comisario político de mañana, sectario y dispuesto verdugo
de la causa que él mismo ha ideado como solución y coartada.
Los
nostálgicos
de
un
sentido
que
movilice
a
las
masas
se
frotan
las
manos
ante
el
desmoronamiento
institucional
que
corona
la
crisis
económica
y
social
que
padecemos,
pues
es
una
segura
promesa
de
poder.
Y
el
teórico
debería
mantenerse
alejado
de
las
fuentes
de
poder, poner trabas a su apasionamiento por lo Real.
Heidegger fue víctima de una idea temeraria fruto de una
comprensión radical de la historia, la de que la filosofía ha de
adueñarse de su tiempo, del instante histórico y debe tener, por lo
tanto, trascendencia política, quizá para corregir a Platón, quien
recorriera el camino inverso.
(ii)
En
Bienvenidos
al
desierto
de
lo
real,
Zizek
refiere
la
profunda
decepción
que
le
supuso
al
formar
parte
del
gobierno
esloveno,
que
se
pensara
en
él
para
hacerse
cargo
de
de
Educación
o
Cultura,
pues
aspiraba
a
Interior
o
incluso
a
la
jefatura
de
los
Servicios
Secretos.
Ejemplo
ilustrativo
de
lo
que
Alain
Badiou
denominó
“pasión
por
lo
Real”
y
que
tiene
en
Heidegger
uno
de
sus
más
apasionados
ejemplos.
Heidegger se identifica plenamente con su fantasía de “revolución
metafísica” que labora a la manera de anclaje en lo Real y urde
la confusión entre realidad y ficción.
La “historicidad” abre un horizonte de posibilidades de acción
en la que habrá de moverse aquella filosofía que pretenda
“adueñarse de su tiempo”. Su militancia en el
nacionalsocialismo se explicará por el papel capital asignado a la
“historicidad”en núcleo de la filosofía. Para Heidegger
contribuir a la historia será por lo tanto un deber ineludible. Ve
en la revolución nacionalsocialista el intento de realizar el sueño
de Hölderlin, la fusión entre poetizar, pensar y hacer política,
al que no es probablemente ajeno el típico complejo del teórico que
envidia el destino de los grandes hombres y siente nostalgia del
“corazón aventurero” de Jünger.
Heidegger
va
enredándose
más
y
más
en
su
fantasía
de
una
historia
del
ser
y
se
ve
a
sí
mismo
asumiendo
el
papel
que
de libertador que Platón
le
asignara
al
filósofo.
Soñó
“políticamente”,
esa será
su
disculpa.
Pero
las
ambiciones
personales
tampoco
faltaron
en
los
motivos
y
adhesiones
del
rector
de
la
Universidad
de
Friburgo,
cargo
alcanzado
significativamente en
1933.
Heidegger
interpreta
los
acontecimientos
como
un
cumplimiento
de
su
pensamiento,
por
eso
culpa
a
su
inexperiencia
política,
era
fácil,
al
fin
y
al
cabo
no
redundaba
en
menoscabo
de
su
valía,
él
era
filósofo.
Más
tremendo
que
conceder
a
su
fantasía
un
cariz
político
hubiera
sido
admitir
que
soñó
filosóficamente y alumbró
un monstruo.
Heidegger, custodio del lenguaje, morada del ser, acuña una hermosa
metáfora para la revolución nacionalsocialista,
es
el
intento
de
“originar
una
estrella”
en
un
mundo
sin
dioses.
(helo aquí,con el traje
corporativo del movimiento
de juventud, el gran
caudillo metafísico al
frente a las fuerzas
de asalto, entre pendones
que promueven disturbios de
pólvora, bajo un cielo
vacío. Schhhh, escucha al
ser, habla a su
través con palabras
marciales encaminadas a
liberar a los cautivos
de la caverna y
liderarlos hacia la
victoria final en un
mundo alemán)
Martin-Seyn: “Ser libre, ser libertador es cooperar en la
historia.”
El espacio vital que reclaman los libertos de la nueva Alemania
nacionalsocialista son los límites del mundo, y para ello hay que
abolir la moral mediante el decisionismo vitalista.
Ni el exilio de personas tan próximas a él como Hannah Arendt,
Elisabeth Blochmann o Löwith mermó su fe en el nacionalsocialismo.
El extravío comienza cuando se empieza a pensar en términos de
ideas absolutas, de pueblo, caudillo, raza, misión histórica, y
olvida uno a los individuos.
Pero fue el ser mismo el que erró en él, a través de Heidegger,
pues el hombre es portavoz del ser, y el lenguaje, su morada.
Irónicamente, para sus correligionarios académicos y miembros del
partido, no era más que un extravagante esquizoide cuya filosofía
ininteligible no revestía el menor interés: “un filósofo al que
nadie entiende y que no enseña nada.” El régimen precisaba de
científicos no de filósofos entusiastas con una esvástica en la
solapa.
El filósofo es siempre una figura incómoda, molesta, tolerable
porque reviste de cierto prestigio eso de escribir cosas que nadie
entiende, pero inútil cuando se quiere dominar Europa y exterminar
una raza al menor coste posible. Hay que ser productivo, como dice
nuestro Ministro de Educación.
Heidegger finalmente acepta el fracaso del poder desde la filosofía
y se vuelve a Hölderlin en 1935, suponemos que con el orgullo herido
tras el papelón. En adelante su resentimiento verá en el
nacionalsocialismo una traición a la revolución metafísica y la
máxima expresión de la modernidad, y de ero que luego Horkheimer y
Adorno llamarían “razón
instrumental”.
Es cierto que Heidegger, como dan cumplida muestras multitud de
documentos, nunca transigió con el antisemitismo en su versión más
burda, y trató de impedir, una vez alcanzado el rectorado, muestras
del mismo en la universidad, si bien, permanecerá un sutil poso de
intransigencia que se manifiesta en en su renuencia a que los judíos
adopten en la cultura una posición dominante, alegando razones
demográficas. Donde no hay reservas en en su abierto rechazo al
antisemitismo “intelectual”, cuando afirma que si la filosofía
de Spinoza es “judía”, entonces lo es toda la filosofía alemana
hasta Hegel.
Luego
vino
la
guerra, y aunque no
alcanzaran a cabaña los rugidos de los cañones, la guerra es
una realidad demasiado empecinada para salir indemne de ella, la máxima expresión de lo Real
que demanda el anclaje de la fantasía para hacerlo soportable.
Así, la
guerra
será una manifestación de
la
voluntad
epocal
de
poder,
no
es
posible
responsabilizar
a
Alemania
de
ella,
lo
peor
de
lo
que
podría
acusarse
al
país
teutón
es
de
ser
más
papista
que
el
Papá,
toda
vez
que
han
sido
ellos
los
que
han
realizado
el
sueño
cartesiano
de
imperar
sobre
la
res
extensa,
los
franceses
son
los
aprendices
de
brujo
que,
a
todas
luces,
no
estuvieron
a
la
altura.
A Heidegger la experiencia de la guerra le dejará literalmente vacío
y de espaldas al mundo, un proscrito con dos hijos cautivos de los
soviéticos, la cesura entre su pensamiento y el mundo empírico será
insalvable, sin embargo, no comparece la culpa ni el arrepentimiento,
a fin de cuentas, fue el ser el que erró.
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