Algo de mí, que dicen
los cursis por redes y fronteras.
Yo no soy nada (hermoso
encabezamiento para un Curriculo), soy Nadie (genial ocurrencia la de
Homero). Soy el contenido de mi conciencia, un ir y venir sin suelo
firme, prolijo y disperso, como Ciorán (y como él, sólo habré
conocido el inconveniente de haber nacido).
Quizá por eso cada vez
entiendo más a Joyce. Quizá por eso últimamente sólo leo a Joyce.
Yo soy como Bloom, me dirijo a un funeral diferido en el latido de la
mañana, me dirijo al funeral de Paddy Dignam aunque bien sé que
cuando llegue y lea las esquelas, y las bandas de las coronas y el
bajorrelieve de la lápida, otro será el nombre que allí me
encuentre.
Pero mientras mido la
distancia al cementerio con paso calmo, me cruzo con éste y aquél,
y le miro el culo a ésta y el busto a aquélla otra, y me tropiezo
con pensamientos vagabundos, triviales y profundos, tan tristes y
opacos como uno mismo, sólo que yo, a diferencia del inadvertido
Leopold, voy con el Ipod berreando a Dylan o los Stones y gafas de
sol por más que esté nublado, para evitar la charla circunstancial
con los conocidos que me asaltan, cuyo tenor ya se sabe, el tiempo,
las lluvias, la familia y todas esas cosas que le revuelven a uno el
ánimo.
Algo de mí, dicen los
cursis cuando refieren sus gustos y aficiones, soberana presunción
de interesar. Qué voy a contarte bella desconocida (todas las
desconocidas son bellas, nada malogra tanto la belleza como el trato,
el conocimiento, la familiaridad), qué podría decirte sin que te
sintieras defraudada, como Heidegger, traicioné a mis amigos, y
ninguno lo merecía podría decir, pero sería una mentira y hoy no
estamos para contarnos mentiras, que esto no es la habitación de un
hotel ni tú una hermosa jovencita de uñas lacadas y lengua
inquieta.
Si no hice trampas al
póquer, será porque no juego, no por falta de ganas, que lo de
jugar por jugar está bien cuando gano y sólo cuando gano. Hablo
solo, me dices, ¿pero con quién quieres que hable?, ¿contigo? Te
diría que amo a Kubrick y Nabokov sobre todas las cosas, pero no lo
entenderías y sería una exageración de las que tanto me gustan
disparar cuando encendemos el primer cigarrillo de después. Te diría
que ya no espero ver nada más hermoso que L`apollonide, pero
ya dije lo mismo cuando In the Mood for Love y
Von Trier hizo que me tragara de mil amores aquellas palabras.
Te
diría que pronto tendré lista esa novela que empecé hace cinco
años bajo la inspiración de Onetti y Lowry ambientada en una Oaxaca
imposible y lisérgica, y que no sé cómo se ha deslizado hacia la
orilla de DeLillo y Carver y una atmósfera doméstica y brutal, y
que a pesar de todo sigue siendo un relato autobiográfico gratuito y
rencoroso, es decir, un ajuste de cuentas con el pasado, como el de
Doinel, como el de Kafka, como el de Zorn, y que se parece cada vez
más a esa novela imposible trabajada “bajo influencias” que el
personaje maravilloso que encarnaba Michael Douglas en Wonder
Boys acababa por dar a los
vientos, muy a su pesar pero con alivio inmediato. Quizá ciertas
obras no deban salir del cajón. Esta mía, a buen seguro, no
encontrará un final tan poético, no se dispersará en bellos
remolinos blancos, la tecnología hace la vida más cómoda pero no
aporta belleza alguna. Aunque, una oportuna subida de tensión y fin
al nudo gordiano. Lo que la tecnología nos da..¡Alabada sea la
tecnología!
Dime,
qué quieres que te cuente, que me paso la noche mirando los cielos
por si se apaga una estrella. Medí los cielos, reza el epitafio de
Kepler, ahora mido las sombras de la tierra. Pero no te mentiría si
dijera que hace unos días vi romperse un pedazo del cielo, vi
desprenderse un fragmento de su bóveda oscura. Luego supe por un
amigo que no fue más que el fragmento de un meteorito lo que me hizo
detener Holy Motors justo
en el momento en el que un padre condenaba a su hija a ser ella misma
el resto de su vida. El caso es que la feliz conjunción del astro
caído con la sombría condena de uno de los caracteres de Denis
Lavant, me tuvo caviloso, íntimo de noche sobre el alféizar, mecido
por los rumores múltiples de la campiña, con el temor de ser
idéntico a mí mismo, uno de esos petulantes gilipollas que te dicen
cosas como “yo soy así”, “ese es mi carácter” y demás
basura afirmativa del ego que cree que es algo,
que es sujeto, substancia, beneficiario de una esencia con escrituras
de propiedad firmadas ante notario. El fulano de turno se perdió la
lección de Nietzsche y Heidegger, Freud y Sartre. El lenguaje esa
puta embustera, nos mantiene cautivos en anacronismos, como cuando
decimos “el sol sale y se pone”, nos oferta orden, estabilidad,
control. Nos convence de que “Yo soy” y “Yo quiero”, y que el
“Amor”, el “Bien” y la “Justicia”, son algo más que
palabras.
Y en
ese punto estaba, cuando, bajo mi ventana pasó aquella figura alta
ataviada con una gabardina Mackintosh que Leopold ve por vez primera
en el funeral de Dignam y cuyos pasos se cruzarán en adelante a lo
largo y ancho de aquel día que son todos los días, que es una vida
y todas las vidas. Porque Leo, como Ulises, Cristo o Lavant también
es todos los hombres.
Traté
de alcanzarla con la colilla de mi cigarrillo, pero ya no estaba.
Me
dices, miénteme. Te digo, no otra cosa hago, amor, desde el primer
día.
Pero hoy he venido aquí
a confesarme. Ave María Purísima.
Me confieso Padre porque
he pecado. Soy culpable.
Culpable de un intento de
asesinato: anoche tomé con repentina furia a la botella por su
esbelto cuello de cristal resuelto a poner fin a mi vida. Soy
culpable de no sentir afición alguna por Chaplin, Billy Wilder y
Fellini (salvo 8 ½) Soy
culpable de no ir casi ninguna de las manifestaciones que se
convocan. Soy culpable de no actuar como pienso. Soy culpable de
excitarme con las braguitas de Sigorney Weaver en Alien.
Soy culpable de detestar el cine español. Soy culpable de mentir
menos de lo que debiera. Soy culpable de serme infiel a mí mismo.
Soy culpable de no ser suficientemente feliz. Soy culpable de apoyar
desde la barrera los “escrachins”.
Soy culpable de la pereza
que me impide ser lo que me gustaría ser. Soy culpable de escuchar a
Bon Jovi, Estopa, Lana del rey. Soy
culpable de mirarme con deleite en cada reflejo que se me ofrece. Soy
culpable de escuchar la COPE. Soy culpable de no visitar a mi madre.
Soy culpable de simpatizar con los Lanister. Soy culpable de ser
atlético. Soy culpable de aburrirme con Apichtapong, Kiarostami,
Javier Marías. Soy culpable de afeitarme en la bañera.
Soy culpable de coleccionar antologías de Cum shots. Soy
culpable de adorar las películas de zombis. Soy culpable de verter
los posos del café en el fregadero. Soy culpable de imaginarme
pintándole las uñas de los pies a todas las mujeres con las que
tengo algún trato. Soy culpable de verme Cazafantasmas 1 y
2 en bucle cada vez
que la realidad se me vuelve insufrible. Soy culpable de beber el
vodka sin naranja. Soy culpable de gozar con el rostro
acribillado de Hitler en Malditos Bastardos. Soy
culpable de ser soberbio hasta el punto de pasar por humilde. Soy
culpable de no acabar casi ninguna de las novelas que empiezo (aunque
diga lo contrario) Soy culpable de llevar una doble o triple o
cuádruple vida. Soy culpable de aborrecer al Real Madrid. Soy
culpable de no tener convicciones. Soy culpable de despreciar a
aquellos que las tienen. Soy culpable de sentir simpatía hacia el
nuevo Papa. Soy culpable de ser condescendiente con los demás. Soy
culpable de admirar a Arnold Schwarzenegger. Soy culpable de detestar
este país soleado. Soy culpable de haber releído Santuario
cuatro veces. Soy culpable de
cenar ensaladas. Soy culpable de sentir ganas de cruzarles la cara a
los que dicen “tolerancia 0” o “la práctica totalidad” o “a
día de hoy”. Soy culpable de ver en You tube vídeos de
culturistas. Soy culpable de llegar casi siempre tarde. Soy culpable
de haber llegado a los 35.
Algo de mí. No mucho,
sólo para que te hagas una idea.
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