George Eastman: “Mi
trabajo ya está hecho ¿Para qué esperar?”
Supe que comenzó a
redactar notas de suicidio al poco de llegar a la redacción del
Liberal. Apenas no más que otra excentricidad de las suyas, a lo
sumo, de mal gusto, sí, pero que hubiera caído en el olvido de no
ser porque indujo a alguien a ejecutar la tarea encomendada en
negro sobre blanco.
Sin muerto no hay gloria
ni en literatura. Especialmente en literatura.
A
Mr.
Jones
debió
halagarle
que
se
atribuyeran
propiedades
homicidas
a
uno
de
sus
escritos.
Siempre
procesó
una
extraña
superstición
hacia
la
naturaleza
mágica
de
la
palabra,
su poder
para materializar
cualquier
hecho
caligrafiado. O conjurar al demonio con apenas un susurro.
No hubo denuncia contra
Mr. Jones, sin embargo, el escándalo le granjeó tan buena
publicidad que un periódico parisino le ofreció dirigir su sección
necrológica.
Decidí investigar los
pormenores. Primero en París, más tarde en Saint Maurice.
Al fin, pude verme con
Gaspar Oçon, director de El Liberal durante los
meses en los que Mr. Jones trabajó en la redacción. Problemas de
salud le habían llevado a un retiro prematuro. Pasé varias semanas
lidiando vía telefónica con una voz de urraca, a la que puse un
cuerpo enjuto, cabello ralo y un odio recóndito más allá de las
dioptrías. El muro verbal con el que chocaban mis ruegos siempre era
el mismo: “Para Monsieur Ozon fue una experiencia dolorosa y no
desea rememorarla. Gracias por su comprensión." Un zumbido sostenido
sobre mi ira.
Un buen día, cuando me
disponía a pagar la minuta del hostal y regresar a París, sonó el
teléfono. Desconozco cual de mis argumentos agrietó su resistencia.
De hecho, nunca hubo argumentos, peticiones, sí, ruegos, también,
súplicas, continuamente.
Tomé un taxi para ir al
caserío en el que reposaba junto a un enfisema merecido, en el
corazón del Valle del Marne. Una fina cortina de agua confería al
paisaje rebosante de otoño un aire melancólico, quizá la
melancolía estaba ya en mis ojos. Me llegaban rumores de cargas,
detonaciones, el tableteo obstinado de ametralladoras. El Marne.
Fue un domingo, finales
de noviembre.
Hasta la puerta del taxi se allegó con el paraguas abierto un tipo membrudo y de larga
cabellera. Reconocí su voz enseguida, y le agradecí el gesto. Su
nombre era Pascual. Me acompañó hasta la casa luego de haber
saldado cuentas con el chófer. La lluvia arreciaba al tiempo que la
luz se desvanecía. Me hizo pasar al cuarto de estar.
Un gato se curvó sobre
el brazo del sillón en el que reposaba la anatomía de Oçon. El
calor era sofocante.
-Comprenda que para mí
era algo desagradable.
La mascarilla de oxígeno
le afilaba el rostro. Al principio, se atragantaba con palabras en
las que no encontré rencor y sí cierto embarazo. El tinto que había
llevado, tras los primeros sorbos, le soltó la lengua y subió un
calor a sus mejillas. Dijo que, si era mi deseo, podía fumar. Aunque
se encontraba en aquel estado por culpa del tabaco, no le guardaba
rencor y disfrutaba viendo a otro gozar de lo que a él le estaba
vedado. Y volvió a apartar la mascarilla para sorber de la copa.
Mr. Jones llegó sin
recomendación, algo extraño en provincias. Sus credenciales, una
crónica urgente y manuscrita de la muerte de un mendigo sobre un
banco del parque Victor Hugo, aquella mañana, en los márgenes de un
ejemplar del periódico.
Le impresionó su
redacción sin ambages, afilada e implacable, sin perder un ápice de
lo que cabía esperar de un buen periodista, el qué, quién, cómo,
cuándo y dónde, coronados por una coda demoledora que disparaba la
noticia contra la conciencia del lector. “ Y mientras,
los padres que acompañan a
sus hijos al colegio
y una señora que
pasea a su caniche,
hacen un alto para
ver como levantan el
cuerpo, yo escribo esto
mientras esto pasa, sobre
una de las mantas
de celulosa que no pudieron
impedir las mordeduras del
frío”.
Citó de memoria mirando
a través de la ventana, como si estuviera escrito en la tarde.
-Me solicitó un adelanto
para instalarse en la ciudad. No se lo negué. Le hubiera ofrecido el
doble. Luego, él me dijo que habría aceptado la mitad. Parecía
siempre tan extrañamente seguro de sí mismo.
En los meses siguientes,
pasó por diversas secciones del diario, crónica social, sucesos,
deportes y cultura. Pero tenerlo pateando calles a la caza de la
noticia no era negocio. No tardó en instalar su oficina en la
taberna de Schumacher. El mejunje que le ofrecía el alsaciano,
suavizaba su estilográfica, tan lúgubre siempre cuando sobria, la
volvía burlona y un tanto melancólica. Miniaba notas de prensa en
unas servilletas nunca limpias del todo que eran luego
mecanografiadas pacientemente por Matilde, mi secretaria, a la que pronto esperararía cada día tras la jornada.
El membrete insolente
azul pálido de la taberna encabezaba la crónica del partido de
turno o el inventario de copas trasegadas que corrían a cuenta del
periódico. A veces numeraba para facilitar la transcripción. Los
rumores comenzaron. Oçon alumbraba una tristeza, y la envolvía
amorosamente en su seca y crepitante tos bronquial.
Pero no llegó a los
obituarios por voluntad de la dirección. Era una labor demasiado
solemne que requería una sensibilidad de la que Mr. Jones carecía a
todas luces. No son ocasiones para ejercitar el ingenio, creo yo. El
repentino fallecimiento de Julien Davenne, sin embargo, había dejado
vacante el puesto, y era imperioso escribir uno ahora. Asumí el
riesgo.
Se trataba de un
filósofo norteamericano distinguido en Francia con la Legión de
Honor. El suceso fue despachado por el New York Times con una
somera crónica en la que se refería cómo el pensador hebreo se
había arrojado al vacío desde la ventana de su despacho del
Village. Luego, enumeraba publicaciones y reconocimientos (obviando
vergonzosamente la distinción de que se le hiciera objeto aquí;
poniendo en evidencia la absoluta falta de diligencia del
departamento de documentación de los grandes periódicos.) No fue
hasta dos días después cuando se hicieron eco de la nota.
(La nota. Hacerse
eco. Putos burócratas).
Sobre su escritorio,
entre montones de legajos y volúmenes de Kant y Eckhart, se había
encontrado una nota manuscrita, un pedazo de papel arrancado con
cierta premura de alguno de esos libros (letra impresa en el reverso;
alemán), urgencia que era desmentida de inmediato por el trazo firme y seguro de
la caligrafía, por la filigrana característica de su firma. El
contenido, directo y conciso, no falto de humor: “He
salido por la ventana.”
La excentricidad y
laconismo del mensaje, supongo, debió excitar la lacónica y
excéntrica imaginación de Mr. Jones, y una mañana, pocos días
después de haber recibido el obituario que le encargué redactar,
François, el encargado de los deportes, que andaba a la busca de un
carrete de tinta roja para su máquina de escribir, revolviendo
papeles y ceniceros sucios, se topó con una nota escrita a mano.
“Querido mundo, me estoy yendo porque estoy aburrido. Te dejo
con tus preocupaciones en esta dulce cloaca. Buena suerte.”
Al principio se alarmó.
Aquella mañana Mr. Jones no pasó por la oficina oficial ni por la
oficiosa, como refirió Schumacher.
Matilde tampoco se había
personado en su lugar de trabajo. En cinco años, la joven nunca
había faltado más que por extrema necesidad y siempre, previo
aviso. De modo que, alarmado también yo, y tras telefonear
repetidamente a Matilde a su casa (vivía con su madre anciana, sorda
como una tapia), mandé a alguien al hotel donde se hospedaba Mr.
Jones.
No pude evitar ese primer
escándalo.
Debí cortar entonces por
lo sano. Después de aquello, Matilde solicitó una baja temporal por
el ingreso hospitalario de su madre.
Lo cierto era que desde
aquel día, en la redacción todo eran murmullos a su paso, miradas
rijosas, sonrisas lúbricas, comentarios obscenos. Supongo que era
demasiado buena chica y no pudo perdonarse a sí misma.
Y más tarde, más notas
de suicidio.
Firmadas ahora por
diversos miembros de la redacción. La broma dejó de tener
definitivamente gracia cuando, Matilde, tres meses después, habiendo
ya enterrado a su madre y de vuelta en la ciudad, en su primer día
de trabajo, al que se había reincorporado contraviniendo mi consejo,
saltó desde la ventana del archivo de la redacción (tercer piso,
sobre un furgón cargado de hortalizas)
Murió un par de días
después. Naturalmente, se había encontrado una nota sobre una pila
de archivadores. Mecanografiada, como todas las demás. Junto a un
paquete vacío de Gauloise. Retorcido. Vacío. “Mamá, lo
siento, y Te amo.”
Me levanté.
-¿Cómo se lo
tomó Mr Jones?
-No se lo tomó ni mal ni
bien. Me pidió redactar la necrológica con una voz empapada en
licor. Me negué. Creo que fue mi único gesto de autoridad hacia él.
El único al que me atreví. Aun con todo la escribió. Puede que
tuviera algún cargo de conciencia. Ligero. Tampoco me informó de la
oferta. Se fue con la misma prontitud con que llegó. Me dejó esta
necrológica, malos recuerdos y la cuenta del hotel.
-No le guardo rencor,
pero el pesar de haberle conocido me acompañará hasta la tumba,
como esta bombona de oxígeno.
Entonces reparé en que
desde el principio sostenía con la mano izquierda un diario
enrollado. Un ejemplar del Liberal, presumí. No me equivoqué.
La noche se había
cerrado sobre el caserío. Me acomodé sobre el amplio alféizar. La
letra de Mr. Jones invadía en ocasiones el texto impreso. La
extensión de la necrológica excedía con mucho la habitual. No en
pocas ocasiones me vi obligado a releer una sentencia para poder
atisbar su sentido. La críptica caligrafía emboscaba una semántica
aún más esotérica. Al terminar la lectura, empapado en sudor, casi
jadeante (por el calor, mayormente), me encontré con la mirada
interrogante de Oçon. Pero no tenía nada que preguntar. Ese
ejemplar anodino de un anodino diario de provincias, grabado con la
letra de un genio era la única respuesta que me interesaba. Y ya la
tenía.
Pedí que me permitiera
transcribir la necrológica para editarla. Se negó. Insistí. Se
volvió a negar, luego se sumó a la tercera o cuarta negación, Pascual con su presencia invasora del poco espacio, con un no
mudo, nervudo y rematado en puños.
Me hubiera despreciado
por arrancar de las débiles manos de un enfermo aquel manuscrito. No
me hubiese perdonado dejar de hacerlo. Pero vérmelas con su gorila,
no me seducía. Bien sé que Mr. Jones habría tenido en muy poco mi
interés por su obra.
Hasta ahora, llegar a
ellas sólo me había costado tiempo y dinero, dos cosas de las que
ando sobrado. Ojalá pudiera decir lo mismo de mi valor.
Solicité vergonzosamente que me pidieran un taxi. Pascual se ofreció
a llevarme él mismo. El sentimiento de humillación era
insoportable.
Silencio
atronador. Debe
perdonar
la obstinada resistencia de Monsieur Oçon.
La
lluvia
golpeaba
sin
clemencia
el
parabrisas.
Sufrió
mucho
con
todo
aquello.
Seguía
sin
relacionar
el
timbre
ridículo de
aquella voz
con
esos
miembros.
Él
y
el
padre
de
Matilde
sirvieron
juntos
en
Argelia.
Los
neumáticos
saltaban
sobre
el asfalto
irregular.
Era viudo. Apreté con fuerza los puños hasta sentir las uñas. Y
tras
la
muerte
de
Oliver,
bueno,
ya
sabe
cómo
son
esas
cosas,
se
hacen
promesas.
Los
focos
apenas
penetraban
en
la
tupida cascada.
Ella
entró
con
catorce
años
a
trabajar
en
el
periódico.
Al fin la señal: Saint
Maurice,
2km.
Y
siempre
fue
para
él
como…
¡Cierra el pico y conduce, joder!
¡Cierra el pico y conduce, joder!