Minerva
era apenas.
Minerva
no era el cobre destemplado de sus ojos íntimos de melancolía. Ojos perfilados
siempre bajo el dovelaje de las cejas, por lo común, hieráticas. Ojival la
derecha cuando irónica. Aunque Minerva no era irónica, si bien lo podía parecer en ocasiones. Enojada o impaciente mejor.
Sí.
Apenas un color no rimaba con su
deseo o el viento le llevaba una crencha de cabello a los ojos, ella lo recogía
en su oreja diminuta y minuciosa, arqueando la ceja como signo de enfado contra
los elementos. O la disonancia.
Minerva no era el lápiz de labios sobre el cigarrillo que se consumía en el cenicero, ni el esmalte cuarteado de sus uñas, que apenas disimulaba los estragos de una voracidad nerviosa.
Minerva no era una sonrisa que arrancaba con sombras de comisuras, seguía como un temblor incierto en la mejilla abierta, y estallaba al cabo en una dentadura menuda, múltiple y amarilleada capaz de poner fin a todas las violencias del mundo.
Minerva no era la paridad recoleta de sus senos, ni la simetría compacta de sus nalgas.
Minerva no era el lápiz de labios sobre el cigarrillo que se consumía en el cenicero, ni el esmalte cuarteado de sus uñas, que apenas disimulaba los estragos de una voracidad nerviosa.
Minerva no era una sonrisa que arrancaba con sombras de comisuras, seguía como un temblor incierto en la mejilla abierta, y estallaba al cabo en una dentadura menuda, múltiple y amarilleada capaz de poner fin a todas las violencias del mundo.
Minerva no era la paridad recoleta de sus senos, ni la simetría compacta de sus nalgas.
No.
Minerva no era la
delicadeza morena de sus hechuras, un cuerpo exacto bajo un vestido de novia apócrifa.
Minerva era más que todo eso. Su comercio con el mundo era cuestión de condicionales. A la prótasis de su prevención la acompañaba la apódosis de una promesa diferida y nunca cumplida, como las ilusiones, como la felicidad.
Minerva hacía creer en lo posible y luego cerraba puertas a lo probable. Podía, si se lo proponía, hacerte creer que no había destino o el invierno iba a durar un día. Y de repente, se agavillaba al mediodía en una tristeza nocturna que la asomaba a un paisaje de ruinas donde el invierno era su único destino.
Minerva era más que todo eso. Su comercio con el mundo era cuestión de condicionales. A la prótasis de su prevención la acompañaba la apódosis de una promesa diferida y nunca cumplida, como las ilusiones, como la felicidad.
Minerva hacía creer en lo posible y luego cerraba puertas a lo probable. Podía, si se lo proponía, hacerte creer que no había destino o el invierno iba a durar un día. Y de repente, se agavillaba al mediodía en una tristeza nocturna que la asomaba a un paisaje de ruinas donde el invierno era su único destino.
Pero
Minerva también era vulgar, como las rebajas, comer langostinos en Navidades, decir "fenomenal".
Minerva escuchaba a Pablo Alborán y los ojos se le llenaban
con lejanías de baratillo mientras dibujaba corazones sobre los apuntes
apretados de Contemporánea. Si se citaba un clásico decía, "es más viejo que
mear pa'lante".
Minerva subía citas de Paulo Cohelo en facebook, para compartir su sabiduría con el mundo. Si veía una araña, se descalzaba y la emprendía a zapatazos con el animal, sin pudor a mostrar los rotos por los que le asomaba un rosa pálido tendido sobre la uña crecida. O sobre la uña breve.
Minerva subía citas de Paulo Cohelo en facebook, para compartir su sabiduría con el mundo. Si veía una araña, se descalzaba y la emprendía a zapatazos con el animal, sin pudor a mostrar los rotos por los que le asomaba un rosa pálido tendido sobre la uña crecida. O sobre la uña breve.
Minerva mascaba un chicle eterno que pegaba en cualquier sitio si le aburría y disponía
de recambio. Minerva hacía pompas con una saliva que le bruñía la barbilla y ponía luceríos en su perfil de diosa greca. Un cordón
suelto o una ventana abierta, me llevaba fatalmente a pensar en ella.
Tan vulgar y
tan apenas. Minerva, mon amour.
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