Un curso estival en El Escorial, analiza
en estos días caniculares, la figura, el legado y el olvido de Paco Umbral, el
último apóstol del barroco.
En esta España nuestra tan sigloveintiuno y turística; en este
ruedo ibérico hipotecado e insolvente en el que la literatura se vive desde el
postureo y el oportunismo; se vive como
todo lo demás, de puertas para afuera. En esta España de Iglesias y Felipes, verbenas
y chiringuito, la escritura sin género de Umbral, la prosa de orfebre plateresco
umbraliana, forma parte de un pasado, no por reciente, remoto; no por cercano,
inalcanzable. Aunque su obra la tengamos a un brazo del escritorio y su
magisterio permanezca a flor de tecla.
Es hablar de la prosa de Umbral y pienso
de inmediato en una torrentera verbal, urgente, caudalosa, preñada de sensibilidad
y bimembraciones; trufada de rubenes, traspasada de ramones. Una prosa colgada
en las arañas de los salones de Proust como una lágrima diamantina y rutilante.
Una música de gramófono nebuloso de grifa, anclada en un modernismo trasnochado,
nostálgico de bohemias y botines de piqué con suelas remendadas; una escritura estofada
de lirismo macho, bronco y venéreo, con
aliento a absenta y tagarnina.
Una prosa que nos recuerda entusiasmos y
placeres, vocaciones y diarios de juventud en los que tratamos de literaturizar
el desayuno o el trayecto en bus hasta la facultad; el culo de las choricillas
de la primera bancada; toda la frustración y la rebeldía con causa de la edad
temprana; la incertidumbre del polvo a pelo del sábado, la ira en los bolsillos
vacíos del domingo; el mal viento del futuro que nos dejaba los ojos llenos de
gresca y sin lágrimas que ponerle a la tarde, las mañanas grises, las noches
breves y la madre neurótica que nos parió.
Con Umbral aprendimos a escribir de una
determinada manera, desde la metáfora y el epíteto, atentos al oído, -al
sonajero que diría el patriarca Marsé atizando-. Con Umbral aprendimos que la
metáfora es el mundo, porque el lenguaje procede por metáfora y el mundo es su
obra y fortuna.
Pero a lo que de verdad nos enseñó
Umbral fue a leer el idioma. A gozar la verba, que diría Valle. Veníamos de
traducciones, franceses y rusos, Fitzgerald, Conrad, también de Hesse y mucho
Freud.
En vernáculo, veníamos casi sólo del
Delibes escolar, que es como decir, aún no veníamos. Sólo en la poesía habíamos
degustado, saboreado el caramelo estético. Mucho Bécquer, mucho Quevedo, mucho
Machado, el "claveles deshojó la aurora en vano" gongorino y algo del
27 (Diego y su "Numancia", Rafael y su "Roma", Vicente y su
"rostro amado donde contemplo el mundo").
Y una mañana, mientras acechábamos a una
ninfa entre los anaqueles apretados de saberes que nada saben del aroma dulce a
hembra, el disimulo nos dictó tomar un libro -¿o fue el destino?- El
diario político y sentimental. El decoro nos sugirió abrirlo, y la
inercia, leer.
Lo demás, no fue silencio. Fue un gozo
inédito, un disfrute inesperado; una toma de conciencia, una repentina lucidez.
Era claro, el estilo es epidérmico y es esencial. En el estilo se milita. El
estilo se vive como un sacerdocio. El estilo se es. Fuera del estilo, habita la
prosa triste, burocrática del notario, nombrando esto y aquello, sin conjurar
al ángel terrible de la belleza, sin saber nada de la flor lúbrica de las
muchachas a la sombra, sin bañarse en la fuente azul del parnaso, sorda a los
ritmos de Pan, muda a los enigmas de la Quimera.
Devoramos lo que pudimos de Umbral, y en
esas, le dieron el Cervantes. Muy discutido, como debe ser. Pero fue su momento
de máxima gloria, y a él, en el fondo, le hacía ilusión. A mí, mucha.
En una Academia por la que pasean
-ignoro si hacen algo más- fulanos como Javier Marías o Pérez Reverte, norte y
luceros de la prosa futbolística, de gacetilla o prospecto, el olvido en el que
se tuvo al autor de Mortal y rosa es
síntoma. Es deprimente. Dan ganas de mentarle la madre a los guardianes de la
lengua que tan mal la sirven.
Con la lengua hay que tener intimidad no
congresos; la lengua quiere a estetas, que la follan mejor que los doctores;
creadores irreverentes que se pasen la gramática por el forro, no currículos de
buenos niños de papá.
Pero Umbral también era -¡ay!-hombre.
En su prosa, Umbral tenía la presencia
pegajosa del egotista, una voz acampanada y nada dialogante que se imponía
repetitiva y monótona, especialmente en sus últimos años.
Gustaba de evocar cada tres por dos al
niño triste y pobre de pueblo desde el ático de Concha Espina, recordatorio de
tiempos de tocino rancio que a las madames Verdurin les derrite el hielo de los
gintonics, y él le dejaba el orgullo erecto.
Desde su tribuna de El Mundo, cantó las
lindezas políticas de la gran alternativa de gobierno carpetovetónico, un
Marqués de Badromín redivivo: Rajoy.
A Umbral le gustaba opinar sobre todo,
especialmente de aquello que conocía mal o sacaba las vergüenzas a su cultura
mediana de autodidacta más adicto a los cócteles que al retiro eremita del
sabio. Ensartaba nombres de filósofos con la gratuidad del que se ha mirado el
Ferrater Mora por encima, a la busca de un prestigio que ni falta que le hacía,
aunque él nunca superara sus complejos al respecto.
Aplaudía a Ruano con la misma insensatez
con que cargaba contra Galdós o "Clarín", porque sí, porque a él, las
dotes narrativas del canario y del ovetense le quedaban lejos, y eso le escocía
la soberbia y le jodía la velada. Así que, al socaire de las barbas de chivo y
la pipa de kif, despotricaba contra los mozos de cuerda de la prosa
realista.
Promocionó los Coños de Juan Manuel de Prada cuando no veía más que al pajillero
ramoniano y adulador; al escritor dotado para la greguería, glotón de
redondeces femeninas evocadas entre las sábanas limpias de su doncellez, y que
no podía amenazar su gloria de barroco. Pero cuando al niño gordito y lúbrico
le fue asomando la musculatura narrativa armada sobre una prosa rotunda y
creativa, Umbral se acojona, tira de navaja y despacha al futuro telepredicador
como un pobre plagiario de Agustín de Foxá. Acusación que, viniendo del autor
de La leyenda del César Visionario,
no puede menos que ser tomada como una boutade.
Umbral quiso ser la gran vedete de
nuestras letras, pero Cela tardó mucho en morirse y llegó tarde a ocupar la
vacante del exabrupto y el púlpito de la provocación, desde donde porculear a feministas y meticulosos,
poner escándalo en los collares de perlas de las señores mayores y autorizar el
mal palabro del obrero con un "que diría Umbral".
A Umbral le sobró audacia para ganarse
el presente y le faltó inteligencia para sembrar una posteridad olvidadiza y
cabrona. Y así le va -aunque a él se la refanfinfle, que diría el Nobel. Así le
ha ido, al menos hasta ahora, que desde el descanso de reyes, Vilas y compañía,
nos lo están oportunamente recordando.
Pero como decíamos, todo eso, quedó
atrás. Todo eso, murió con Paco -disculpen la familiaridad-. Con la soledad de
la muerte de Paco, al menos, no mancillada por los aduladores de turno que
aprovechan estos eventos para dejarse ver, soltar un par de elogios con cara de
circunstancias pero sonriendo a cámara -¿cómo lo harán?
Todo eso, murió cuando la escritura
abdicó de la elocutio en aras de la
claridad, la accesibilidad, la comunicación, y el Marca se convirtió en el
manual de estilo del escritor -hay excepciones, claro.
Todo eso, como digo es ya pasto de
cursos de verano para niñas gramáticas,
sequitas, sequitas, que buscan alguien que les diga al oído con el timbre
malhumorado de Paco: "Hay un reloj de pulsera fornicando en algún sitio
con la eternidad."