A mis amigos, que saben.
El alumbrado navideño, con su cendal multicolor aposentado sobre las calles, prestaba a la noche un ambiente de vísperas, cercanías de natividad. La comitiva se allegaba de oriente y occidente, norte y sur, con su dádiva de gratitud envuelta en papel regalo. En las inmediaciones del paraninfo, resonaban ecos de liras, quejidos de zampoñas, llantos de guitarra (que rompen apliques en la antesala). Disturbios de Heno de Pravia amasaban la atmósfera endurecida por la calefacción, demasiado alta, a despecho de que esa noche el frío de los cuerpos iba a ser mitigado por el fuego de las almas avivado por mor del candil lírico; la llama viva de la poesía que tiernamente hiere y dulcemente inflama; las pavesas de la ilocutio y las ascuas de la retórica: ¡mariposa en metáforas desatada!
En pocos
minutos, el Poeta presentaba su última obra. Se podía ver la expectación de la
concurrencia en los visajes, la cercanía de los éxtasis del Parnaso, en el
brillo turbio de los ojillos aguanosos. Todo estaba dispuesto, los ejemplares
se alineaban impecables, cerrados sobre una secreta promesa, celosos de la
ambrosía verbal que había destilado el ministro dilecto de las Musas, al que
sin duda, habían dispensado sus más íntimos favores. Nunca antes, aquella humilde
sala de apenas cien butacones, había albergado en su seno, semejante
acontecimiento y, en consecuencia, nunca antes, tantos y tan mullidos butacones
habían sido ocupados por tantas y tan mullidas posaderas (con perdón).
Los
organizadores retrasaron cortésmente, apelando a la paciencia del Poeta, el
evento para que nadie se quedara fuera. Un lema comenzó a extenderse como la
pólvora, que pronto adquirió forma de “hastag” y categoría de “trending topic”:
#Niunofuera. No permitamos que el
tráfico impida a ningún lector del Poeta, con independencia de sexo, condición,
religión, situación laboral, estado civil, ranking en el Fifa 2015, filiación
sindical o simpatías futboleras, dejar de asistir a un solo minuto de la
intervención (ellos no lo harían, Él no lo querría). Así, butaca tras butaca,
fila tras fila, el paraninfo se fue llenando hasta dejar tan solo algún hueco
vergonzante, la desdichada butaca solitaria que debía arrostrar la chanza y el
vituperio, la sorna y la mofa de sus afortunadas compañeras.
Los infiltrados,
alertas de su intrusión, temerosos de que el estigma de la impostura la
proclamara, se refugiaron, emboscados, en la última bancada, armados con
munición de libreta y esgrima de bic azul, para tomar notas. Pues aquello, quién
lo duda, sería para ellos una clase magistral, la sesión intensiva de un taller
de escritura improbable: el testimonio de la transubstanciación de la palabra humana
en verbo divino.
Al fin, para
solaz y regocijo de la asistencia, el acto comenzó. Luego de las enojosas presentaciones (¡eran necesarias!) que
pusieron a prueba la paciencia soberana de la congregación, comenzó a hablar el
Poeta. Esa palabra serena, ese verbo forjado con metales nobles, ese chascar de
la lengua, ese tascar en el pasto rancio de la verba clasicista, la sintaxis
decimonónica, el término oxidado que cobra nueva vida en el alambique divino de
este alquimista del idioma.
Uno alcanzaba a
ver a través del bosque de iphones
que había brotado apenas el Poeta tomó la palabra (¿he dicho “tomó”?, meció,
arrulló, sedujo la palabra), las cabezas solidarias vueltas hacia su destino,
el sol que ponía luz a sus fatigas, quitaba lastre a sus miserias, compartía
brillo con la atonía gris de los suscritos a la prosa anodina de los que no
nacimos bajo el signo de Apolo.
El Poeta había
tenido a bien regalarnos con una recreación lírica de sus memorias, esas que se
reparte en paseos con el padre al calor de un amor firme y viril, las caricias
de la madre, el volar de las cigüeñas, estrellas en las cornisas, paz bajo los
pórticos, esperanzas al socaire de los dinteles, vocaciones crecidas en la
intimidad de los soportales. Todo lo que aguardaba a ser vivificado por la
palabra “en el extremo septentrional de la memoria”. El álbum familiar, el jardín
recoleto de Cándido adonde el Poeta se retira, bucólico, del mundanal ruido.
Ese jardín amenazado de continuo por el avance pertinaz de las malas hierbas
intrigantes que ponen desvelos en la madurez del jardinero lírico y enturbian
la serenidad casi inquebrantable de su ánimo calmo, de su sabia molicie, de la
infinita benevolencia que exudan sus palabras.
Y todo sería
beatitud, todo solaz campesino, beatus
ille!, belleza jardinera y oficio de labriego, si no fuera por esa nota
fúnebre, ¡ay!, la presencia imprevista de la cruel igualadora de condiciones,
ingrata saqueadora de dicha, dura enemiga de todo lo vivo. Y te llevaste al
perrillo, el perrillo faldero que cogía con la boca la pelota que el poeta le
tiraba con la misma mano que escribe estas prosas líricas. ¡Ay! al perrillo que
olisqueaba en el arriate con la nariz, escarbaba con la patita, lamía esa mano
benévola con su lengua húmeda y rugosa, oteaba el horizonte con sus ojillos,
meaba la araucaria con ese penecillo peludo y emboscado, el jodío.
Pero para que su
memoria no se perdiera en el piélago del tiempo, el Poeta apesadumbrado, dejó
bajo el limonero, donde el animalillo se protegía de la solana y que ahora
aloja en su tierra ubérrima ese cuerpecillo menudo y sin vida, la correa
volandera con su nombre inscrito en una plaquita plateada: “Cuco” .
El aplauso
restalló, hizo saltar los quicios, descoyuntó puertas y caderas, apagó las
luces y estremeció la sala entera. La lectura había llegado a su fin. Llegados
a este punto, los ojos se fundían en lágrimas, las manos se trenzaban en
oración, los feligreses se rendían a la lectura sagrada con entrega devota. Los
que aún no se habían hecho con el libro (hombres de poca fe) corrieron a
proveerse de los escasos ejemplares que se hallaban disponibles. Los impostores
intercambiaban miradas de incredulidad, sentían el rejonazo de la envidia al
tiempo que el bálsamo del agradecimiento sellaba su herida. Ninguno se atrevió
a allegarse al Poeta, ninguno osó a pedir una dedicatoria, tan indignos se
sentían.
A la salida, el
Poeta, benévolo, luego de cumplir pacientemente con el centenar de devotos
fieles, los encontró en un rincón, los cuatro, ateridos bajo el fino ropaje de
la mediocridad que apenas conforta, esquinados contra su propio abandono,
insignificantes en el palacio señorial de las Musas. El Poeta los miró y dijo,
con infinita condescendencia: “ En verdad os digo que aquí hay mucho infiltrado,
mucho fariseo, mucho sepulcro blanqueado”.
Los impostores
no pudieron menos que rendir la mirada arrasada de vergüenza, inclinar al
unísono las cabezas apesadumbradas, uncidas bajo el yugo de los elegidos para
servir en el Parnaso. Y solicitar el perdón por no haber llevados sus
ejemplares (que nunca adquirieron, los muy gualtrapas) para que fueran
rubricados por aquella mano santa.
¡Ay!, ¡ ay! y
tres veces ¡ay!