EL PROCESO (THE TRIAL, 1960)
Difícil se antoja a priori la solución al maridaje entre dos sensibilidades tan dispares como la de Kafka y Welles y que tuvo como corolario este obra extraña, fascinante a ratos pero con un enojoso tono de falsete siempre que, al cabo, arruina el espíritu de la obra del checo. Welles es incapaz de trasladar la angustia que late en la novela y la tragedia incomprensible que se cierne sobre K, acaso porque era una emoción que le resultaba ajena y poco convincente. El barroco espectáculo que erige para ilustrar las páginas de El Proceso acierta a formular el extrañamiento que suscita un mundo burocratizado e inhumano que aplasta al individuo hasta apenas mediado el metraje del film (de hecho se convierte en el gran referente visual de cuantas incursiones posteriores se han realizado de la obra de Kafka y, más aún, siempre que se ha querido evocar su espíritu, por ejemplo en Barton Fink, 1991), para precipitarse luego por el tobogán de una grotesca pintura goyesca que zarandea el desconcierto de K y el espectador hasta concluir arbitrariamente con la muerte del primero sin que al segundo le reste aliento para percibir la vileza de su ejecución, también desvirtuada ( los escrúpulos que aduce Welles, aunque comprensibles, le restan dramatismo a la solución atroz que recibe en la novela). Welles no siente la obra de Kafka y actúa como un virtuoso de la imagen (con el respaldo financiero que otras veces le faltó) pero no como el genio que fue. Quizá si hubiera expurgado la trama de su abstracción propia y la hubiera situado en el contexto de algún estado totalitario de la Europa del Este hubiera resultado más creíble. Welles era demasiado concreto, pasional y caudaloso para transitar las frías sendas simbólicas del autor de La metamorfosis.