jueves, 24 de marzo de 2011

EN AUSENCIA DE TODO...



Siempre me ha intrigado ese curioso y tan frecuente fenómeno del coleccionismo, máxima expresión del fetichismo y totalmente ajeno a mi sensibilidad me temo (el coleccionismo, no el fetichismo), pero que observo con espíritu de entomólogo, hilaridad creciente y desafecto militante, cuyo, al parecer, placentero ejercicio manifiesta además el sacrosanto mandato de la sociedad de consumo: comprar lo necesario, comprar lo superfluo y cuando no haya nada que comprar, seguir comprando, no por nada, por coleccionar, y así, el consumo se pliega sobre sí mismo, deviene intransitivo, reformulación del imperativo categórico en términos del maltrecho neoliberalismo económico.
La cosa se complica cuando lo que se colecciona es arte, mayormente por la relevancia que toma el poder adquisitivo del coleccionista en potencia interesado en la obra en cuestión, toda vez que poseer el original se torna condición necesaria para consumar la afición y por tanto, su cultivo se aristocratiza, deviene símbolo de una clase, síntoma de una época. Si a la ecuación unimos el tedium vitae  que azota la vida del millonario medio que languidece entre yates, mujeres y relojes suizos, hastío que afortunadamente desconocido por los currantes, se hace comprensible y justificable que el coleccionismo de obras de arte sea sazonado con  la salpimienta del robo, la lujuriante voluptuosidad del crimen. ¿Dónde está de lo contrario el aliciente de hacerse con un Monet por un par de millones cuando se tiene doscientos? Esto mismo debió pensar el señor Crown (Pierce Brosnan) en El secreto de Thomas Crown
 Millonario y apuesto,  asiste a terapia para desahogar el vacío de una vida llena de todo y relaja su estrés laboral en la sala impresionista del museo de N. Y. mientras degusta un humilde sándwich con la mirada perdida en las pinceladas perezosas que trazan el paisaje vespertino y el hormigueo en el estómago encogido ante la inminencia de la emoción  que sentirá en el momento de sustraerlo.

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