Un hombre
mira a una mujer.
Una mujer siente la mirada del hombre.
Están sentados frente
a frente en un vagón de metro. Ella perfila una sonrisa halagada ante el
atractivo desconocido. Aunque él mira a los ojos, ella percibe las resonancias
de su lubricidad bataneando en las bóvedas gótica de su ser. El brillo de la
excitación conmueve el rostro, cruza las piernas de un modo incitante, la
anticipación del placer late en sus muslos.
De repente vacila, su expresión se
nubla, comparece una culpa secreta y el azoramiento se hace visible.
Se levanta
con premura y dispone a dejar previsiblemente el vagón en la parada siguiente.
Su mano arrepentida, asida a la barra, nos muestra la causa con forma de anillo
de compromiso.
Lo simbólico,
la ley impone su economía al deseo.
La última
secuencia del filme es un eco de la misma situación, los mismos actores en el
mismo escenario, pero algo ha cambiado. Ahora es la mujer la que penetra con su
mirada desiderativa al hombre. Ahora es la mujer la que muestra su deseo al
otro, una vez que se ha librado de la atadura de la ley.
Y ahora es
Brandon (Michael Fassbender) quien resulta abrumado ante la exhibición del
deseo del otro, incapaz de ofrecer respuesta a un enigma que por vez primera
experimenta como tal.
Ya no es
el mismo de antes. Y no lo es a causa de la experiencia de la inscripción de la
mirada del otro. Brandon ha comprendido dolorosamente que ser visto por el otro
es la verdad del ver al otro.
Estas dos
secuencias breves que encuadran Shame (Ídem, 2012; Steve McQueen) cifran
la evolución de un personaje para el que el prójimo era un medio de acallar la
pulsión, un conjunto de orificios por los que dragar la presión incontenible y
apremiante que crece en su seno.
Brandon es
vivido por fuerzas poderosas que le imponen el hábito monótono de la búsqueda
de su evacuación, una liberación provisional siempre. Esta rutina de desahogos
vicarios procurados en soledad o con el concurso mercenario de una profesional,
a veces incluso entre las piernas de mujeres que consigue ligar por vía legal a
cuenta de su apostura, reducen su vida a un sacerdocio. Brandon vive de espalda
al mundo de los otros, consagrado al demonio de la pulsión.
El placer
es un modo de mantener la salvaguarda del equilibrio psíquico, aminorar el
apremio de la excitación, mitigar el goce y evitar sucumbir al trauma. El goce
vulnera el principio del placer.
El goce es
dolor. El individuo tiende a sobrepujar los límites del placer, ergo, el hombre busca el dolor.
Un hombre.
Inmóvil, vacío, en ausencia de tensiones, yace sobre una cama. El plano cenital
sugiere la intrusión de un punto de vista ajeno, elevado, divino. Algo de crístico hay en su delgadez pálida, algo de sudario o mortaja en las sábanas de
ricos pliegues que tapan su desnudez. Fuera de campo escuchamos pasos de tacón
alto.
Comienza
el día para Brandon.
El montaje
en paralelo enlaza en un continuo temporal la llegada de una prostituta la
noche anterior, la secuencia del metro referida antes, las llamadas de Sissy,
la masturbación durante la ducha. La superposición de diversos momentos de su
rutina y consiguiente ruptura de la cronología, comunica la compulsión del
goce, el eterno retorno de la pulsión que llegará a su paroxismo en el último
tramo del film.
Sissy
irrumpe en la vida de Brandon. Entra en su apartamento cuando su hermano no
está. Extrañamente alarmado al ver la puerta abierta y una horrible canción pop
berreando donde antes sonó Bach, toma un bate y busca al nada discreto intruso.
Sissy está tomando una ducha. Sissy con su miseria y su dolor, exhibe un
desnudo nada excitante ante la enorme erección de madera con la que Brandon ha
tratado de defender su privacidad.
Sissy vive
al borde del abismo, en la cuerda floja de una fragilidad emocional
directamente proporcional a la intensidad del goce excluyente de Brandon.
Una de las
ya secuencias antológicas de la década es la interpretación que hace la
Mulligan de New York, New York, durante
la cual vemos el rostro de Brandon conmoverse (Shame es una película de cuerpos que buscan un alma que acariciar)
El juego de plano-contraplano dispensa la ilusión de un diálogo íntimo entre
los dos hermanos. Sissy comunica su dolor al corazón sordo de Brandon.
Sissy será
el sacrifico que la pulsión celosa reclama. Un goce que fustiga a Brandon a lo
largo de una noche interminable durante la que buscará con fruición el placer
que silencie el dolor. Brandon está ya en camino de lograr la trascendencia,
escapar a la alienante soledad que le impone la pulsión. Pero su camino será el
martirio.
Más
dolor, aunque de un tipo distinto. Un dolor que viene del otro que hasta ahora
sólo le ofrecía placer. Definitivamente el mundo de Brandon deja de bascular en
torno a él y su goce. Ha comenzado a vivenciar
al otro como sujeto, y eso le impide emplearlo para liberar tensiones, de
ahí la impotencia que ha mostrado antes en el encuentro con su compañera
Marianne (Nicole Beharie)
La mirada
del otro le ha ofrecido la vivencia de sí mismo, Brandon se reconoce en el
extremo de esa mirada ajena y experimenta el desgarro, la dislocación del su
ser. Hasta ahora, la mirada de Brandon fijaba al otro como objeto, el mundo y
todo su contenido se hallaba a disposición de su goce. Ahora, al reparar en la
mirada del otro, ahora al ser mirado por una extraña en el vagón de metro,
Brando es invadido por una profunda, violenta y devastadora vergüenza.
Brandon ha
resucitado como hombre.