1.
Me pirran las epopeyas bíblicas del Hollywood clásico.
Son a mi Semana Santa lo que los pasos o las torrijas para otros. Antaño,
títulos como “Quo Vadis?”, “La túnica sagrada”, “Los diez mandamientos”, “Sodoma
y Gomorra”, “La historia más grande jamás contada” o “Rey de Reyes”, eran programadas
con monótona rutina durante estas fechas. Hoy día, cuando los mesías vienen de
Kripton o viven en Gotham, las recreaciones de episodios inspirados en la
Biblia, resultan anacrónicos y poco idóneos para incrementar índices de
audiencias.
Hoy día, aquellos acartonados monumentos a la fe,
hipertrofiados por rompimientos de glorias y coros angélicos, no conectan con
un público que, si bien sigue igual de necesitado de mitos y promesas
salvíficas que antaño, se halla en un paradigma estético antagónico a los de Giotto
o Caravaggio. Un público para el que los esquemas narrativos de la novela
decimonónica debe ser algo sumamente exótico.
2.
De modo que
este año he buceado en mi “dvdteca” a la busca de algún título para crear atmósfera,
sentir nostalgia de una fe que perdí allá por los 14. Sentir envidia de
aquellos bienaventurados que aún creen que bajo el dolor que se reparte
ecuánime en los campamentos de refugiados, el dolor que anida respetuoso en el
cementerio marino del mediterráneo, el
dolor que se cernió ayer sobre los niños muertos en Lahore, el dolor que se
clavó hace una semana en el aeropuerto y
metro de Bruselas, existe un ser omnipotente y benévolo para el que todo este
sufrimiento tiene un sentido, cumple una función, forma parte de un plan que
nuestras mentes mortales ancladas en el tiempo, no alcanza a descifrar. Que este, en fin, es el
mejor de los mundos posibles.
Así pues, con
todo esto en el ánimo y en las mientes, trasteé cajas y anaqueles, y me topé
con “Barrabás” (1961), de mi querido Richard Fleischser, cineasta por el que
siento especial debilidad. Y pensé que sería buen momento para saldar esta
deuda con él (si bien es cierto que la había visto en mi infancia, no lo es
menos que apenas recordaba otra cosa que a Jack Palance).
3.
Con dinero italiano
y rodada en Europa, Fleischer levanta un filme difícilmente concebible en
Hollywood, por su aspereza, honestidad y madurez. La historia tortuosa del
hombre que vive porque Jesús muere, comienza con un retrato vívido de la vida
licenciosa de Barrabás, que no ahorra en detalles sórdidos ni esquina el
carácter lúbrico y brutal del personaje.
Hay que apuntar
que la interpretación de Anthonny Quinn es memorable. Su rostro rústico se
adecúa al Barrabás ladrón, violador y
asesino. La expresividad y calidez de su mirada, sin embargo, traduce la
borrasca interior, la agonía, las dudas, el deseo de creer, la soledad que
convoca el silencio de dios. Tramos de un itinerario que, al cabo, le conducirá
hacia el destino feliz de la fe, cuando corra la misma suerte que su Mesías.
Desde el
principio vemos al personaje rosigado por el parásito de la duda. Primero, asiste
a los prodigios que acompaña a la muerte del Cristo en el Gólgota, más tarde,
la duda es alimentada en su encuentro con Pedro (Harry Andrews) y los demás
apóstoles.
La dilapidación
de Raquel (Silvana Mangano), visualizada con un realismo salvaje, marcará un
punto de inflexión.
El cuerpo apedreado
de la mártir se prolonga en un gesto, la mano de ella busca el contacto de lo
invisible que sin embargo puede ver, los dedos extendidos nos remiten al Adán
de Miguel Ángel. En su rostro no vimos nunca el miedo, rencor, odio, ni
comunica el dolor, solo expresa beatitud, paz, felicidad ante el nuevo mundo que su fe le ha abierto.
Barrabás advierte que su vida es un castigo, está condenado a vivir por una razón que no acierta a comprender. No es un hombre cualquiera,
un dios en él que no puede creer, hubo de morir para que él viviera una vida
llena de sufrimiento. El episodio de las minas de azufre, visualiza un infierno más
atroz que el de Dante.
“¿Por qué dios
no habla más claro?” Protesta en más de una ocasión.
Al final, su
destino se cruza en Roma con el de Pedro. Cuando Nerón incendie la ciudad para justificar la represión
posterior contra los cristianos (procedimiento del que tomaron buena nota
Hitler o G. W. Bush), Barrabás lo interpreta como una señal del advenimiento
del nuevo mundo sobre las cenizas del pagano.
Y al final, su
destino será solidario con el del Cristo. Y feliz, como el Jesús nuevamente
crucificado de Kazantzakis, se entrega a la muerte.
4.
La potencia de
este filme radica a partes iguales en la convicción con que Quinn interpreta a
Barrabás, un guión preciso, lleno de líneas de diálogos memorables, y una
realización soberbia, vibrante, desbordante de emoción. Decorados naturales, en
ocasiones imponentes, con los que se mimetizan los personajes, gracias a la continuidad que da Fleischer a
planos, rozando a menudo el virtuosismo (véase la secuencia de la celebración
de Barrabás de su libertad en un prostíbulo y que parece, Welles tuvo muy
presente en “Campanadas a Medianoche”, incluida la parodia carnavalesca de la
coronación), dotan al conjunto de una animación y una veracidad, inéditas en el
género.
Las secuencias
del adiestramiento de los gladiadores, en nada envidian a las de “Espartaco”. Su
recreación de las peleas en el circo, enfatizando aquellos aspectos bizarros
y grotescos, anulan cualquier atisbo de épica y los reduce a un espectáculo
sádico que funciona a la manera de retrato sutilísimo de la decadencia moral de la
Roma de Nerón.
En resumen, “Barrabás”
es una película admirable, quizá la obra maestra de las epopeyas bíblicas. Y
Richard Fleischer, un cineasta que requiere más atención de la que le suelo
tributar.
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