Evoé, primo Darío.
¿Sabes?, mi papá lleva
cuatro años tomándome el pelo con la ocurrencia de que tenía un
hermanito gemelo, Darío, y al que yo me comí antes de salir de la
tripa de mamá, así que ahora soy yo la que le dice, ¿lo ves?, ahí
tienes a Darío. No me lo comí después de todo.
Y papá me responde un
poco sorprendido, aunque no demasiado, ¿sabes hija?, son tantas las
veces en las que el destino de tu tío Julio y el mío se han
cruzado, que no me sorprendería. Y luego, con mirada soñadora, me
cuenta una vez más que los dos se bautizaron juntos, Julio César y
Marco Antonio, poniendo una nota clásica y pagana, a la iglesia de
Fátima.
Quizá eso explique
también por qué nuestras mamás son dos bellezas meridionales con
algo de Cleopatras y diosas grecas.
Mi papá dice que envidia
al tuyo por haberse lanzado al ruedo literario sin capote ni engaño,
a pecho descubierto. Por ser un inventor de síes en una época en la
que lo fácil son los noes. Por amar tanto la vida a sabiendas
de que tras cualquier esquina se oculta la una sombra aguafiestas.
Por haberse atrevido a mirar al abismo y haber convertido el vértigo
en belleza. Por difuminarse bajo la humildad de otros nombres en un
mundillo de egos flatulentos.
Porque no importa el
tiempo que pasen sin verse, cuando se encuentran, siempre le hace
sentir como si acabaran de separarse.
Mi papá, a menudo repite
las palabras que dijo ese señor cuyo retrato cuelga del salón de
casa, un tipo serio de gran bigote y con la frente abrumada por
algún pensamiento del que no parece poder librarse: “En
mis hijos remediaré el
haber sido hijo de
mis padres”.
Y me pide perdón por
algo que los padres acaban haciendo siempre mal con sus hijos. Me
pide que no le juzgue severamente y aprenda a perdonar. Dice, nada
hay tan difícil como el perdón, todo se acaba aprendiendo más
tarde o más pronto pero, a perdonar, casi nadie llega. Y el
aprendizaje del perdón hay que empezar por uno mismo, si no nos
perdonamos a nosotros, cómo perdonar al otro.
Los padres siempre se
equivocan, dice, y por muy bien que quieran hacerlo, acaban haciendo
daño a sus hijos.
Se conoce que ser padre
es algo difícil (o que el mío es un poco torpe).
Nuestros padres han
escogido una misteriosa forma de vivir, emparejando palabras, como
dice un señor que escribía los cuentos que me lee por las noches,
Borges (y mi mamá le dice, ¿no podrías leerle a la niña Los
tres cerditos?)
Hay un cuento suyo en el
que un hombre comienza a soñar con su hijo, como papá dice que
soñaba conmigo, como tu papá habrá soñado contigo. Y mi papá,
con la mirada lejana, me dice, a lo mejor también somos nosotros el
sueño de alguien que en cualquier momento despertará para
desvanecernos como humo, para no ser más que un vago recuerdo que
apenas alcanza media hora en la vigilia.
O...
...a lo peor, somos
nosotros los que despertamos de este sueño, niña mía, para darnos
cuenta que no somos más que un insecto que soñó ser un hombre, y
le gustaba, pero el sueño terminó y el insecto ha despertado.
Mi papá se queda mirando
al cielo, esperando a Melancolía y me habla de un cometa que se dejó
ver por aquí cuando ellos tenían dieciocho años, el Hale-Bopp. Me
cuenta que a su cola de fuego colgó plegarias que a veces fueron
atendidas.
Y he visto papá soltando
más de una lágrima viendo una película en la que un hombre y una
mujer se besan en lo alto de un campanario antes de que la mujer
caiga al vacío (y mi mamá le dice, ¿no podrías ponerle a la niña
Madagascar?)
Yo le pregunto, ¿papá,
si esta película te pone triste, por qué la ves tantas veces?
Entonces, me sienta en sus rodillas y mientras me besa la frente con
mejillas húmedas y dice con la voz trémula: Algún día lo
comprenderás, hija.
Se ve, primo, que uno
comprende las cosas con el tiempo. Pero tengo mis dudas, mi papá no
tiene pinta de comprender nada, por eso, supongo, está siempre tan
atareado entre libros, porque quiere comprender y no acaba de
lograrlo.
Es un manojo de dudas,
igual que el tuyo.
Sabes, una vez me dijo,
hija, puede que no haya nada que comprender, puede que lo único
verdaderamente importante en la vida sea esto, contemplar tu rostro
amado, escuchar tu cuerpo crecer, arrancarte una sonrisa, pasar el
tiempo que me quede lo más cerca posible de ti.
Tú no serás mi
gran obra, serás tu gran obra, pero sí te has convertido
en mi gran aportación al mundo. Lo otro, no es más que tratar de
responder el enigma de la Quimera o pagar aranceles a la vanidad.
Has nacido en días
extraños, un día después del fin del mundo, tiene gracia. El mundo
sigue pero parece que todo va a cambiar. Nuestros papás no creen que
el cambio vaya a ser para mejor, pero qué sabrán ellos. La edad los
vuelve un poco cobardes, quieren aferrarse a lo conocido y dicen
temer por nosotros, pero el futuro está en nuestras manos, Darío,
a ellos sólo les queda ya pensar el pasado.
Eso de la lechuza, que
alza el vuelo al crepúsculo. No me preguntes qué significa.
La de cosas que te
esperan, hija, dice papá. Y te dirá tu papá también. La de cosas
que nos esperan primo,
...el primer beso, los
cuatrocientos golpes, Cantos de vida y esperanza, el castillo de
Elsinore, una dama en Vetusta, los cafés de Montparnasse, Sócrates
llegando tarde y ebrio a un banquete, Manhattan, y un hombre que
muere de belleza en Venecia, el Vizconde de Valmont y la ballena
blanca, las primeras caladas a un lucky y el fuego del vodka,
Tarkovski y Kubrick, y Kurtz esperando río arriba, un planeta azul
que anuncia su llegada cegando una estrella, el segundo movimiento de
la Séptima y Exile on Main Street, Vértigo y
Centauros, el
Bloomsday y
Nochebuena, Yoknapatawphna y el último bar de la noche, la magdalena
de Marcel y la quimera desolada, Bob Dylan, Bob Dylan y Bob Dylan...
Bienvenido
Darío.
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