Un libro de relatos de
Vila-Matas se titula Nunca
voy
al
cine.
En
una
entrevista,
el
autor
lo justificaba, desde
Dublineses
(The
Dead,
1987;
John
Huston)
no
había
vuelto
a
sentir
la
necesidad
de
sentarse
en
un
patio
de
butacas,
aquello
le
pareció
insuperable.
No
deja
de
ser
una
boutade
pero
algo
así
me
está
pasando,
desde
Melancolía
(Melancholia,
2011;
Lars
Von
Trier)
incluso
los
estrenos
más
prometedores,
me
parecen
naderías
con
el
mismo
regusto
a
cenizas
que
el
pastel
de
carne,
su
plato
favorito,
le
dejaba
a
Justine
en
el
film
de
marras.
Sólo
una
vez
me
he
sentado
este
año,
codo
con
codo,
con
un
devorador
de
maíz
inflado.
Prometheus
(Ídem, 2012;
Ridley Scott)
obró
el
milagro.
¿La
razón?
Un
twit
del
gran
Aarón
Rodríguez,
en
el
que
hermanaba
a
2001
con
Lovecraft,
ahí
es
nada.
Y
lo
mejor
del
film
de
Scott
fue,
sin
duda,
la
sugerencia
de
Aarón.
Las
posibilidades
que
se
vislumbran
en
una
historia
formidable
resuelta
de
forma
pedestre.
Esperaba
una
cosmovisión,
¿quién
me
mandará
a
mí
esperar
nada?
Por
partes.
Es
lo
mejor
del
británico
desde
Blade
Runner (Ídem, 1982),
sí,
lo
que
no
es
mucho
decir.
Es
un
artefacto
narrativo
resultón,
ameno,
apasionante
por
momentos,
sí,
pero
convencional
y
sin
verdadera
ambición.
Cómo
decirlo,
se nos ofrece una miel que insinúa el
relato
fundacional
de
la
especie,
la
teodicea,
la
busca
del
sentido
de
la
vida,
el
problema
de
la
inteligencia
artificial,
pero apenas se nos pasa por los labios.
El espectáculo no está reñido con cierta dosis de ambición
discursiva Ridley.
Me
diréis
y
con
razón
que
hacía
falta
un Kubrick.
Un
verdadero
analista
cinematográfico,
aborda
el
espacio
textual
que
tiene
ante sí y
configura
un
texto.
Un
aficionado
o
analista
falsario
como
yo,
contempla
lo
posible,
lo
que
pudo
haber
sido
y
no
fue.
Pudo
haber
sido
2001
o
Solaris
y
no
le
llega
a
la
suela
de
los
zapatos
a
La
cosa (The Thing,
1982; John Carpenter).
Personajes
prometedores
se
quedan
en
nada,
situaciones
espléndidas,
se
malogran.
Y
al
final,
fuegos
de
artificio
en
vez
de
reflexión
perdurable
más
allá
del
primer
cigarrillo
que
le
dedicamos
a
la
cinta
tras
su
visión.
Alto
y
claro,
el
mayor
acierto
de
Scott
en
su
carrera
como
director
fue
apostar
por
los
diseños
de
Giger.
Eso
y
mostrar un
talento
innegable a
la
hora
de
iluminar
decorados,
los
contraluces
de
Alien (Ídem,
1979) y
Blade
Runner
marcan
un
antes
y
un
después
en
la
fotografía.
Si lo mejor de su obra siguen siendo aquellos tres primeros títulos,
es porque se trataba de grandes historias producidas por individuos
talentosos.
Cuando
Scott comenzó a impulsar sus propios proyectos, Legend.
Pues eso. Así que no
le pidamos
peras
al
olmo.
En
Prometheus
sólo
disfrutamos
de
Giger en la cueva del alien, porque
fuera, los decorados y la
luz
son planos
y
convencionales
La inventiva
visual
es nula, y su destreza
narrativas,
limitada.
Como
siempre,
vamos.
La
planificación
no
pasa
de
funcional.
Bien
es
cierto
que
las
tres
dimensiones
imponen
una
precisión
en
los
encuadres
y
una
duración
a
los
planos
insólitas
en
el
cine
comercial
de
las
últimas
dos
décadas,
de
lo
que
nos
beneficiamos
aquellos
que
gustamos
de
pasear
la
mirada
por
el
espacio
del
plano.
La
gestión
dramática
de
las
diversas
situaciones
paralelas
es
chapucera,
desganada.
Cómo
añoramos en este sentido a
un Nolan.
La
de
posibilidades
que
ofrecen
situaciones
de
interacción
donde
la
confianza
se
va
minando
a
medida
que
la
tensión
va
en
aumento.
Eso
se
adivinaba
en
Alien
y
era
el
alma
de
La
cosa.
Aquí
se
amaga
pero
no
se
chuta.
Adoro
a
los
barrocos
porque
incurren
en
la
sacrosanta
costumbre
del
rito,
magnifican
lo
habitual
y
alumbran
lo
excepcional,
lo
insólito.
La
secuencia de la resurrección
del
alienígena,
de
Dios,
del
contenedor
de
todas
las
respuestas
a
nuestras
preguntas,
¿no
hubiera
requerido
más
liturgia,
las
atmósferas
de
Ligeti
o
algo
así?
Pienso
en
Fincher
o
Snayder,
e
imagino
unas
configuraciones
espaciales
barrocas,
mayor
densidad
dramática
en
el
trazo
de
los
caracteres
y
profundidad
en
el paralelismo
entre
la
relación
creatura-creador
que
se
proyecta
en
la de alien-hombre,
y
hombre-réplica,
que
diera
la
clave
del
holocausto
planeado
y
pospuesto
en
la
previsible
secuela.
Sueño con una delirante y grotesca orgía de sangre a manos de
cefalópodos de doble mandíbula que desafíen la cordura de los
hombres. Fantaseo con ríos ácido molecular consumiendo tejidos y
estructuras.
¿No
está
un
poco
forzado
el
planteamiento
de
la
historia?¿No
os
parece
inverosímil
la
determinación
con
la
que
la
tripulación
de
la
nave,
compuesta
por
meros
figurantes
que
apenas
comparecen
a
lo
largo
del
desarrollo
de
la
trama,
se
inmolan
para
salvar
a
la
civilización?
Aunque
sea
un
lugar
común,
incluso añoramos
los
típicos
intereses
empresariales
que
malquistan
las
relaciones
de
los
personajes
y
hermana
a
los
hombres
con
los
monstruos.
Pero
ya
digo,
no me hagáis demasiado caso, soy
un
impostor
que
habita
en
las
fallas
de
lo
posible.
Lo
que
hay,
con
todo,
no
está
nada
mal.
En especial lo relativo al personaje de Michael Fassbender.
2012 ha sido el año de Michael Fassbender.
El replicante que encarna es un Hal-9000 antropomorfo, igual de
arrogante en una peligrosa toma de conciencia de sí, de lo que lo
distingue de su creador y lo eleva por encima de él, sin ocultar
cierto resquemor por deber su existencia y estar al servicio de un
divinidad tan mediocre.
En la auto-conciencia reside siempre el peligro.
En la mejor secuencia, en cuanto al diálogo, del film, desconcertado
por el empecinamiento humano de encontrar respuestas últimas, le
pregunta a uno de los científicos la razón por la que él fue
creado. La respuesta es devastadora: “Porque podíamos.”
En esa réplica lacónica y rotunda reside la clave del sentido de
la vida del hombre. Meros hijos de la posibilidad, somos tan
contingentes como la más humilde de nuestras creaciones, y amamos a
un dios dormido que sueña con destruirnos (bueno, eso es también el
Cristianismo)
Y
Shame (Ídem, 2011; Steve McQueen)
De nuevo Fassbender, en otro registro muy distinto.
El
alma rota clavada en los ojos de un Jung que no se había enterado de
nada en la conclusión de Un
método peligroso, ya
nos daba su talla como actor.
La espigada figura de aristócrata centroeuropeo embosca los pedazos
de la identidad perdida del hombre actual, un quién-coño-soy-yo se
insinúa de continuo tras la máscara de arrogancia y bufanda al
cuello que pasea Brandon por Manhattan.
Brando está al final del camino de una larga serie de personajes de
los que Rashkolnikov es el prototipo. Figura el drama del sujeto
cartesiano, reo de un solipsismo alienante que abre un hiato casi
insalvable con el mundo de los otros. La naturaleza de esa
certidumbre ha ido evolucionando desde el siglo XIX al XXI.
Bresson y luego Schraeder, explotaron el filón ensayando variantes y
aportando diversos matices contextuales que singularizaban a sus
personajes. Pero el fin era siempre el mismo, la formulación de esa
plegaria de acercamiento al otro que libera el alma, aunque el cuerpo
sea encerrado: “Qué extraño camino he tenido que recorrer para
llegar hasta ti”.
La
primera secuencia del film es un prodigio de síntesis visual, el
sujeto que logra superación de la duda metódica alcanzando una
primera certidumbre: follo,
luego existo,
meo, luego,
existo;
gozo, luego
existo.
Pero el que goza no soy Yo. El que quiere no soy Yo. “El Yo quiero,
no quiere”. Y el sujeto moderno deviene en mero conserje de sus
necesidades corporales, el sujeto trascendental constructor del
conocimiento, no pasa de ser una entidad vicaria de la Voluntad, Das
Es, y su único fin es servir a la pulsión, sin un propósito
ulterior.
Brando se ha creado un mundo perfectamente ordenado a base de excluir
la alteridad y cuidarse bien de no implicarse emocionalmente. Brandon
es un devoto cumplidor de las exigencias de su voraz Voluntad.
Brandon ha desterrado de sus fueros el conflicto que incuba la
empatía, se cuida mucho de no profundizar en exceso en sus
relaciones, porque cuando esto ocurre, la satisfacción ya no es
posible. Brandon es un eremita, y el cumplimiento del goce, un
sacerdocio que reclama vivir de espaldas al mundo y sus compromisos.
Brandon comienza siendo un depredador, calculador y eficiente, pero
ese mundo y esa naturaleza se conmueven con la visita de su hermana.
Primero, su intimidad se verá enojosamente invadida, liberar las
tensiones que le consumen requiere soledad y tiempo. Luego, atisba el
dolor de su hermana Sissy (Carey Mulligan), y empieza a sufrir por
ella, con ella.
Y
comienza el drama, un drama que podríamos denominar el nacimiento
del sujeto ético. Los signos del cambio van siendo patentes.
Si
hay una secuencia por la que el film será recordado es la
interpretación que hace Sissy de New
York, New York. Se
entabla un diálogo entre los dos hermanos y la propia letra de la
canción. Todo lo que debemos saber de Sissy está en los penachos
desprendidos de su voz, en las lágrimas que le arranca
trabajosamente a Brandon. El rostro de Fassbender deja traslucir, con
una economía gestual portentosa, las huellas de la batalla que se
libra ya en las fincas de su ser.
El
conato de relación con Marianne (Nicole Beharie) frustrada en lo
sexual por cuanto Brandon presiente la amenaza emocional, es el
segundo momento en la evolución del personaje, si bien en este caso
la solución al conflicto es fácil, follar con otra.
Dar
la espalda a Sissy es más complejo toda vez que la relación entre
ambos discurre por otros andurriales, no existe una solución vicaria
al problema que ella plantea, no es una mujer más, es una
singularidad irreductible, un fin en sí.
Algunos
han querido ver algo incestuoso en el trato de los hermanos,
personalmente creo que de haber sido así, no habría conflicto para
Brandon, la cosa está en que por primera vez se enfrenta a
“tensiones” a las que el orgasmo no puede dar respuesta.
El clímax es un prodigio de equilibrio narrativo y contención en el
que comienzan a solaparse diversos planos temporales en una suerte de
abolición de la sucesión en aras del la simultaneidad, la
temporalidad de la Voluntad anómica. Asistimos a una verdadera
Pasión donde se fustiga hasta la extenuación al hombre emergente,
Brandon es obligado a entregarse al frenético cumplimiento
penitencial del goce hiriente como castigo al desacato a lo largo y
ancho de la noche más oscura del alma que parece no tener fin.
Y al final, la mañana encontrará a un Brando roto, experto en el
magisterio del dolor. Si McQueen nos hubiera mostrado las palmas de
sus manos con las marcas de los estigmas, algunos lo hubieran juzgado
excesivo, puede que grotesco, yo lo hubiera aplaudido.
El sujeto ético ha nacido al reino de los fines, el otro ha dejado
de ser un medio, el imperativo pulsional deviene en imperativo
categórico. Brando ha recorrido un extraño camino para llegar a su
hermana, pero sabemos con Sartre, que el lugar al que ha llegado es
un infierno.
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