A aquel senador Aldrich,
a la sazón, yerno de Rockefeller que bajo su auspicio impulsó la
creación del Banco Central, le salió un pariente díscolo, la más
negra de las ovejas negras de aquel ilustre linaje de criminales, un
intelectual y además, de izquierdas, valga el pleonasmo.
De nombre Robert y de
oficio cineasta.
Robert gozó de cierto
renombre en Europa allá por los cincuenta, cuando los que reparten
carnés vieron en él a un autor progresista con mucho, mucho
compromiso. Una rara avis en aquel universo de glamour algo
acartonado o abiertamente obsceno tras la segunda matanza mundial.
Luego se le acusó de
vender su alma por tratar de sobrevivir buscando la taquilla. Pero la
verdad era que Robert llegó a tener que vender su compañía cuando
los palos le venía por venderse él. Robert es uno de los ejemplos
más apabullantes de lealtad, generosidad y valentía, que, para
empezar, trabajó con casi todos los escritores de la “lista
negra”.
Tras una década
irregular pese a contar con títulos tan notables como The Last
Sunset, The Flight of the Phoenix o
The Dirty Dozen, en los setenta resurge como uno de los
pocos dinosaurios que podían hacer sombra a la chavalada del Nuevo
Hollywood..
Aún hoy Aldrich no goza
de los favores y fervores de la crítica (esa meretriz que se
pretende bella) que sí tienen otros compañeros de generación como
Ray o Fuller. Muy lejos de los arrebatos líricos del primero y la
anarquía formal del segundo en su cine todo parece demasiado tosco,
con esa planificación de mampuesto rústico que se salta los
raccords con la alegría que
las niñas enseñan las braguitas.
Además, frente al
desarraigo de sus ilustres colegas que los reviste con el aura
romántica de los malditos y concita una simpatía inmediata, Aldrich
siempre sobrevive en la industria, gana su independencia y paga un
precio, con lo que no invita al relato que tanto gusta del perdedor
aplastado por el injusto sistema, ay.
Un excéntrico es lo que
fue y sigue siendo, un intempestivo que caminó por una tierra de
nadie durante cuarenta años, transitando por un buen número de
géneros, como Hawks y Walsh, un tipo de familia adinerada que tuvo
la rareza de querer dedicarse a un oficio de bohemios y arribistas,
que comenzó como ayudante de dirección de Chaplin, de Renoir, de
Losey, y al que Citizen Kane se
le
clavó
en
la
mirada.
La banda de
los Grissom
(The Grissom
Gang, 1971)
A
partir
de
los
setenta,
ya
sea
por
una
relajación
de
los
códigos
censores,
la
irrupción
de
los
cineastas
del
Nuevo
Hollywood,
un cambio de actitud en la audiencia, que nos hizo creer en la
madurez del respetable o
simplemente
a como consecuencia del
buen
tino
a
la
hora
de
elegir
proyectos,
el
caso
es
que,
como
le
ocurrirá
a
Fleischer,
comenzará
para él un
segundo período
dorado:
Too
Late
the
Hero
(1970),
Ulzana`s
Raid
(1972),
Emperor
of
the
North
(1973)
The
Longest
Yard
(1974)
y
Hustle
(1975),
se
cuentan entre lo mejor de la década en sus respectivos géneros.
Puede
que
La
banda
de
los
Grissom
sea
de
sus
grandes
películas
la
que
más
trabajo
me
ha
llevado
aquilatar
sus
méritos,
la
premura en su rodaje presta a su puesta en escena un desmaño que le
resta atractivo visual, la priva de su inventiva barroca, por contra,
una atmósfera grávida de sordidez y sangre seca potencian el
fatalismo del relato.
Adaptación
de
No
orchids
for
Miss
Blandish
(1939)
de
James
Handley
Chase,
se
trata
de
un
film
de
estructura
nada
obvia
que
se
aleja
del
esquema
tanto
del
personaje
central
al
que
la
peripecia
hace
evolucionar
según una variante del Bildungsroman
(Hustle),
como
el
que
le
era
tan
caro
del
enfrentamiento
entre
dos
hombres
(Emperor
of
the
North),
esquemas
que
a
menudo
confluían
(Too
Late
the
Hero,
Ulzana´s
Raid),
sin
poder
afirmar
tajantemente
que
ambos
modelos
no
comparezcan
aquí.
A
la
falta
en
la
narración
de
un
punto
de
vista
se
une
un
elenco
de
personajes
con
los
que
resulta
difícil
simpatizar.
La
propia
elección
del
reparto
busca
evitar
nada
parecido
a
anclajes
emocionales
en
una historia
que aglutina secuestros, investigaciones privadas y el público
ascenso seguido de la estrepitosa caída de la banda que titula el
film.
Al
drama
del
secuestro
de
la
antipática
Miss
Blandish
(Kim
Darby),
con
ecos
de la
formidable
The
Collector,
se
une
las
pesquisas
de
un
anodino
investigador
privado,
Fenner,
que
aparece
y
desaparece
como
el
Guadiana,
pero
que
al
final
resolverá
el
caso
y nos parecerá un buen tipo.
Por
último,
la
crónica
criminal
de
la
banda
dirigida
por
“Ma”
Grissom
(Irene
Darley)
y
“Slim”,
su
hijo
sietemesinos
(Scott
Wilson),
próxima
al
linaje
glorioso
de
los
Jarrett,
que se mantiene en un segundo plano.
No
se
nos
escapa
que Aldrich,
fiel
a
Handley
Chase
(recordemos
que
era
un
londinense
que
trata
de
emular
a
los
grandes
de
la
novela
negra),
parece
querer
fundir
todas
las
variables
presentes
en
el
la tradición canónica del cine
negro:
el
drama
criminal,
el
cine
de
gangsters
y
las
historias
de
detectives,
sin
olvidar
el
trasfondo
social
de
la
Gran
Depresión
al
que
vuelve
en
Emperor.
En
cualquier caso, la peculiar estructura del
film
se debe a que muestra
más
interés
por
la
descripción
de
personajes
y
ambientes
que
por
los
mecanismos
narrativos.
Así,
entre
secuencia
y
secuencia
transcurre
generalmente un
lapsus
temporal
y
unos
hechos
relevantes de
los
que
el
diálogo
da
cuenta
de modo incidental,
dejando
a
menudo
lagunas
que
el
espectador
habrá
de
rellenar
y lagos que permanecerán por siempre secos.
Cosas
de las prisas o abierta confianza en la inteligencia del espectador.
Esto
mismo se
reitera
en
el
trazo
oblicuo
de
los
personajes,
caracteres
desvaídos, nunca
completos
y
por
lo
mismo,
sujetos
al
cambio
que llega en el formidable tercio final, cuando el film adquiere la
temperatura de una obra importante.
Una
estúpida revelación precipita el desenlace,
las
balas
empiezan
a
silbar
y el rojo a teñir la pantalla. Entre
la
sordidez
de
ese
mundo
criminal
trufado
de
mezquindad
y
traiciones
míseras,
se
filtra
una
insólita
ternura,
un
lirismo
imprevisto
que
cita
el
film
con
el
mejor
Ray
y
el tan caro motivo
de
la
huida
desesperada
de
los
amantes
o
el
regreso
imposible
a
un
hogar
que
no
existe
para
ninguno.
La
banda
ha
sido
aniquilada
en
un
tiroteo
digno
de
Scarface
salpimentado
con
generosas
hemorragias
(hay
que
ser
honesto
en
la
representación
de
la
violencia
y
una
persona
tiroteada
no
compone
nunca un
hermoso
cadáver).
Slim,
por
vez
primera
huérfano
de
la
vigorosa
presencia
de
su
madre,
asume
su
destino,
está
dispuesto
a
morir
por
la
Blandish.
No
en
ya
vano
amenazó
a
su
progenitora
con
matarla
si
algo
le
ocurría
a
la
joven.
El
amor,
no
la
mera
lujuria,
no
el
mero
capricho,
hace
de
este
ser
disminuido
y
brutal,
un
hombre.
Slim
nunca
se
lleva
a
engaño,
es
muy
consciente
de
la
estrategia
de
la
Miss
y
los
motivos
que
la
han
llevado
a
abrirse
de
piernas.
Por
eso
no
ahorra
en
precauciones
cuando
la
lleva
su
nuevo
y
lujoso
cautiverio.
Pero
tampoco
pierde
la
esperanza
en
que
su
amor
la
haga
cambiar
de
parecer
y
llegue
el
día
en
el
que
no
sea
preciso
tapiar
las
ventanas.
El
joven
Scott
Wilson,
que
vive
ahora
una
gloriosa
ancianidad
gracias
a
de
The
Walking
Dead,
compone
admirablemente
su
personaje
entre
el
histrionismo
y
la
contención
(polos
en
los
que
se
debate
la
propia
puesta
en
escena
de
Aldrich),
medidas
explosiones
de
violencia
y
una
mirada
desvalida
que
clama
por
todo
el
amor
del
mundo.
La
piedad
nada
obvia,
como
nada
en
su
cine,
de
Aldrich
por
sus
criaturas
se
hace
evidente
en
los
minutos
finales.
Miss
Blandish
era
el
contrapunto
de
Slim.
Ella
jamás,
pese
a
su
condición
de
víctima,
se
nos
antoja
débil
o
desvalida.
Como
la
Temple
Drake
de
Sanctuary
(el
relato
de
Handley
Chase
es
posterior),
circunstancias
adversas
revelan
a
una
superviviente
nata
que
aprende
al
punto
el
valor
de
lo
que
tiene
entre
las
piernas.
Al
saber
que
sólo
Slim
puede
evitar
su
muerte
tras
el
pago
del
rescate,
se
entrega
al
joven
necesitado
de
diversiones
venéreas,
pero
también
de
un
afecto
menos
condescendiente
del
que
su
madre
le
procura.
Durante
la
huida
ella
se
sentirá
verdaderamente
querida
por un hombre y por primera quizá, también ella se ofrece
verdaderamente a ese amor.
Podemos estar
tentados
a
pensar
que
su
inclinación
pueda
ser
un
arrebato
romántico
al
ver
que
Slim
está
dispuesto
a
morir
por
ella,
una típica concesión al alma boba adolescente que sólo cree en un
amor hasta la muerte,
nada más lejos.
Cercado
por la policía, sin familia, sin hogar y habiendo cumplido el sueño
de sentirse querido, Slim se deja acribillar resignado, sin pesar ni
rabia. Demasiadas balas para un cuerpo tan menudo.
El
poderoso Mr. Blandish, conocedor ya de la intimidad de su hija con el
joven Grissom, la recibe con una muesca de asco, avergonzado por que
su hija haya manchado el buen nombre de la familia follando para
salvar la vida. Él quería el nombre de una mártir presidiendo el
pórtico del mausoleo de los Blandish y le devuelven una puta tirada
que espera su padre la tome entre sus brazos, como nunca hizo cuando
niña, le susurre ternezas al oído, le diga que todo va a ir bien,
que él está ahí y no debe tener miedo, que la quiere, que es su
hija y nada cambiará eso, que hay tiempo y es joven y todo se
olvida, y siempre, siempre estará a su lado. No temas niña mía.
Aldrich
congela la imagen sobre la mirada de Kim Darby, una mirada prendida
en el desconcierto, en la vergüenza, en el desafecto al ver que su padre
toma otro auto. Una mirada cautiva en un pasado que ya ha sepultado
su futuro. Una mirada que se clava más allá del dolor. El amor yace muerto sobre una polvorienta granja de
Kansas y ya nadie le volverá a llevar orquídeas.
Igual
que
Slim,
a Miss Blandish no
le queda un hogar
al
que
regresar.
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