viernes, 19 de julio de 2013

LA BANDA DE LOS GRISSOM





A aquel senador Aldrich, a la sazón, yerno de Rockefeller que bajo su auspicio impulsó la creación del Banco Central, le salió un pariente díscolo, la más negra de las ovejas negras de aquel ilustre linaje de criminales, un intelectual y además, de izquierdas, valga el pleonasmo.

De nombre Robert y de oficio cineasta.

Robert gozó de cierto renombre en Europa allá por los cincuenta, cuando los que reparten carnés vieron en él a un autor progresista con mucho, mucho compromiso. Una rara avis en aquel universo de glamour algo acartonado o abiertamente obsceno tras la segunda matanza mundial.
Luego se le acusó de vender su alma por tratar de sobrevivir buscando la taquilla. Pero la verdad era que Robert llegó a tener que vender su compañía cuando los palos le venía por venderse él. Robert es uno de los ejemplos más apabullantes de lealtad, generosidad y valentía, que, para empezar, trabajó con casi todos los escritores de la “lista negra”.
Tras una década irregular pese a contar con títulos tan notables como The Last Sunset, The Flight of the Phoenix o The Dirty Dozen, en los setenta resurge como uno de los pocos dinosaurios que podían hacer sombra a la chavalada del Nuevo Hollywood..
Aún hoy Aldrich no goza de los favores y fervores de la crítica (esa meretriz que se pretende bella) que sí tienen otros compañeros de generación como Ray o Fuller. Muy lejos de los arrebatos líricos del primero y la anarquía formal del segundo en su cine todo parece demasiado tosco, con esa planificación de mampuesto rústico que se salta los raccords con la alegría que las niñas enseñan las braguitas.
Además, frente al desarraigo de sus ilustres colegas que los reviste con el aura romántica de los malditos y concita una simpatía inmediata, Aldrich siempre sobrevive en la industria, gana su independencia y paga un precio, con lo que no invita al relato que tanto gusta del perdedor aplastado por el injusto sistema, ay.
Un excéntrico es lo que fue y sigue siendo, un intempestivo que caminó por una tierra de nadie durante cuarenta años, transitando por un buen número de géneros, como Hawks y Walsh, un tipo de familia adinerada que tuvo la rareza de querer dedicarse a un oficio de bohemios y arribistas, que comenzó como ayudante de dirección de Chaplin, de Renoir, de Losey, y al que Citizen Kane se le clavó en la mirada.

La banda de los Grissom (The Grissom Gang, 1971)




A partir de los setenta, ya sea por una relajación de los códigos censores, la irrupción de los cineastas del Nuevo Hollywood, un cambio de actitud en la audiencia, que nos hizo creer en la madurez del respetable o simplemente a como consecuencia del buen tino a la hora de elegir proyectos, el caso es que, como le ocurrirá a Fleischer, comenzará para él un segundo período dorado: Too Late the Hero (1970), Ulzana`s Raid (1972), Emperor of the North (1973) The Longest Yard (1974) y Hustle (1975), se cuentan entre lo mejor de la década en sus respectivos géneros.
Puede que La banda de los Grissom sea de sus grandes películas la que más trabajo me ha llevado aquilatar sus méritos, la premura en su rodaje presta a su puesta en escena un desmaño que le resta atractivo visual, la priva de su inventiva barroca, por contra, una atmósfera grávida de sordidez y sangre seca potencian el fatalismo del relato.

Adaptación de No orchids for Miss Blandish (1939) de James Handley Chase, se trata de un film de estructura nada obvia que se aleja del esquema tanto del personaje central al que la peripecia hace evolucionar según una variante del Bildungsroman (Hustle), como el que le era tan caro del enfrentamiento entre dos hombres (Emperor of the North), esquemas que a menudo confluían (Too Late the Hero, Ulzana´s Raid), sin poder afirmar tajantemente que ambos modelos no comparezcan aquí.
A la falta en la narración de un punto de vista se une un elenco de personajes con los que resulta difícil simpatizar. La propia elección del reparto busca evitar nada parecido a anclajes emocionales en una historia que aglutina secuestros, investigaciones privadas y el público ascenso seguido de la estrepitosa caída de la banda que titula el film.
Al drama del secuestro de la antipática Miss Blandish (Kim Darby), con ecos de la formidable The Collector, se une las pesquisas de un anodino investigador privado, Fenner, que aparece y desaparece como el Guadiana, pero que al final resolverá el caso y nos parecerá un buen tipo. Por último, la crónica criminal de la banda dirigida por “Ma” Grissom (Irene Darley) y “Slim”, su hijo sietemesinos (Scott Wilson), próxima al linaje glorioso de los Jarrett, que se mantiene en un segundo plano.
No se nos escapa que Aldrich, fiel a Handley Chase (recordemos que era un londinense que trata de emular a los grandes de la novela negra), parece querer fundir todas las variables presentes en el la tradición canónica del cine negro: el drama criminal, el cine de gangsters y las historias de detectives, sin olvidar el trasfondo social de la Gran Depresión al que vuelve en Emperor.
En cualquier caso, la peculiar estructura del film se debe a que muestra más interés por la descripción de personajes y ambientes que por los mecanismos narrativos. Así, entre secuencia y secuencia transcurre generalmente un lapsus temporal y unos hechos relevantes de los que el diálogo da cuenta de modo incidental, dejando a menudo lagunas que el espectador habrá de rellenar y lagos que permanecerán por siempre secos.
Cosas de las prisas o abierta confianza en la inteligencia del espectador.
Esto mismo se reitera en el trazo oblicuo de los personajes, caracteres desvaídos, nunca completos y por lo mismo, sujetos al cambio que llega en el formidable tercio final, cuando el film adquiere la temperatura de una obra importante.
Una estúpida revelación precipita el desenlace, las balas empiezan a silbar y el rojo a teñir la pantalla. Entre la sordidez de ese mundo criminal trufado de mezquindad y traiciones míseras, se filtra una insólita ternura, un lirismo imprevisto que cita el film con el mejor Ray y el tan caro motivo de la huida desesperada de los amantes o el regreso imposible a un hogar que no existe para ninguno.
La banda ha sido aniquilada en un tiroteo digno de Scarface salpimentado con generosas hemorragias (hay que ser honesto en la representación de la violencia y una persona tiroteada no compone nunca un hermoso cadáver). Slim, por vez primera huérfano de la vigorosa presencia de su madre, asume su destino, está dispuesto a morir por la Blandish. No en ya vano amenazó a su progenitora con matarla si algo le ocurría a la joven. El amor, no la mera lujuria, no el mero capricho, hace de este ser disminuido y brutal, un hombre. Slim nunca se lleva a engaño, es muy consciente de la estrategia de la Miss y los motivos que la han llevado a abrirse de piernas. Por eso no ahorra en precauciones cuando la lleva su nuevo y lujoso cautiverio. Pero tampoco pierde la esperanza en que su amor la haga cambiar de parecer y llegue el día en el que no sea preciso tapiar las ventanas.
El joven Scott Wilson, que vive ahora una gloriosa ancianidad gracias a de The Walking Dead, compone admirablemente su personaje entre el histrionismo y la contención (polos en los que se debate la propia puesta en escena de Aldrich), medidas explosiones de violencia y una mirada desvalida que clama por todo el amor del mundo.
La piedad nada obvia, como nada en su cine, de Aldrich por sus criaturas se hace evidente en los minutos finales.
Miss Blandish era el contrapunto de Slim. Ella jamás, pese a su condición de víctima, se nos antoja débil o desvalida. Como la Temple Drake de Sanctuary (el relato de Handley Chase es posterior), circunstancias adversas revelan a una superviviente nata que aprende al punto el valor de lo que tiene entre las piernas. Al saber que sólo Slim puede evitar su muerte tras el pago del rescate, se entrega al joven necesitado de diversiones venéreas, pero también de un afecto menos condescendiente del que su madre le procura.
Durante la huida ella se sentirá verdaderamente querida por un hombre y por primera quizá, también ella se ofrece verdaderamente a ese amor. Podemos estar tentados a pensar que su inclinación pueda ser un arrebato romántico al ver que Slim está dispuesto a morir por ella, una típica concesión al alma boba adolescente que sólo cree en un amor hasta la muerte, nada más lejos.

Cercado por la policía, sin familia, sin hogar y habiendo cumplido el sueño de sentirse querido, Slim se deja acribillar resignado, sin pesar ni rabia. Demasiadas balas para un cuerpo tan menudo.
El poderoso Mr. Blandish, conocedor ya de la intimidad de su hija con el joven Grissom, la recibe con una muesca de asco, avergonzado por que su hija haya manchado el buen nombre de la familia follando para salvar la vida. Él quería el nombre de una mártir presidiendo el pórtico del mausoleo de los Blandish y le devuelven una puta tirada que espera su padre la tome entre sus brazos, como nunca hizo cuando niña, le susurre ternezas al oído, le diga que todo va a ir bien, que él está ahí y no debe tener miedo, que la quiere, que es su hija y nada cambiará eso, que hay tiempo y es joven y todo se olvida, y siempre, siempre estará a su lado. No temas niña mía.

Aldrich congela la imagen sobre la mirada de Kim Darby, una mirada prendida en el desconcierto, en la vergüenza, en el desafecto al ver que su padre toma otro auto. Una mirada cautiva en un pasado que ya ha sepultado su futuro. Una mirada que se clava más allá del dolor. El amor yace muerto sobre una polvorienta granja de Kansas y ya nadie le volverá a llevar orquídeas.







Igual que Slim, a Miss Blandish no le queda un hogar al que regresar.





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