“But I'll know
my song well before I start singing”.
Robert Zimmerman
En
ocres noches otoñales, entre volutas de Lucky y disturbios de Absolut, solía
sentenciar aquello de: el Nobel se quedará sin Bergman, sin Cohen y sin Bob Dylan.
Tres maestros de la palabra, aunque se nos acerquen por canales distintos de
aquellos que consideramos “literarios”. Tres
maestros de la palabra que habitan en cada uno de los ricones de nuestro zaguán
lleno de palabras, palabras, palabras.
Solía
decir, hasta hace un par de mañanas. Bien, por suerte el Nobel ha rectificado.
Hasta donde le ha sido posible. Sin embargo, a mi entusiasmo inicial, el
aplauso rabioso por la valentía de la Academia en premiar a un escritor/músico/cineasta/pintor
que se erigió en una de las figuras más importantes de la cultura popular de la
segunda mitad del siglo XX, ha seguido una cierta indefinible sensación que se
reparte entre el cabreo y la tristeza (a medida que el tiempo pasa, prevalece
la segunda), consecuencia de una casi unánime reacción poco o nada favorable.
Pues
bien, al poco edificante impulso inicial que me puso ante el anatema o el
insulto como respuesta visceral a la monótona batería de argumentos esgrimidos
para descalificar la elección, en muchos casos, desde una condescendencia
bochornosa, sigue el más sensato y provechoso intento de comprender las causas
por las que desde diversos estamentos (el “intelectual”, las redes, el café del
recreo con los compañeros), la incredulidad, el estupor o la hilaridad son la
nota dominante.
1.
Entre un público, digamos, poco o nada lector, el término “literatura” se
asocia a una labor críptica, hermética, propia de iniciados, perdida para
siempre en lejanos pupitres de los años del BUP; actividad
llevada a cabo por señores serios y solemnes, que necesariamente se plasma en
negro sobre blanco, y su producto, fatalmente se destina a ocupar algún estante
del salón. Sin embargo, que la palabra en cuestión se asocie a alguien que
desempeña una actividad cercana, “cotidiana”, como la música o el cine, se
interpreta de dos modos. O bien no hay nadie mejor dentro del primer grupo, en
cuyo caso la chanza está servida. O bien, lo señores del jurado se excedieron
con los licores digestivos luego de la reunión y antes del voto. En cuyo caso,
la chanza está servida.
Lo
triste es que, el intento de premiar una forma de expresión literaria popular,
sea zaherida por sus propios receptores, el populus,
quién más que nadie debiera apreciar que la Academia descienda a pie de escenario.
Sería fácil domiciliar la causa de lo anterior a la falta de conocimiento de
las letras de Dylan (ignorancia del idioma, carencia del instrumental
adecuado para descodificarlas, etc.) O simplemente, porque no interesa. Porque Dylan
lleva décadas sin pertenecer a la cultura popular más que nominalmente. Porque
a Dylan se le escucha más entre un público lector que entre el gran público
consumidor de Pop Music.
Esto
sería lo fácil. Y esto fácilmente podría ser visto como un desliz por mi parte
en la tan frecuente falacia ad hominem.
Por eso, apunto otra razón más aviesa, más plausible: el gran público es
conservador y se desprecia, desprecia sus diversiones y necesita el modelo
inconmovible, el espejo deformante de la alta cultura que refleje el légamo de
la ciénaga donde nada gustoso. Todo acercamiento de este mundo heterogéneo y prestigiado a
la bullanga y jaleo que delimita su agitación febril, revierte paradójicamente
en un desprecio hacia aquel. El mismo desprecio del que se sienten objeto los
miembro (auto)excluidos de la alta cultura, es devuelto con el acuse de recibo
de una mueca babeante y simiesca de hilaridad. Así lo he visto repartido por
memes y fronteras.
2.
Entre un público, digamos, lector, realidad nada homogénea que abarca desde el
lector noctívago de almohada y beselers,
al lector académico de papers y actas, o el lector heterodoxo y voraz; entre
este público, digo, encontramos con previsible monotonía, las siguientes
reacciones.
El primero arquea las cejas tratando de dar expresión al estupor: “un cantante Nobel de literatura. UN CANTANTE”. Este sujeto suele ser el mismo que, aunque carece de las competencias para bucear en un Quevedo, un Joyce o un DFW, prefiere siempre la novela a la película. El segundo, arruga el ceño erudito luego de dejar las gafas de pensar de cerca sobre el María Moliner. Él prefería al poeta palestino o al ensayista kazajo, escritores de raza y no un señor que, por buenas canciones que haga, no es Dylan (Thomas). Y ríe su propia ocurrencia ante el busto de San Isidoro de Sevilla. Entre los que considero del tercer grupo, lectores sin género, ni destino, ni método, más proclives al disfrute de una amplia variedad de manifestaciones artísticas y al pensamiento de todos los códigos sin una jerarquía concreta, he leído casi de todo. Aunque por lo general, con veredicto favorable. Aunque, por general, con un cierto manifiesto complejo a pronunciarse.
El primero arquea las cejas tratando de dar expresión al estupor: “un cantante Nobel de literatura. UN CANTANTE”. Este sujeto suele ser el mismo que, aunque carece de las competencias para bucear en un Quevedo, un Joyce o un DFW, prefiere siempre la novela a la película. El segundo, arruga el ceño erudito luego de dejar las gafas de pensar de cerca sobre el María Moliner. Él prefería al poeta palestino o al ensayista kazajo, escritores de raza y no un señor que, por buenas canciones que haga, no es Dylan (Thomas). Y ríe su propia ocurrencia ante el busto de San Isidoro de Sevilla. Entre los que considero del tercer grupo, lectores sin género, ni destino, ni método, más proclives al disfrute de una amplia variedad de manifestaciones artísticas y al pensamiento de todos los códigos sin una jerarquía concreta, he leído casi de todo. Aunque por lo general, con veredicto favorable. Aunque, por general, con un cierto manifiesto complejo a pronunciarse.
Así
las cosas, se hace preciso elaborar un diagnóstico. Pero antes recogo una duda:
alguien puede legítimamente objetarme si no me planteo por un instante la posibilidad
de que mi postura sea equivocada y me esté dejando llevar por mu pasión
dylaniana, y la Academia haya menospreciado la obra de Roth, Kundera, Handke
(lo de Murakami sí que me parece un chiste) y hecho un guiño facilón a la
cultura popular, en cuyo caso, la ola de desconcierto concretada en diversas
reacciones, estaría más que justificada. A esta objeción, respondo con el
diagnóstico anunciado, dando por sentado que, para cualquiera que haya
escuchado y leído las letras de Dylan (obvio su novela Tarántula, bastante mediocre), primorosamente editadas hace unos
por Alfaguara, tiene noticia de la riqueza temática, la variedad tonal que transita por el lirismo,
el tono elegíaco, la ironía, el humor ácido, burlón, absurdo, surrealista, o la
lucidez y el desgarro, repartidos en una imaginería de gran plasticidad a
lo largo y ancho de sus 1200 páginas. Pero vayamos con el diagnóstico prometido.
Parte
del problema, pienso, habita en el prejuicio (en sentido hermenéutico) que gira
en torno al concepto mismo “Literatura”. Concepto difícil de definir…o
extremadamente fácil. No resultaría demasiado arduo compilar un par de cientos
de definiciones. En cualquier caso, tengo la impresión que el lector espera siempre
le definan de antemano el texto que recibe, para leerlo en un sentido u otro.
No hace demasiado, alguien me decía que desconfiaba de la calidad de lo publicado
en un blog. ¿Su argumento? Cualquiera podía hacerlo, no había “filtros”. Es
decir, el blog, por ser un formato, digamos, “democrático”, accesible, gratis,
es sopechoso, poco serio. Y así, debemos recibir su contenido. Parece ser que,
la calidad del texto en cuestión, es asunto del que este lector (y tantos otro)
se desentiende. Prefieren delegar su criterio en esa figura ambigua que es el
editor. Sabemos que hay editores excelentes, magníficos lectores. Y también hay
editores amigos de sus amigos. Hay editores amigos de la co-ediciones,
subvenciones, etc. El criterio editorial es oscilante y se ve sometido a
múltiples variables, ergo, el lector mismo debe o debería erigirse en último “filtro”.
De
igual modo, el receptor (culto, semiculto, semi-analfabeto funcional, etc.) se
muestra predispuesto a tratar como literario un texto impreso antes que uno en
formato digital. Algo parecido ocurre con los guiones cinematográficos (que
alguno se edita) o canciones de los llamados canta-autores (Waits, Cohen,
Sabina). En este caso, el texto se recibe en su provisionalidad como pretexto
para hacer música, construir imágenes, nunca algo autónomo, amén de ser manifestaciones
de un arte popular al que el lector “serio” se acerca desde una curiosidad
condescendiente durante su tiempo de ocio. “Literatura”, dice, son palabras mayores, y tolera mejor que
el galardón vaya a parar a un escritor mediocre que a un elemento foráneo, un
sujeto ajeno al Parnaso.
Y
yendo más allá, vemos como todo gira en torno a la consabida cuestión de las
fronteras entre “alta cultura” y “baja cultura pop”, frontera sujeta a épocas y
convenciones pero que parece ser, importa delimitar, como si no fuera posible
habitar un único espacio donde Sófocles se dé la mano con Tarkovski (según
aquella lógica, el ruso es un artista pop: frecuenta un arte de masas), o Proust
con Nick Cave, y todos asistan al enlace entre Shakespeare y Andy Warhol.
En este punto, alguien podría objetar, con razón, mi querencia por Harold Bloom y su teoría del canon, teoría que tengo por una foto fija del estado de la cuestión en un periodo determinado, nunca un arquetipo inamovible, algo que sería absurdo, sino sometido a revisión, y que gestos como el de la Academia, flexibiliza. La reacción de Bloom contra los excesos de los cultural studies necesariamente reviste su obra de un enfático dogmatismo, cuando su alcance real no pasa de ser una propuesta transitoria, nunca una impugnación de las tesis más fundadas de aquellos, solo una necesaria puesta en cuestión que nos ha servido infinidad de veces de guía de lectura.
En este punto, alguien podría objetar, con razón, mi querencia por Harold Bloom y su teoría del canon, teoría que tengo por una foto fija del estado de la cuestión en un periodo determinado, nunca un arquetipo inamovible, algo que sería absurdo, sino sometido a revisión, y que gestos como el de la Academia, flexibiliza. La reacción de Bloom contra los excesos de los cultural studies necesariamente reviste su obra de un enfático dogmatismo, cuando su alcance real no pasa de ser una propuesta transitoria, nunca una impugnación de las tesis más fundadas de aquellos, solo una necesaria puesta en cuestión que nos ha servido infinidad de veces de guía de lectura.
Y
al final, todo gira en torno esa espinosa pregunta de cuya respuesta queremos, unos y otros, apropiarnos: ¿Qué es literatura?
Creo
que la Academia ha dado un paso de gigante en ambos sentidos. También creo que
no le va a salir gratis. Pero creo firmemente que en pocos meses los perros
dejarán de ladrar y solo nos quedará el reconocimiento a un talento excepcional.
Como dice Cohen hoy en una entrevista a propósito de su último disco: “Para mi
es como ponerle una medalla al monte Everest por ser el más alto del mundo”.
No
voy a recordar la dimensión de la figura de Dylan o defender las virtudes de su
escritura, los que lo conocen bien, lo saben. Los que no, que sigan a lo suyo. Pronto
se aburrirán: "...it's alright, Bob,
it's life and life only”
En
todo caso, superada la tristeza a la que aludía antes, merced a la virtud
medicinal de la escritura, supongo, me reafirmo, hace dos días se rompieron
muchos diques. El año en que David Bowie nos dejó, el otro gigante, es
reconocido con un galardón que mira al futuro.
El
tiempo lo dirá. Ahora me quedo con unos versos donde cabe el mundo: “The harmonicas
play the skeleton keys and the rain/ and these visions of Johanna are now all that remain.”
Si
esto no os parece literatura, y de la buena, decidme.