martes, 29 de marzo de 2011

GINOCIDIO: ANTICRISTO






El mal fue prestigiado en el Romanticismo como una entidad refractaria a la sumisión y al asentimiento hacia un poder despótico en una nueva versión de la clásica rebeldía prometeica. Así, el ángel caído, aquel que prefirió reinar en el infierno a servir en el cielo, es significado durante la resaca revolucionaria, como epítome del nuevo hombre que está poniendo patas arriba el viejo orden estamental. Esta visión benévola del diablo arraigó y prosperó en el descreimiento irreverente del siglo XX para el que la subversión de boquilla fue siempre tan cara y la mofa de lo establecido, que no su derribo, expresión de una naturaleza nihilista, hedonista, huérfana de referente ideológico. Ahora la rebeldía se domicilia en las drogas, el sexo y el rock and roll y luego nos volvemos a casa que hay partido. El demonio es un travieso fauno que canta alegre en la popa las delicias de un hedonismo de bajos vuelos y promociona una irreverencia acomodaticia de mesa camilla, siempre propicia a simpatizar con un amplio público.
Sin embargo, en la última década, primera del nuevo milenio, acaso porque presentimos, más allá de profecías precolombinas, el final cercano, el demonio ha recuperado en su faz más siniestra, sus raíces semíticas (Belial, Azazel), los atributos que lo erigieron como representación icónica del Mal. Y el Mal no es más que una abstracción, un símbolo de todo aquello que no conviene a nuestra naturaleza, lo que no afirma nuestra voluntad de poder, lo que desliga las fuerzas de sus potencias, de su querer.
El exorcismo de Emily Rose (The exorcism of Emily Rose, 2004) de Scott Derrickson y El exorcista, el comienzo (Dominion, 2004) de Paul Schrader, dentro de la tradición católica, conciben el mal como una potencia degradante de la dignidad humana, destructiva, aniquiladora, enemiga de la vida, que promociona el sufrimiento, genera el caos y condena a la muerte, sin embargo, tolerado por Dios para poner a prueba la determinación del hombre en la ardua empresa de la salvación de su alma, como mal necesario.
David Lynch a partir de Fuego, camina conmigo (FIRE, walk with me, 1993) dispensa una visión del mal ontológica[1] , no religiosa, concebida como la quiebra de los tres principios de la lógica aristotélica, basamento del pensamiento racional, y la proliferación de los simulacros[2]. Inland Empire, irónicamente, su obra más hermética es la que ofrece la clave para interpretar su peculiar universo[3].
Y así llegamos a la última obra de Lars Von Trier, Anticristo (Anticrihst, 2009) donde el diablo era mujer, o al menos su devota sacerdotisa, la bruja de toda la vida. El punto de partida de la película es la dramatización del “trabajo de duelo”, doloroso pero necesario tras la pérdida del objeto de deseo por parte del yo. El peligro de sucumbir a la melancolía y, por tanto, a que se produzca la escisión en su seno y que el yo dirija la ira hacia sí mismo y opte por el suicidio como solución al nudo gordiano, es manifiesto. Y no obstante, el sentimiento de culpa, pábulo de la creencia en la posesión diabólica, permanece incólume, en un sorprendente giro por parte de un cineasta que pese a sus nada caprichosos devaneos con el misticismo[4], no era lo más esperable, descubrimos que el personaje de Charlotte Geinsbourg, no es ningún sentimiento de culpa lo que la lleva a considerar que hay algo diabólico en su naturaleza y, por extensión en la de toda mujer, en lo femenino como ente, sino una evidencia que contraviene todo principio racional e impulso terapéutico de su marido (William Dafoe). Von Trier llega a mostrarnos un plano “objetivo” en el que resulta manifiesto que la negligencia que ocasiona la tragedia no es tal. La misoginia con que de sólito es tachado el film no es más que un eco de la tradición reconvertida en lugar común o tópico del género fantástico, luz a la que, en mi opinión, hay que ver el film del danés, toda vez que la ambigüedad queda abolida por mor del referido plano. La posibilidad de que el marido se “contagie” de las fantasías de su mujer es improbable y la sospecha de que ella sea malvada se torna en certeza a partir de la evidencia de que calzaba a su hijo deliberadamente mal para dañarle.
El icono del film, el coito al pie del árbol de cuyas raíces emergen una serie de brazos humanos, nos remite a la tradición del subgénero de brujas[5], asunto de la tesis en la trabajó el verano anterior cuando estuvo en Edén en compañía del pequeño y las cosas empezaron a cambiar entre ella y el resto del mundo. Durante la terapia sale a colación el tema de la tesis y el reproche dirigido al marido de menospreciar su trabajo y postergarla en aras de su egolatría, reproche unánime a todo el sexo femenino. El detonante de la violencia es el temor al abandono, miedo conjurado de forma nada sutil y harto dolorosa.
El film es una indagación en la naturaleza del mal domiciliado en la fuente generadora de vida, la mujer, ministra de la naturaleza que, sin embargo, se rebela contra ella provocando el hiato que torna hostil la relación entre ambas. El acto que la condenó al exilio de Edén, que torna el paraíso en un infierno bajo sus pies es naturalmente el parricidio, acto contranatura que tiene su eco en las mutilaciones y torturas a los animales (los tres mendigos). La naturaleza es nombrada por ella como “iglesia de Satán”. La pareja primigenia es incapaz de recuperar su paraíso en Edén. El árbol de la ciencia no es más que un tronco podrido cautiverio de las brujas que injuriaron su naturaleza fértil y la trocaron por otra homicida. El vínculo de la naturaleza femenina con la naturaleza esta herido pero no roto, como nos muestra el momento en el que con un grito llama al granizo.
Con la muerte de la bruja se reestablece el orden, se liberan las almas cautivas, se revoca la condena y la naturaleza asiste al mendigo.


http://cinedivergente.com/ensayos/especiales/estados-alterados/trastornos-mentales-la-hora-del-lobo



[1] Ver mi artículo “La morfología del mal”, publicado en este mismo blog (mes de marzo, 2011)
[2] Deleuze, La lógica del sentido.
[3] En los primeros compases de la historia el personaje interpretado por Grace Zabriskie relata una historia en la que un niño sale a la calle y el sol proyecta su sombra, en ese preciso instante nace el mal.
[4] Rompiendo las olas (Breaking Waves, 1996)
[5] La tutora de William Friedkin, comienza con el personaje ofreciendo el sacrificio de un bebé a un siniestro árbol.

jueves, 24 de marzo de 2011

LA MORFOLOGÍA DEL MAL

                                                        
                                                                     
Para el racionalista el mal no es una entidad positiva[2], se trata de una falta de adecuación entre el pensamiento y el mundo, una contravención de las leyes lógicas. Si bien, desde un punto de vista religioso es admisible lo malo  en relación con el individuo que cede puntualmente a la tentación haciendo un uso erróneo de su libre albedrío, la redención siempre será posible; basta con desearla. Se trata de un estado transitorio de privación de la Gracia, y por ende, reversible. Acaso, en el Postrer Día, incluso el Ángel Caído sea salvado.
El cogito cartesiano, cifra de la razón imperiosa como primera certeza y última realidad,  sucumbirá a la caótica voluntad schopenhaueriana, caracterizada por un ciego apetecer y la anomia más absoluta, comprometiendo fatalmente la presunta ecuación entre lo real y lo racional, y a la postre, ya en la obra de Nietzsche, la estructura logocétrica y jerárquica de la propia metafísica.
La Buena Nueva de Zaratrusta[3] nos anuncia que no hay referente último alguno  al que proar la razón, garante de su infalibilidad. Nos desvela el mito del mundo verdadero[4], sin conceder al aparente y contra las ideas positivistas, el estatuto de real, es tan solo un teatro por el que deambulan máscaras, personae, impostores, simulacros, que como virus, se multiplican sin cuento. No hay hechos, tan solo interpretaciones. Haciendo una traducción moral de este aserto epistemológico, entramos en los predios del Mal.
Sin embargo, ya en el siglo XX, algunos artistas deciden invertir los términos, conciben un mundo en el que el Mal es la premisa, sobrepujando el ámbito moral al que se viera restringido por el indiscutido imperio del Bien, con una formulación ontológica. Lovecraft, Bataille o Klossowski[5] en literatura y David Lynch en el cine, son los máximos exponentes de esta tendencia que recrea un mundo en el que la unidad cede ante la pluralidad, la razón claudica ante la locura, la identidad se disuelve, en fin, que Cronos termina por devorar a Júpiter  a despecho de la versión oficial.
Trataremos de ver como estos elementos informan el más hermético y hermoso film  hasta la fecha de David Lynch, Lost highway (1997)
   
La película comienza con el sonido de una voz que a través de un telefonillo que anuncia a Fred Madison (Bill Pullman) que Dick Lorant está muerto. Hecho, por de pronto nimio y sin consecuencias inmediatas, ya que inicialmente son las sospechas fundadas de la infidelidad de su morena mujer, Renné (Patricia Arquette) lo que acapara su interés y el del espectador.
 Cuando ésta sea asesinada, presuntamente por él, presuntamente en respuesta a sus devaneos venéreos, mientras aguarda en la cárcel el cumplimiento de su sentencia de muerte, desaparece de la celda en que se halla. Su lugar lo ocupa inexplicablemente un joven mecánico sin causas pendientes con la justicia, Billy (Balthazar Getty).
 Una vez que sea liberado y de vuelta al taller donde trabaja, recibe la visita de Dick Lorant (Robert Loggia), cliente habitual y conocido gángster, reclamando una puesta a punto para su Mercedes. Le acompaña una hermosa rubia, Sally (Patricia Arquette) con la que Billy no tendrá dificultades para emprender una peligrosa relación.  Cuando el señor Lorant tenga conocimiento de ello, la pareja de amantes tratará de huir de la ciudad, no sin antes robar unas joyas de las que cierto perito que tiene su guarida en pleno desierto, se hará cargo.
En la nocturna aridez de la guarida del perito, de nuevo Fred usurpa la identidad de Billy. En un motel de carretera llamado “Lost highway”descubrirá que es  con Lorant, con quién su morena y rediviva esposa le engañaba y procederá a tomar venganza, esta vez en el amante. A la mañana siguiente, qué es la mañana primera con la que se inicia el relato, se allegará a su casa, llamará al telefonillo y se dirá a sí mismo: “Dick Lorant está muerto”.
Hemos omitido la aparición la unas misteriosas cintas de video en casa del matrimonio Madison en los inicios del film, que ofrecen, la primera de ellas, una vista panorámica del exterior de  su casa, para después y en entregas sucesivas, ir registrando grabaciones del interior, hasta que, por último, recojan el asesinato de Renné, a manos de su marido. Es destacable de igual modo la presencia de un siniestro personaje innominado y de resonancias mefistofélicas (Robert Blake), presumiblemente responsable de tales grabaciones y decididamente vehículo de la venganza de Fred, quedando implícita la posibilidad de un pacto tácito entre ambos: “No suelo acudir a donde no he sido invitado”, le dirá a aquél la primera vez que se encuentran, pero ¿es realmente la primera?
          Con este somero esbozo del laberíntico argumento, disponemos de suficientes motivos para analizar el modo en que el genio de Lynch configura una genuina morfología del mal desde una perspectiva ontológica[6], no psicológica o moral.
Los elementos que urden trama y los personajes son reconocibles dentro del universo de la novela negra y del film noir: los temas del adulterio y su corolario, el crimen como ejes vertebradores de sendas tramas; el músico de jazz, el gángster, la chica del gángster y el lacayo desleal, el robo de las joyas que hace de la pareja de amantes fugitivos unos improvisados Bonnie y Clyde que huyen en plena noche y, por último, la presencia testimonial de la policía, tan inoperante e intempestiva como siempre.
  Es propio del cine negro más clásico, ensayar estructuras temporales discontinuas, en flash-backs. Out of Past (1947) de Jacques Tourneaur o The killers (1947) de Robert Siodmack, son ejemplos paradigmáticos, donde la linealidad de la historia se quiebra con fines dramáticos.
            Lost Highway, aunque tributaria de esta tradición trata no de superarla, sino pervertirla, viciarla en sus fundamentos. Propone una estructura narrativa disyuntiva, i.e., la historia se bifurca no como un mero recurso narrativo sino como un atributo esencial de un mundo de simulacros y dobles. Si la disyunción convencional está ligada a exclusiones, ofrece un uso limitativo de la realidad estable de que deriva, en el giro perverso que propone Lynch siguiendo la tradición posmoderna, a cada cosa se le puede atribuir un número infinito de predicados, que es lo mismo que decir que nada puede afirmarse de ellas. El personaje de Lorant ejerce de amante engañado y a la vez, engañador; de igual modo, el intercambio de identidades entre Fred y Billy, conlleva una mudanza del mismo jaez, el primero era el marido engañado y el segundo será  amante de la chica de Lorant.
         Pero serán los personajes encarnados por Patricia Arquette, Renné y Sally, la máxima expresión de la idea de la infidelidad sexual como trasunto de la infidelidad identitaria a nivel ontológico. La persistencia del mismo rostro, a despecho del cambio cromático del cabello, y del mismo rol, persevera en el adulterio en ambos casos, sugiere una naturaleza diabólica, desencadenante del conflicto dramático y de la quiebra del precario orden de lo real. No es casual que en la casa del desierto se funda con el personaje ignoto que interpreta Blake.
           Junto a los motivos disyuntivos estructurales y dramáticos, encontramos en la película diversos elementos que coadyuvan a la dispersión y destrucción de lo óntico. Son los puntos de divergencia, las líneas de fuga.
           Inicialmente el protagonista escucha una voz, la suya, que le anuncia el consabido mensaje mortuorio, más adelante recibirá una serie de videos  que  muestran sucesivamente la fachada de su casa, el interior de la misma y su nefando crimen. Renné le referirá un sueño en el que ella recorre la casa requiriéndolo, pronunciando su nombre. Por último, antes de consumar el luxoricidio, Fred contemplará ensimismado el reflejo de su rostro en un espejo.
      El telefonillo desdobla a Fred a partir de su voz, el reflejo del espejo ofrece a su mirada otro Fred,  así como el sueño de Renné: no es el mismo el Fred  que comunica el mensaje, que el que habita en el  espejo o la ausencia  que  Renné reclama, son sendos fantasmas que disuelven su identidad, su yo deja de ser un referente, es interpretado por los objetos que multiplican su voz o su imagen, por el inconsciente de su mujer que lo nombra.
           Los simulacros  multiplican la realidad hasta el vértigo o la nausea, urden referentes paralelos que invaden y anulan el primigenio en virtud de su potencial hermenéutico, destruyendo su unidad referencial y, por ende, su identidad. Sin embargo, cada simulacro aspira a detentar el estatuto de intérprete privilegiado: Fred no tendrá un recuerdo directo del asesinato de su mujer, lo verá en el vídeo. Cuando esto ocurra, el crimen habrá acontecido, la imagen, el simulacro, deviene realidad.
Ante la pregunta de un policía acerca de si tiene cámara de vídeo, Fred responderá categóricamente: “No. Prefiero recordar las cosas a mi manera, no necesariamente como ocurrieron”. Acaso ya presentía el peligro de multiplicar la realidad;  las imágenes, las resonancias, los reflejos, incluso los sueños, la vampirizan de igual modo que ocurría en El retrato oval de Poe.
La escala platónica de realidades que se refería en La República[7], que descendía desde las Ideas contempladas por la razón, con su plenitud ontológica, hasta las sombras y reflejos de la realidad aparente, meras ilusiones o engaños inducidas por los sentidos, sobre la que versa el Mito de la caverna, fue derogada por Nietzsche, con la desalentadora o liberadora conclusión de que todos son sombras, no hay salida posible de la gruta en la que permanece confinado el sujeto cognoscente. El dualismo reconfortante de antaño, garante de la razón, se ve suplantado por el desquiciante pluralismo de hogaño, inductor de la locura.
Desde un punto de vista psicológico puede afirmarse que la película es un retrato de la esquizofrenia. Teológicamente podemos sentenciar que nos hayamos en un mundo regido por el Anticristo. Si los atributos del Ser parmenídeo, como quedó apuntado, eran, entre otros la unidad, la identidad consigo mismo, y en el giro moral que le imprime Platón, el Bien, en cualquier caso, garante del conocimiento en virtud de la consabida ecuación entre el Ser y el conocimiento, y en última instancia, de la cordura, ahora, en presencia de los fantasma del Ser, que son legión, en ausencia del Dios finado de Nietzsche, la unidad deviene pluralidad, el Bien claudica, la razón marra, el sinsentido es la norma, Mefisto impone su no-ley. No es casual, por tanto, que la figura de  ribetes luciferinos mencionada más arriba, persiga a Fred con su cámara de video, enarbolándola como un arma, otorgándose la autoría de las grabaciones del principio, de la quiebra de la univocidad de lo real que pierde su condición de referente, de la caída de Fred, la disolución de su identidad y la entrada en el círculo infernal de la insania de donde no hay salida. On deranged  canta Bowie durante las secuencias de los créditos al comienzo y término del film, cuando la serpiente se muerde la cola.
Esta estructura circular evoca la idea del eterno retorno nietzscheano; no obstante, nunca de lo idéntico (recuérdese todo lo que se ha venido diciendo acerca de la quiebra del principio de identidad). Ello se traduce en una estructura que adopta la figura de una circunferencia excéntrica. Cada nuevo ciclo  supone un esfuerzo vano de lograr la convergencia de los diversos elementos desdoblados.
En El ángel exterminador (1962) de Buñuel, los protagonistas conjuraban el hechizo causante de su cautiverio, reiterando la idéntica disposición espacial que adoptaron de forma azarosa la noche en que se desencadenó aquél, i.e., convergiendo.
 La carretera perdida a la que alude el título es el dédalo circular pero sin centro, en el que la presencia del Minotauro es ociosa y las argucias textiles de  Ariadna, inútiles, pues para la destrucción de los que en él se adentran basta la caterva de sus dobles que actúan como disolventes de la identidad, y la salida del mismo es imposible una vez establecido el dilema disyuntivo, que abre cada posibilidad al infinito de las probabilidades, a la perpetua divergencia de los simulacros, a la imposible coincidencia de la unidad consigo misma.
Homero, Virgilio y Dante urdieron mundos heterogéneos, el mundo de los vivos y el Hades o infierno, que ocasionalmente confluían; Lynch perpetra un único mundo, pero radicalmente heterogéneo, esencialmente malvado. Hay otros mundos…



    







[2] Fernando Savater, Invitación a la ética, Barcelona, Anagrama, 1982.
[3] Friedrich Nietzsche, Así habló Zarathrusta, Madrid, Alianza, 2000.
[4] Friedrich Nietzsche, El ocaso de los ídolos, Madrid, M. E. Editores, 1993.
[5] P. Klossoswki, Tan funesto deseo, Madrid, Taurus, 1980.
[6] Gilles Deleuze, “Klossoswki o los cuerpos-lenguaje” en Lógica del sentido, Barcelona, Barral, 1970.
[7] Platón, República. Edición de Conrado Eggers Lan, Madrid, Gredos, 2000.

EN AUSENCIA DE TODO...



Siempre me ha intrigado ese curioso y tan frecuente fenómeno del coleccionismo, máxima expresión del fetichismo y totalmente ajeno a mi sensibilidad me temo (el coleccionismo, no el fetichismo), pero que observo con espíritu de entomólogo, hilaridad creciente y desafecto militante, cuyo, al parecer, placentero ejercicio manifiesta además el sacrosanto mandato de la sociedad de consumo: comprar lo necesario, comprar lo superfluo y cuando no haya nada que comprar, seguir comprando, no por nada, por coleccionar, y así, el consumo se pliega sobre sí mismo, deviene intransitivo, reformulación del imperativo categórico en términos del maltrecho neoliberalismo económico.
La cosa se complica cuando lo que se colecciona es arte, mayormente por la relevancia que toma el poder adquisitivo del coleccionista en potencia interesado en la obra en cuestión, toda vez que poseer el original se torna condición necesaria para consumar la afición y por tanto, su cultivo se aristocratiza, deviene símbolo de una clase, síntoma de una época. Si a la ecuación unimos el tedium vitae  que azota la vida del millonario medio que languidece entre yates, mujeres y relojes suizos, hastío que afortunadamente desconocido por los currantes, se hace comprensible y justificable que el coleccionismo de obras de arte sea sazonado con  la salpimienta del robo, la lujuriante voluptuosidad del crimen. ¿Dónde está de lo contrario el aliciente de hacerse con un Monet por un par de millones cuando se tiene doscientos? Esto mismo debió pensar el señor Crown (Pierce Brosnan) en El secreto de Thomas Crown
 Millonario y apuesto,  asiste a terapia para desahogar el vacío de una vida llena de todo y relaja su estrés laboral en la sala impresionista del museo de N. Y. mientras degusta un humilde sándwich con la mirada perdida en las pinceladas perezosas que trazan el paisaje vespertino y el hormigueo en el estómago encogido ante la inminencia de la emoción  que sentirá en el momento de sustraerlo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

De Nueva Orleáns al infierno


                    
                                                                

              BIG JACKET: Se va a quemar por esto Angel.
              HARRY ANGEL: Lo sé, en el infierno.
              Si existe un lugar cálido en la topografía de las representaciones imaginarias, ciertamente, es el infierno: paradigma de suplicios sin cuento cuyo único fin es satisfacer el sadismo de una divinidad misántropa que descree de la rehabilitación de los condenados, y que, a falta de solución mejor, los somete a terapia térmica. El mismo fuego que simboliza el Espíritu Santo, prolifera por doquier en la morada del diablo, reducto de pecadores. El carácter ambiguo del elemento ígneo radica en su conveniencia para la vida, de su control se deriva el nacimiento de la civilización, como refleja el mito de Prometeo;  fuera de aquél, es una fuerza devastadora.
El calor se asocia a la vida, frente a la muerte, de sólito fría. Por lo mismo, al goce sensual, en última instancia, al pecado. Imposible prescindir de estas categorías religiosas, permean la totalidad de nuestras representaciones imaginarias. El calor sume los cuerpos en la molicie, invita al relajo, el ocio dispensa la ocasión y, el diablo que nunca duerme y todo lo añasca, entra en lid.
El corazón del ángel (Angel Heart, 1987), sexta película de Alan Parker, es una adaptación de la novela de William Hjörstberg Falling Angel, una brillante síntesis de la estructura de Edipo Rey y el mito de Fausto, dentro de los parámetros de la novela negra.
Alan Parker, cineasta aunque técnicamente solvente, fogueado en la publicidad al igual que los hermanos Scott o el infame Adrian Lyne (todos británicos), se escora con frecuencia hacia el efectismo visual y dramático, rasgo que lastra en exceso obras tan estimables como El expreso de Medianoche (Midnight Express, 1978) o Arde Mississipi (Mississipis burning, 1988), narradas con vigor, subyugantes a ratos; y que pierde definitivamente, otras, especialmente las de su última y olvidable etapa. Por eso, Los Commitmments (The Commitmments, 1990), cinta que marca el tránsito a su descomposición artística, no deja de sorprendernos, por su frescura, su falta de pretensiones, su brillantez; la obra maestra de eso que se dio en llamar “comedia proletaria” y en la que el estilo de Parker y sus resabios, son más invisibles que nunca.
Tras recibir el Premio Especial del Jurado en Cannes por Birdy (Birdy, 1984) se encontraba en el momento álgido de su carrera, propicio para cambiar de registro y adentrarse en el cine de género, ese que rara vez dispensa premios (salvo a los Coen) pero que regocija a los cinéfilos de raza (los que amamos el cine desde la primera infancia) 
Sus obras anteriores disponían de buenas historias, con fuerza dramática suficiente para exigir tan solo oficio y cierta mesura para  no descarriarse por los andurriales del melodrama o el gran guiñol. Ahora debía manejar géneros tan diversos como el cine negro de aliento clásico y el fantástico, narrar manteniendo la unicidad en el punto de vista; dominar la creación de atmósferas, recrear el pasado, los cincuenta, sin caer en el acartonamiento; evitar los guiños cinéfilos y lugares comunes, es decir, un ejercicio fílmico del que, a priori, solo un Polansky podría salir airoso (el polaco legó dos  piezas maestras en sendos géneros, del terror satánico en La semilla del diablo (Rosmary´s baby, 1968) y  del film noir en Chinatown (Chinatown, 1974), ¿será un guiño a esta última el parasol que luce Rourke buena parte del metraje sobre la nariz, y que nos recuerda inevitablemente al apósito de Nicholson?)
Para el reparto contó con dos estrellas: Mickey Rourke, que venía de trabajar con dos primeros espadas, Coppola y Cimino en sendas obras capitales de la década, La ley de la calle (Rumble Fish, 1983) y Manhattan Sur (The year of the dragon, 1985)respectivamente, y consagrarse comercialmente con la candorosa, vista en perspectiva, Nueve semanas y media (Nine ½ Weeks, 1986), interpretó a Harry Angel impregnando al personaje con su arrolladora personalidad física, taciturno y cínico, justo de escrúpulos, con un desaliño  in crescendo, obra del sofocante clima meridional de Lousiana y las palizas de rigor. Exudando escepticismo y pragmatismo a partes iguales, como todo hijo bastardo de Marlowe, “yo no creo en el royo ese del vudú, soy de Brooklyn”.
De Niro, como Louis Cyphier, se muestra tan histriónico como todo grande que ha abordado el papel Príncipe de las Tinieblas, véanse los trabajos de Nicholson, Pacino y Byrne, aunque sin el gracejo de éstos.  Su interpretación es, con mucho, lo peor del film- soy de los que creen que tras Toro salvaje (Ranging Bull, 1980) su única gran actuación fue en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990)
Mención especial merece el nutrido elenco de secundarios, en la mejor línea de los actores de carácter del cine clásico, esos que con su mera presencia te esbozaban al personaje, disparando afiladas réplicas que no suenan tópicas, dotados de sonoros nombres “parlantes”, Windsap, Proudfoot, Krusemark, Toots Sweet, Favourite, Louis Cyphier, etc.
En esencia, Harry Angel, detective privado de bajos vuelos- “Con suerte, en ocasiones llevo casos de personas” -es requerido por un intrigante individuo, Chyphier, para que encuentre a un tal Johnny Favourite, cantante al que ayudó a medrar y que le dio esquinazo cuando logró el éxito. Sin embargo, todos los individuos implicados en un caso tan banal, aparecerán inopinadamente asesinados de forma grotesca tras el pertinente interrogatorio de  Harry; primero Fowler, el médico “pervertido”, más tarde Toots Sweet -“Técnicamente, asfixia por propio órgano genésico”- Margaret- Madamme Zora -“Alguien la visitó y preparó su propia tarjeta de San Valentín”- Y el padre de ésta, Ethan Krusemark- Edward Kelly.  Por último, Epiphany, poco antes de que Harry, llegué a la solución del caso y conozca su verdadera identidad y su implicación en los crímenes; como Edipo, se buscaba a él mismo: “Qué terrible es el conocimiento que no aporta beneficio al sabio”.
El film se estructura en dos partes que se corresponde con los diversos espacios geográficos en que se distribuye, Nueva York y Louisiana, destino al que le dirigen sus pesquisas,  crisol de tres culturas, -la francesa, la africana y la anglosajona-, y que recibe al forastero Angel con su atmósfera viciada de humedad, Jazz, y muerte lenta.
La breve secuencia de la estación de trenes de Nueva Orleáns, muestra ya a un Harry con visibles cercos de sudor en su camisa. Rasgo trivial sino fuera porque conocemos el desenlace del film, la bajada en ascensor a las profundidades del averno (más que nunca, resulta inexcusable asistir a la secuencia de créditos finales). A medida que se acerca a la verdad, una verdad que quema; tanto la del caso como la suya, aún desconoce que se trata de la misma; el calor va en aumento.
En su primera entrevista con Chyphiers, Harry se estremecerá por el aire de un ventilador extraño en ese contexto invernal; en lo sucesivo, el giro de las aspas nos señalará la presencia del maligno. Poco después, para sonsacar información al doctor Fowler, demora su dosis de morfina, y ante los deliquios de aquél le dice sádico: “Mírate Doc, estás sudando tinta china”. De nuevo veremos girar las aspas advirtiendo de la presencia diabólica; de la inminencia del crimen.  Margaret Krusemark o “Madamme Zora”, se recogerá la melena para enjugarse el sudor de la nuca, súbitamente sofocada por la mirada, inadvertida e inquisitiva, de Harry y el fuego que ya comienza a acompañarle.
El calor, gravado de noche, dificulta su tenue sueño, urdido por pesadillas en las que modernas ménades que sacrifican gallinas y se empapan de su sangre, o visiones de un soldado en Time Square que es requerido por una mano misteriosa. Despertará sobresaltado en un charco de sudor, y ante la presencia inopinada de dos policías que registran su estancia: “Solo los polis y las malas noticias entran sin llamar”.
El calor acucia su lubricidad. Asistimos a dos encuentros sexuales en sendas partes del film; en el primero, sumido en sus reflexiones, Harry desnuda fría, maquinalmente a su ayudante, como un trámite, dado que no puede pagarle sus honorarios, antes de que la recurrente visión del día de fin de año, le saque de situación. En la segunda, por el contrario, la pasión desatada e incestuosa le conduce al borde del homicidio; Eros y Tánatos siempre vecinos.