El mal fue prestigiado en el Romanticismo como una entidad refractaria a la sumisión y al asentimiento hacia un poder despótico en una nueva versión de la clásica rebeldía prometeica. Así, el ángel caído, aquel que prefirió reinar en el infierno a servir en el cielo, es significado durante la resaca revolucionaria, como epítome del nuevo hombre que está poniendo patas arriba el viejo orden estamental. Esta visión benévola del diablo arraigó y prosperó en el descreimiento irreverente del siglo XX para el que la subversión de boquilla fue siempre tan cara y la mofa de lo establecido, que no su derribo, expresión de una naturaleza nihilista, hedonista, huérfana de referente ideológico. Ahora la rebeldía se domicilia en las drogas, el sexo y el rock and roll y luego nos volvemos a casa que hay partido. El demonio es un travieso fauno que canta alegre en la popa las delicias de un hedonismo de bajos vuelos y promociona una irreverencia acomodaticia de mesa camilla, siempre propicia a simpatizar con un amplio público.
Sin embargo, en la última década, primera del nuevo milenio, acaso porque presentimos, más allá de profecías precolombinas, el final cercano, el demonio ha recuperado en su faz más siniestra, sus raíces semíticas (Belial, Azazel), los atributos que lo erigieron como representación icónica del Mal. Y el Mal no es más que una abstracción, un símbolo de todo aquello que no conviene a nuestra naturaleza, lo que no afirma nuestra voluntad de poder, lo que desliga las fuerzas de sus potencias, de su querer.
El exorcismo de Emily Rose (The exorcism of Emily Rose, 2004) de Scott Derrickson y El exorcista, el comienzo (Dominion, 2004) de Paul Schrader, dentro de la tradición católica, conciben el mal como una potencia degradante de la dignidad humana, destructiva, aniquiladora, enemiga de la vida, que promociona el sufrimiento, genera el caos y condena a la muerte, sin embargo, tolerado por Dios para poner a prueba la determinación del hombre en la ardua empresa de la salvación de su alma, como mal necesario.
David Lynch a partir de Fuego, camina conmigo (FIRE, walk with me, 1993) dispensa una visión del mal ontológica[1] , no religiosa, concebida como la quiebra de los tres principios de la lógica aristotélica, basamento del pensamiento racional, y la proliferación de los simulacros[2]. Inland Empire, irónicamente, su obra más hermética es la que ofrece la clave para interpretar su peculiar universo[3].
Y así llegamos a la última obra de Lars Von Trier, Anticristo (Anticrihst, 2009) donde el diablo era mujer, o al menos su devota sacerdotisa, la bruja de toda la vida. El punto de partida de la película es la dramatización del “trabajo de duelo”, doloroso pero necesario tras la pérdida del objeto de deseo por parte del yo. El peligro de sucumbir a la melancolía y, por tanto, a que se produzca la escisión en su seno y que el yo dirija la ira hacia sí mismo y opte por el suicidio como solución al nudo gordiano, es manifiesto. Y no obstante, el sentimiento de culpa, pábulo de la creencia en la posesión diabólica, permanece incólume, en un sorprendente giro por parte de un cineasta que pese a sus nada caprichosos devaneos con el misticismo[4], no era lo más esperable, descubrimos que el personaje de Charlotte Geinsbourg, no es ningún sentimiento de culpa lo que la lleva a considerar que hay algo diabólico en su naturaleza y, por extensión en la de toda mujer, en lo femenino como ente, sino una evidencia que contraviene todo principio racional e impulso terapéutico de su marido (William Dafoe). Von Trier llega a mostrarnos un plano “objetivo” en el que resulta manifiesto que la negligencia que ocasiona la tragedia no es tal. La misoginia con que de sólito es tachado el film no es más que un eco de la tradición reconvertida en lugar común o tópico del género fantástico, luz a la que, en mi opinión, hay que ver el film del danés, toda vez que la ambigüedad queda abolida por mor del referido plano. La posibilidad de que el marido se “contagie” de las fantasías de su mujer es improbable y la sospecha de que ella sea malvada se torna en certeza a partir de la evidencia de que calzaba a su hijo deliberadamente mal para dañarle.
El icono del film, el coito al pie del árbol de cuyas raíces emergen una serie de brazos humanos, nos remite a la tradición del subgénero de brujas[5], asunto de la tesis en la trabajó el verano anterior cuando estuvo en Edén en compañía del pequeño y las cosas empezaron a cambiar entre ella y el resto del mundo. Durante la terapia sale a colación el tema de la tesis y el reproche dirigido al marido de menospreciar su trabajo y postergarla en aras de su egolatría, reproche unánime a todo el sexo femenino. El detonante de la violencia es el temor al abandono, miedo conjurado de forma nada sutil y harto dolorosa.
El film es una indagación en la naturaleza del mal domiciliado en la fuente generadora de vida, la mujer, ministra de la naturaleza que, sin embargo, se rebela contra ella provocando el hiato que torna hostil la relación entre ambas. El acto que la condenó al exilio de Edén, que torna el paraíso en un infierno bajo sus pies es naturalmente el parricidio, acto contranatura que tiene su eco en las mutilaciones y torturas a los animales (los tres mendigos). La naturaleza es nombrada por ella como “iglesia de Satán”. La pareja primigenia es incapaz de recuperar su paraíso en Edén. El árbol de la ciencia no es más que un tronco podrido cautiverio de las brujas que injuriaron su naturaleza fértil y la trocaron por otra homicida. El vínculo de la naturaleza femenina con la naturaleza esta herido pero no roto, como nos muestra el momento en el que con un grito llama al granizo.
Con la muerte de la bruja se reestablece el orden, se liberan las almas cautivas, se revoca la condena y la naturaleza asiste al mendigo.
http://cinedivergente.com/ensayos/especiales/estados-alterados/trastornos-mentales-la-hora-del-lobo
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[1] Ver mi artículo “La morfología del mal”, publicado en este mismo blog (mes de marzo, 2011)
[2] Deleuze, La lógica del sentido.
[3] En los primeros compases de la historia el personaje interpretado por Grace Zabriskie relata una historia en la que un niño sale a la calle y el sol proyecta su sombra, en ese preciso instante nace el mal.
[4] Rompiendo las olas (Breaking Waves, 1996)
[5] La tutora de William Friedkin, comienza con el personaje ofreciendo el sacrificio de un bebé a un siniestro árbol.