viernes, 11 de noviembre de 2016

SO LONG, LEONARD...



1.

Es un hábito. De esos que tanto gustamos los viejos, quizá por la ilusión perpleja que ofrecen, quizá sea el gesto patético que entrañan: intentar de detener el curso del tiempo. Un hábito, la repetición minuciosa y confortable de una rutina que se acaba erigiendo en un ritual que enlaza lo sagrado al tobillo secular del día.

Un hábito más entre una cortina de hábitos: zumo de limón, cereales con soja, café solo y Leonard Cohen. Saludar la mañana con su voz oscura, volcánica, llena de grutas, me genera una perspectiva de entusiasmo difícil de describir. El estropajo de su voz empapada en nicotina, voz cálida que nos acaricia la mañana con su esparto lírico, un susurro repartido en los versos más bellos del mundo, los más tristes versos que destemplan el café y nos  rescatan de algún titular de prensa: la enésima crónica de una realidad triste que se va quedando sin dioses, sin relatos, sin coartadas. 

Y es que, el 2016 nos está dejando un poco huérfanos.

2.

 Llegué a Cohen, como a Bowie, como a Dylan, como a Bach, como al Jazz, como al amor, como a Dostoievski, como al sexo, como al dolor. Sí amigos, también llegué a Cohen a través del cine. Fue allá en el siglo pasado, durante la primavera sombría de mi solitaria adolescencia suscrita a la fantasía y su repertorio de espléndidas imágenes. Fue una tarde de 1995. 
Pocos recordaréis aquel año.

Yo no consigo olvidarlo.

Aquella tarde, en alguna sala gris del cine de una gris y ajetreada galería comercial, pasaban Asesinos natos. Cuando al fin las luces se apagaron y el fragor de los tráilers se refrenó en bruma de fondo y las siluetas ambulantes y tardías que nadan saben de la mecánica secreta de los rituales cinéfilos, dejaron de joder la marrana, una serpiente se asomó a la pantalla. 
Una serpiente, con su flema enroscada y su diablo. Y sobre la serpiente, creció una voz oscura que parecía brotar de su negra lengua bífida. Voz que comenzó a hacer jirones la imagen divergente que estallaba en mil pedazos para crear un universo de simulación y muerte. 
Una imagen que enunciaba en cada una de sus constelaciones afiladas, la espera. 

Pero, ¿espera de qué? 

De un milagro, un milagro diferido en su enloquecida espiral de horrores. Quizá el apocalipsis que anhelaban aquellos dos niños locos y enamorados. Creo que se llamaban Mickey y Mallory, y eran inocentes y hermosos y malditos.

Luego sonó Anthem con su elegía y su pesar:"We asked for signs/ the signs were sent: /the birth betrayed /the marriage spent /Yeah the widowhood /of every government -- /signs for all to see". 

Más tarde, la cinta se cerraba con The Future, esa bendita y lúcida plegaria contra el porvenir, contra la esperanza, contra la utopía: Give me crack and anal sex /Take the only tree that's left /and stuff it up the hole /in your culture Give me back the Berlin wall /give me Stalin and St Paul /I've seen the future, brother: it is murder.”

Decir que aquella tarde experimenté algo así como una epifanía no es sobrestimar la memoria, lo contrario sería traicionarla: lo fue.

Aún pasaron años hasta que Leonard Cohen pasó a formar parte de las páginas de mis días y su estrofa laboriosa de presentes sucesiones de pecados, mentiras piadosas y una vocación escueta y siempre inmadura. Sin culpa y sin pesar, pese al tiempo, ese guionista que descree de secuelas.

Pese a mí y mi boceto inalterable de Dorian Gray provinciano, atareado siempre tejiendo apocalipsis secretos.

Entonces aquella voz de invierno con aroma a café y tabaco rubio y besos de mujeres hermosas me fue dejando sus versos. Versos en sazón que siembran el otoño, versos que ya debían existir cuando aquel olvidado y triste dios subalterno con manchas de soledad en la memoria, creó este mundo: “Those who dance, begin to dance /Those who weep begin /Those who earnestly are lost /Are lost and lost again.” 

Y una mañana, esta misma mañana, para ser precisos, mientras oficiaba una misa a las buenas costumbres dietéticas sobre el fondo sonoro de mi evangelista maldito...

I’m slowing down the tune
I never liked it fast
You want to get there soon
I want to get there last

...condesciendo con el deber de estar medianamente informado de las chanzas que aquejan al sainete de la actualidad, y entonces leo. Leo sin comprender del todo. 
Y mientras:

It’s not because I’m old
It’s not what dying does
I always liked it slow
Slow is in my blood

Más tarde, en el coche, sin comprender del todo:

You who wish to conquer pain,
you must learn what makes me kind;
the crumbs of love that you offer me,
they're the crumbs I've left behind.
Your pain is no credential here,
it's just the shadow, shadow of my wound.

Y después, en el despacho del departamento, empezando a entender:

Everybody knows that the boat is leaking
Everybody knows that the captain lied
Everybody got this broken feeling
Like their father or their dog just died

Everybody talking to their pockets
Everybody wants a box of chocolates
And a long stem rose
Everybody knows

Y en el coche, de regreso de un mundo donde Heráclito y Platón aún importan:

You say I took the name in vain
I don't even know the name
But if I did, well really, what's it to you?
There's a blaze of light
In every word
It doesn't matter which you heard
The holy or the broken Hallelujah


Y ahora, mientras anochece y escribo con un café vesperal:

And here is the night,
The night has begun;
And here is your death
In the heart of your son.

And here is the dawn,
(Until death do us part);
And here is your death,
In your daughter’s heart.

Y así creo que seguiré el resto de mis días. 

Quizás esta noche revise aquella cinta olvidada de Oliver Stone y que yo adoro. Y mañana, aún de noche, con mi zumo de limón recién exprimido y mis cereales y el café humeante, quizá perpetre una transgresión y  encienda un cigarrillo antes de dejar que su voz inunde mi cuarto y meza esta extraña aflicción de noviembre y literatura que me va dejando una mueca como a Ismael cuando decidía que iba siendo hora de embarcar.


Y luego escribiré -¿qué otra cosa puedo hacer? -, escribiré como siempre, con el viejo fauno cerca, recordándome por qué vale la pena escribir, susurrando mentiras, minuciosas y hermosas mentiras sotto voce: las únicas verdades en que creemos los que nos vamos quedando, noviembre tras noviembre, huérfanos de dioses. 

So long, amigo. Federico se alegrará de verte.  


sábado, 15 de octubre de 2016

EL NOBEL GANÓ A BOB DYLAN







“But I'll know my song well before I start singing”.
Robert Zimmerman


En ocres noches otoñales, entre volutas de Lucky y disturbios de Absolut, solía sentenciar aquello de: el Nobel se quedará sin Bergman, sin Cohen y sin Bob Dylan. Tres maestros de la palabra, aunque se nos acerquen por canales distintos de aquellos que consideramos “literarios”.  Tres maestros de la palabra que habitan en cada uno de los ricones de nuestro zaguán lleno de palabras, palabras, palabras.

Solía decir, hasta hace un par de mañanas. Bien, por suerte el Nobel ha rectificado. Hasta donde le ha sido posible. Sin embargo, a mi entusiasmo inicial, el aplauso rabioso por la valentía de la Academia en premiar a un escritor/músico/cineasta/pintor que se erigió en una de las figuras más importantes de la cultura popular de la segunda mitad del siglo XX, ha seguido una cierta indefinible sensación que se reparte entre el cabreo y la tristeza (a medida que el tiempo pasa, prevalece la segunda), consecuencia de una casi unánime reacción poco o nada favorable.

Pues bien, al poco edificante impulso inicial que me puso ante el anatema o el insulto como respuesta visceral a la monótona batería de argumentos esgrimidos para descalificar la elección, en muchos casos, desde una condescendencia bochornosa, sigue el más sensato y provechoso intento de comprender las causas por las que desde diversos estamentos (el “intelectual”, las redes, el café del recreo con los compañeros), la incredulidad, el estupor o la hilaridad son la nota dominante.

1. Entre un público, digamos, poco o nada lector, el término “literatura” se asocia a una labor críptica, hermética, propia de iniciados, perdida para siempre en lejanos pupitres de los años del BUP;  actividad llevada a cabo por señores serios y solemnes, que necesariamente se plasma en negro sobre blanco, y su producto, fatalmente se destina a ocupar algún estante del salón. Sin embargo, que la palabra en cuestión se asocie a alguien que desempeña una actividad cercana, “cotidiana”, como la música o el cine, se interpreta de dos modos. O bien no hay nadie mejor dentro del primer grupo, en cuyo caso la chanza está servida. O bien, lo señores del jurado se excedieron con los licores digestivos luego de la reunión y antes del voto. En cuyo caso, la chanza está servida. 

Lo triste es que, el intento de premiar una forma de expresión literaria popular, sea zaherida por sus propios receptores, el populus, quién más que nadie debiera apreciar que la Academia descienda a pie de escenario. Sería fácil domiciliar la causa de lo anterior a la falta de conocimiento de las letras de Dylan (ignorancia del idioma, carencia del instrumental adecuado para descodificarlas, etc.) O simplemente, porque no interesa. Porque Dylan lleva décadas sin pertenecer a la cultura popular más que nominalmente. Porque a Dylan se le escucha más entre un público lector que entre el gran público consumidor de Pop Music.

Esto sería lo fácil. Y esto fácilmente podría ser visto como un desliz por mi parte en la tan frecuente falacia ad hominem. Por eso, apunto otra razón más aviesa, más plausible: el gran público es conservador y se desprecia, desprecia sus diversiones y necesita el modelo inconmovible, el espejo deformante de la alta cultura que refleje el légamo de la ciénaga donde nada gustoso. Todo acercamiento de este mundo heterogéneo y prestigiado a la bullanga y jaleo que delimita su agitación febril, revierte paradójicamente en un desprecio hacia aquel. El mismo desprecio del que se sienten objeto los miembro (auto)excluidos de la alta cultura, es devuelto con el acuse de recibo de una mueca babeante y simiesca de hilaridad. Así lo he visto repartido por memes y fronteras.   

2. Entre un público, digamos, lector, realidad nada homogénea que abarca desde el lector noctívago de almohada y beselers, al lector académico de papers y actas, o el lector heterodoxo y voraz; entre este público, digo, encontramos con previsible monotonía, las siguientes reacciones. 

El primero arquea las cejas tratando de dar expresión al estupor: “un cantante Nobel de literatura. UN CANTANTE”. Este sujeto suele ser el mismo que, aunque carece de las competencias para bucear en un Quevedo, un Joyce o un DFW, prefiere siempre la novela a la película. El segundo, arruga el ceño erudito luego de dejar las gafas de pensar de cerca sobre el María Moliner. Él prefería al poeta palestino o al ensayista kazajo, escritores de raza y no un señor que, por buenas canciones que haga, no es Dylan (Thomas). Y ríe su propia ocurrencia ante el busto de San Isidoro de Sevilla. Entre los que considero del tercer grupo, lectores sin género, ni destino, ni método, más proclives al disfrute de una amplia variedad de manifestaciones artísticas y al pensamiento de todos los códigos sin una jerarquía concreta, he leído casi de todo. Aunque por lo general, con veredicto favorable. Aunque, por general, con un cierto manifiesto complejo a pronunciarse.

Así las cosas, se hace preciso elaborar un diagnóstico. Pero antes recogo una duda: alguien puede legítimamente objetarme si no me planteo por un instante la posibilidad de que mi postura sea equivocada y me esté dejando llevar por mu pasión dylaniana, y la Academia haya menospreciado la obra de Roth, Kundera, Handke (lo de Murakami sí que me parece un chiste) y hecho un guiño facilón a la cultura popular, en cuyo caso, la ola de desconcierto concretada en diversas reacciones, estaría más que justificada. A esta objeción, respondo con el diagnóstico anunciado, dando por sentado que, para cualquiera que haya escuchado y leído las letras de Dylan (obvio su novela Tarántula, bastante mediocre), primorosamente editadas hace unos por Alfaguara, tiene noticia de la riqueza temática, la variedad tonal que transita por el lirismo, el tono elegíaco, la ironía, el humor ácido, burlón, absurdo, surrealista, o la lucidez y el desgarro, repartidos en una imaginería de gran plasticidad a lo largo y ancho de sus 1200 páginas. Pero vayamos con el diagnóstico prometido.

Parte del problema, pienso, habita en el prejuicio (en sentido hermenéutico) que gira en torno al concepto mismo “Literatura”. Concepto difícil de definir…o extremadamente fácil. No resultaría demasiado arduo compilar un par de cientos de definiciones. En cualquier caso, tengo la impresión que el lector espera siempre le definan de antemano el texto que recibe, para leerlo en un sentido u otro. No hace demasiado, alguien me decía que desconfiaba de la calidad de lo publicado en un blog. ¿Su argumento? Cualquiera podía hacerlo, no había “filtros”. Es decir, el blog, por ser un formato, digamos, “democrático”, accesible, gratis, es sopechoso, poco serio. Y así, debemos recibir su contenido. Parece ser que, la calidad del texto en cuestión, es asunto del que este lector (y tantos otro) se desentiende. Prefieren delegar su criterio en esa figura ambigua que es el editor. Sabemos que hay editores excelentes, magníficos lectores. Y también hay editores amigos de sus amigos. Hay editores amigos de la co-ediciones, subvenciones, etc. El criterio editorial es oscilante y se ve sometido a múltiples variables, ergo, el lector mismo debe o debería erigirse en último “filtro”.

De igual modo, el receptor (culto, semiculto, semi-analfabeto funcional, etc.) se muestra predispuesto a tratar como literario un texto impreso antes que uno en formato digital. Algo parecido ocurre con los guiones cinematográficos (que alguno se edita) o canciones de los llamados canta-autores (Waits, Cohen, Sabina). En este caso, el texto se recibe en su provisionalidad como pretexto para hacer música, construir imágenes, nunca algo autónomo, amén de ser manifestaciones de un arte popular al que el lector “serio” se acerca desde una curiosidad condescendiente durante su tiempo de ocio. “Literatura”, dice, son palabras mayores, y tolera mejor que el galardón vaya a parar a un escritor mediocre que a un elemento foráneo, un sujeto ajeno al Parnaso.

Y yendo más allá, vemos como todo gira en torno a la consabida cuestión de las fronteras entre “alta cultura” y “baja cultura pop”, frontera sujeta a épocas y convenciones pero que parece ser, importa delimitar, como si no fuera posible habitar un único espacio donde Sófocles se dé la mano con Tarkovski (según aquella lógica, el ruso es un artista pop: frecuenta un arte de masas), o Proust con Nick Cave, y todos asistan al enlace entre Shakespeare y Andy Warhol. 

En este punto, alguien podría objetar, con razón, mi querencia por Harold Bloom y su teoría del canon, teoría que  tengo por una foto fija del estado de la cuestión en un periodo determinado, nunca un arquetipo inamovible, algo que sería absurdo, sino sometido a revisión, y que gestos como el de la Academia, flexibiliza. La reacción de Bloom contra los excesos de los cultural studies necesariamente reviste su obra de un enfático dogmatismo, cuando su alcance real no pasa de ser una propuesta transitoria, nunca una impugnación de las tesis más fundadas de aquellos, solo una necesaria puesta en cuestión que nos ha servido infinidad de veces de guía de lectura.

Y al final, todo gira en torno esa espinosa pregunta de cuya respuesta queremos, unos y otros, apropiarnos:  ¿Qué es literatura?

Creo que la Academia ha dado un paso de gigante en ambos sentidos. También creo que no le va a salir gratis. Pero creo firmemente que en pocos meses los perros dejarán de ladrar y solo nos quedará el reconocimiento a un talento excepcional. Como dice Cohen hoy en una entrevista a propósito de su último disco: “Para mi es como ponerle una medalla al monte Everest por ser el más alto del mundo”.

No voy a recordar la dimensión de la figura de Dylan o defender las virtudes de su escritura, los que lo conocen bien, lo saben. Los que no, que sigan a lo suyo. Pronto se aburrirán: "...it's alright, Bob, it's life and life only”

En todo caso, superada la tristeza a la que aludía antes, merced a la virtud medicinal de la escritura, supongo, me reafirmo, hace dos días se rompieron muchos diques. El año en que David Bowie nos dejó, el otro gigante, es reconocido con un galardón que mira al futuro.  
El tiempo lo dirá. Ahora me quedo con unos versos donde cabe el mundo: “The harmonicas play the skeleton keys and the rain/ and these visions of Johanna are now all that remain.”


Si esto no os parece literatura, y de la buena, decidme. 


lunes, 28 de marzo de 2016

BARRABÁS





1.

Me pirran las epopeyas bíblicas del Hollywood clásico. Son a mi Semana Santa lo que los pasos o las torrijas para otros. Antaño, títulos como “Quo Vadis?”, “La túnica sagrada”, “Los diez mandamientos”, “Sodoma y Gomorra”, “La historia más grande jamás contada” o “Rey de Reyes”, eran programadas con monótona rutina durante estas fechas. Hoy día, cuando los mesías vienen de Kripton o viven en Gotham, las recreaciones de episodios inspirados en la Biblia, resultan anacrónicos y poco idóneos para incrementar índices de audiencias.

Hoy día, aquellos acartonados monumentos a la fe, hipertrofiados por rompimientos de glorias y coros angélicos, no conectan con un público que, si bien sigue igual de necesitado de mitos y promesas salvíficas que antaño, se halla en un paradigma estético antagónico a los de Giotto o Caravaggio. Un público para el que los esquemas narrativos de la novela decimonónica debe ser algo sumamente exótico.

2.

De modo que este año he buceado en mi “dvdteca” a la busca de algún título para crear atmósfera, sentir nostalgia de una fe que perdí allá por los 14. Sentir envidia de aquellos bienaventurados que aún creen que bajo el dolor que se reparte ecuánime en los campamentos de refugiados, el dolor que anida respetuoso en el cementerio marino del mediterráneo,  el dolor que se cernió ayer sobre los niños muertos en Lahore, el dolor que se clavó hace una semana  en el aeropuerto y metro de Bruselas, existe un ser omnipotente y benévolo para el que todo este sufrimiento tiene un sentido, cumple una función, forma parte de un plan que nuestras mentes mortales ancladas en el tiempo, no alcanza a descifrar. Que este, en fin, es el mejor de los mundos posibles.

Así pues, con todo esto en el ánimo y en las mientes, trasteé cajas y anaqueles, y me topé con “Barrabás” (1961), de mi querido Richard Fleischser, cineasta por el que siento especial debilidad. Y pensé que sería buen momento para saldar esta deuda con él (si bien es cierto que la había visto en mi infancia, no lo es menos que apenas recordaba otra cosa que a Jack Palance).



3.

Con dinero italiano y rodada en Europa, Fleischer levanta un filme difícilmente concebible en Hollywood, por su aspereza, honestidad y madurez. La historia tortuosa del hombre que vive porque Jesús muere, comienza con un retrato vívido de la vida licenciosa de Barrabás, que no ahorra en detalles sórdidos ni esquina el carácter lúbrico y brutal del personaje.

Hay que apuntar que la interpretación de Anthonny Quinn es memorable. Su rostro rústico se adecúa al Barrabás ladrón,  violador y asesino. La expresividad y calidez de su mirada, sin embargo, traduce la borrasca interior, la agonía, las dudas, el deseo de creer, la soledad que convoca el silencio de dios. Tramos de un itinerario que, al cabo, le conducirá hacia el destino feliz de la fe, cuando corra la misma suerte que su Mesías.

Desde el principio vemos al personaje rosigado por el parásito de la duda. Primero, asiste a los prodigios que acompaña a la muerte del Cristo en el Gólgota, más tarde, la duda es alimentada en su encuentro con Pedro (Harry Andrews) y los demás apóstoles.

La dilapidación de Raquel (Silvana Mangano), visualizada con un realismo salvaje, marcará un punto de inflexión.














El cuerpo apedreado de la mártir se prolonga en un gesto, la mano de ella busca el contacto de lo invisible que sin embargo puede ver, los dedos extendidos nos remiten al Adán de Miguel Ángel. En su rostro no vimos nunca el miedo, rencor, odio, ni comunica el dolor, solo expresa beatitud, paz, felicidad ante el nuevo mundo que su fe le ha abierto. 

Barrabás advierte que su vida es un castigo, está condenado a vivir por una razón que no acierta a comprender. No es un hombre cualquiera, un dios en él que no puede creer, hubo de morir para que él viviera una vida llena de sufrimiento. El episodio de las minas de azufre, visualiza un infierno más atroz que el de Dante.

“¿Por qué dios no habla más claro?” Protesta en más de una ocasión.

Al final, su destino se cruza en Roma con el de Pedro. Cuando Nerón  incendie la ciudad para justificar la represión posterior contra los cristianos (procedimiento del que tomaron buena nota Hitler o G. W. Bush), Barrabás lo interpreta como una señal del advenimiento del nuevo mundo sobre las cenizas del pagano.

Y al final, su destino será solidario con el del Cristo. Y feliz, como el Jesús nuevamente crucificado de Kazantzakis, se entrega a la muerte.






4.

La potencia de este filme radica a partes iguales en la convicción con que Quinn interpreta a Barrabás, un guión preciso, lleno de líneas de diálogos memorables, y una realización soberbia, vibrante, desbordante de emoción. Decorados naturales, en ocasiones imponentes, con los que se mimetizan los personajes,  gracias a la continuidad que da Fleischer a planos, rozando a menudo el virtuosismo (véase la secuencia de la celebración de Barrabás de su libertad en un prostíbulo y que parece, Welles tuvo muy presente en “Campanadas a Medianoche”, incluida la parodia carnavalesca de la coronación), dotan al conjunto de una animación y una veracidad, inéditas en el género.

Las secuencias del adiestramiento de los gladiadores, en nada envidian a las de “Espartaco”. Su recreación de las peleas en el circo, enfatizando aquellos aspectos bizarros y grotescos, anulan cualquier atisbo de épica y los reduce a un espectáculo sádico que funciona a la manera de retrato sutilísimo de la decadencia moral de la Roma de Nerón.  





En resumen, “Barrabás” es una película admirable, quizá la obra maestra de las epopeyas bíblicas. Y Richard Fleischer, un cineasta que requiere más atención de la que le suelo tributar.

martes, 26 de enero de 2016

MACBETH de Justin Kurzel








Fair is foul, and foul is fair:

Hover through the fog and filthy air.




But 'tis strange:
And oftentimes, to win us to our harm,
The instruments of darkness tell us truths,
Win us with honest trifles, to betray's

In deepest consequence.





Two truths are told,
As happy prologues to the swelling act

Of the imperial theme.














How tender 'tis to love the babe that milks me:
I would, while it was smiling in my face,
Have pluck'd my nipple from his boneless gums,
And dash'd the brains out, had I so sworn as you

Have done to this.





























That, when the brains were out, the man would die,
And there an end; but now they rise again,
With twenty mortal murders on their crowns
And push us from our stools: this is more strange

Than such a murder is.









Here's the smell of the blood still: all the
perfumes of Arabia will not sweeten this little

hand. Oh, oh, oh!