La cantidad y variedad de fuentes desde las que nos llega la producción audiovisual del año en curso, hace que el
criterio selectivo de algunas votaciones, restringido a la producción estrenada
en salas comerciales (harto restringido en provincias), adultere el fin último de una selección de lo mejor a juicio del encuestado, o lo que más le ha gustado. De modo que, para solventar esta
carencia, junto a mi Top 2015 publicado en “Cine divergente” (el enlace se
ofrece al final del post), comento los títulos allí citados como “menciones
especiales”.
Mad Men
(2008-2015,
Matthew Weiner).
¿Es posible que Don Draper sea el
personaje de ficción más complejo y redondo, con más aristas y matices, visto
en una pantalla desde, pongamos, Michael Corleone? No lo sé, pero no es
descabellado creerlo así. Tras siete temporadas, la serie de Matthew Weiner ha
resultado un compendio de temas y motivos propios de nuestra modernidad tardía.
Apuntes sociológicos alternan con reflexiones ideológicas y políticas, en
consecuencia, estéticas, acerca de la evolución del individuo como nodo donde se dirimen infinidad de
conflictos, sociales, ideológicos, económicos, sexuales. Entidad compleja, en
proceso de disolución, que cada vez se corresponde menos con el sujeto de
conocimiento cartesiano y más con el sujeto del inconsciente.
Baudrillard en La seducción, plantea la
pérdida total de cualquier principio referencial: “estamos en la era de la
simulación y la seducción es la única posibilidad de ir más allá de esta
simulación.” Don es el simulacro de Richard Whitman, fruto de la contingencia, de
su iniciativa. Su deseo. Reescribe una vida suscrita a la medianía desde las
directrices del sueño americano, de modo harto exitoso aunque sin poder
soslayar la deuda contraída con la impostura. Richard se enfrentará inevitablemente
a las contradicciones de vivir a Don.
Su identidad vacilante llega a su
momento de mayor crisis en la última temporada, cuando emprende una huida (con
Keruac en la mochila) hacia el origen, o más bien, hacia el final de sí mismo.
El imposible regreso al hogar, ha sido
siempre gran tema de la literatura y el cine americano.
Don con su Canadian Club “on the rocks”
y su cigarrillo Lucky construye los referentes de sentido de una masculinidad
quintaesenciada desde el éxito laboral y la voracidad sexual, donde no será
ajeno un malestar derivado de la dificultad de conciliar los rigores del deseo
con la exigencia de una estabilidad emocional, el arraigo, el hogar, la aporía que
se deriva del comercio de los deberes como padre con la fidelidad al sujeto
deseante, descentrado, entópico.
La caída en
desgracia de Draper comienza cuando abandona la retórica, la simulación, el
arte de la seducción, y presenta su verdad pura y nuda, en un ejercicio de
sinceridad, conscientemente asumido como kamikaze que, sin excepción, se
juzgará como inapropiado y hasta patético, del todo impropio y, desde luego,
sumamente improductivo. Sin embargo, como buen héroe clásico, Don afronta la
dificultad, supera los obstáculos y sale siempre victorioso.
Una de las
señas de identidad de Mad Men será la ausencia de juicios. Cada
personaje gana su dignidad, cada personaje, incluso los más secundarios, gozan
de su momento de gloria, la oportunidad de ofrecer “sus razones”, como dirían
en esa obra de arte absoluta que es La règle du jeu.
La serie acierta a situar a la publicidad
como gran el epítome de la retórica mercantilista que traspasa nuestro mundo, y que
comenzó a gestarse en la década de los 60, en especial, con el desarrollo de
los Mass Media, haciendo de ella el motor argumental de muchos capítulos que se articulan en torno a los motivos del contrapunto y la ironía, complicados con la intervención de los acontecimientos históricos, en ocasiones, de forma brillante (pienso en el
asesinato de Kennedy o la llegada del hombre a la Luna). Agudos y divertidos diálogos,
nunca explicativos, desde los que rara vez justifican los personajes sus
acciones, muestran la capacidad del lenguaje para urdir máscaras desde las que
representar un papel determinado.
En Mad Men
se citan Capote y Roth, momentos hilarantes dignos de Pynchon alternan con el
misterio insondable que habita entre los pliegues de la cotidianidad de los
cuentos de Cheever o Carver. Hay
capítulos, hay secuencias, que valen por Las correcciones.
La serie de
Weiner nos parece la máxima expresión de un neoclasicismo que no mira al pasado
desde la nostalgia sino asumiendo unas virtudes sin fecha de caducidad, apoyado
en un trabajo de puesta en escena impecable y una factura exquisita. El último
plano acaso sea el cierre más brillante jamás ejecutado en una serie de largo
aliento. Irónico y totalmente coherente con un discurso que nunca demonizó los
pilares de la sociedad de consumo, Don convierte el discurso New Age en marketing,
mostrando con una lucidez inaudita aquello que de Lillo ya decía en Cosmópolis,
no hay un afuera del sistema.
Hannibal
(2012-2015, Bryan Fuller)
“Los
casos extremos de crueldad, requieren un alto nivel de empatía.”
La serie creada por Bryan Fuller fue evolucionando
desde unos parámetros narrativos y visuales reconocibles en la ficción criminal
televisiva, con la franquicia C.S.I.
a la cabeza, y sus respectivas sucursales locales, hacia un arriesgado cambio
formal y argumental, donde la acción externa emprende un viraje hacia los
paisajes interiores de sus protagonistas, y las fronteras de la ley y la moral
se diluyen en la representación del perverso juego de la seducción y el poder
del que todos los personajes participan.
Creo que no es ajeno a esta acusada tendencia
a la abstracción, la presencia en la dirección de los últimos capítulos de la
segunda temporada de Vicenzo Natali, eterna promesa que ha venido a cumplirse
en la serie de Fuller. El canadiense desdibuja definitivamente las fronteras
entre el sueño y la realidad, el delirio y la cordura que los libretos
respetaban con cierta ortodoxia hasta el momento, e impone un ritmo moroso, ensimismado
pero tenso, donde revolotean rumores de
una violencia muda en abierta renuncia a la acción externa y los enojosos y
consabidos diálogos explicativos. Una planificación próxima, a flor de piel,
prioriza el primer plano y el plano detalle, atentos siempre a la rotundidad
volumétrica de los cuerpos, campo último de la batalla del deseo que complica
los opuestos: placer y dolor, odio y amor.
Determinadas líneas de diálogo se citan
con Nietzsche, De Quincey, Baudelaire. La belleza no es posible sin lo terrible,
Hannibal se vuelve terriblemente
hermosa a medida en que lo monstruoso deja de presentarse en relación
dialéctica con un cierto atisbo de bondad o justicia, un optimismos metafísico
que entró en crisis con la teodicea de Leibniz y que le modernismo proscribe en
los predios del arte. No por casualidad, en los primeros compases de la segunda
temporada, Lecter usurpa el punto de vista divino para contemplar un
espectáculo aberrante e irresistiblemente bello.
No es ajeno al éxito de la serie el
carisma de Mikelsen, que deja al amanerado Hopkins a la altura del betún. El
danés compone a un Hannibal fascinante, atractivo, más contenido, alejado de
innecesarios histrionismos y con un dominio del plano, envidiable.
Penny Dreadful
(2014-2015, John Logan)
Pese a las reticencias que pueda
despertar semejante propuesta, digna de los tiempos de la decadencia de la
Universal con ecos de Alan Moore, la serie de John Logan dispensa un buen
entretenimiento durante la primera temporada y crece de forma bárbara en la
segunda (algo habitual).
De nuevo observamos el mismo movimiento
que en Hannibal, reducción de la
peripecia y una apuesta firme por los personajes. El respeto a la idiosincrasia
de las célebres creaciones que desfilan por Penny
Dreadful, es exquisito, desde personajes con tradición literaria venerable
como Frankstein o Dorian Grey, cuya naturaleza es explorada con tino más allá
incluso de lo que lo hicieron sus creadores, sin traicionarlos nunca; hasta
motivos folklóricos procedentes de la cultura popular, el hombre lobo o la
brujería. Tampoco falta la presencia de exitosos espectáculos contemporáneos como el museo de cera o el gran guiñol,
que manifiestan la avidez por la violencia y el placer malsano que produce lo
monstruoso en una sociedad abocada al ocio.
Pero sin duda, la gran creación de
Logan es Vanessa Ives, personaje que fue escrito para que lo encarnara Eva
Green, actriz mayúscula en un tiempo en el que los guiones para mujeres se
escriben, por lo general, en minúsculas. Vanessa es la novia del diablo (si
fuera diablo, no elegiría otra), personaje complejo, atormentado que trata de
aprender a vivir con su naturaleza dual, mantener al demonio controlado, al
alto costo de renunciar al amor y al sexo. Al precio de la soledad.
The End of the Tour
Los lectores necesitamos mitos. La
literatura actual está llena de profesores que escriben para sentirse
escritores, un mero deseo de emulación narcisista nada literario. Ello no obsta
para que alumbren buenas obras, artefactos de ingeniería pequeñoburguesa bien
facturados, faltos de ese plus que da el dolor, la soledad, la enfermedad, la
depresión, le desarraigo, la adicción, más dolor. Incluso el genio. Ya saben:
arte.
De vez en cuando, aparecen ciertos
tipos para los que la escritura no es cuestión de “postureo”, un medio para
medrar y hacer un dinerillo o que les hagan fiestas sus allegados, tipos que
escriben como respiran, en respuesta a una necesidad, sin demasiado cálculo.
Tipos que pueden ser académicos más o menos adaptados, como es el caso de DFW,
o desarraigados itinerantes, como Bolaño. En ambos casos se concilia un talento
excepcional, fruto de la necesidad, con un destino trágico. ¿Serían sus figuras
tan veneradas de seguir entre nosotros? Quiero creer que sí. Sus figuras ya
eran grandes antes de morir, la muerte solo nos permite hablar de ellos sin
reservas, sin envidia, con sinceridad y agradecimiento.
Me consta que DFW es más citado que
leído, su obra está lejos de los gustos mayoritarios, incluso dentro del
cenáculo de los iniciados, encuentra una razonable oposición. Lo que es
incuestionable es su singularidad, su habilidad para literaturizar nuestro
universo de consumo de simulacros adictivos con absoluta brillantez. DFW es el
Antonioni de la novela contemporánea. Un Antonioni filtrado por Cronemberg,
Greenaway, Todd Solondz y Lynch.
The
End of the Tour
es la puesta en imágenes del libro basado en la entrevista que Lipsky hizo al escritor durante los últimos días de
su promoción de La broma infinita. El
mayor mérito del filme reside en la interpretación de Jason Segel, mimetizado
en el mismísimo David, y en su asunción de ser un mero vehículo para que la
palabra llegue a la audiencia sin estorbos.
Lipsky nos permitió conocer mejor a ese
gigante roto, en extremo vulnerable, que había decidido simplificar su vida
para protegerse de sí mismo. Sabiendo que en su seno anidaba el demonio de la
depresión. Sin saber hasta cuándo podría mantenerlo bajo control.
Pero los lectores necesitamos mitos, por
eso The End of the Tour ha sido uno
de los títulos que más he disfrutado del 2015. Recuerdo que la vi con un
estremecimiento sostenido, abrazado, literalmente, a La broma infinita.
John Wick
Sobre esta maravilla inédita en cines
(ignoro los motivos) ya escribí algo aquí:
Solo un comentario, una apostilla
sesuda para los más reflexivos: es una PUTA PASADA.
The Final Girls
Aquí podéis leer lo que me pareció esta
joya de SS:
https://www.facebook.com/marco.a.nunez.39/media_set?set=a.10206311003552989.1073741835.1203558529&type=3
Queen of Earth
(2015, Alex Ross
Perry)
Fuera del capítulo de “menciones
especiales” incluimos un filme visto al filo del 2016 y al que llegamos por un
feliz albur, indagando en la filmografía de nuestra Peggy Olson (Elisabeth
Moss). Para colmo, dando réplica a nuestra Shasta Fay (Katherine
Waterston). Entenderán que Queen
of Earth era un destino.
Filme que se basa en una fórmula ya vista (los más pedantuelos se apresurarán a
localizar referencias ilustres), que tematiza la histeria y gira en torno al
enfrentamiento entre dos mujeres de caracteres distintos, que mantienen una turbia
relación de amistad donde la verdadera naturaleza de los respectivos roles, es
difícil de aquilatar en los primeros compases. Complicado por una tensión
sexual latente que se traduce en un sibilino y sutil, inesperado, juego de
dominación.
Pese a que todo, repito, resulta ya
visto, Queen of Earth nos parece una
obra insólitamente nueva, gracias a su intensidad emocional que traducen sus
dos maravillosas protagonistas, la belleza inquietante y terrible de sus
imágenes, una ambigüedad visual y narrativa que acierta a jugar con las
expectativas de la audiencia, haciendo un uso portentoso de las analepsis y las
elipsis, que, en ocasiones, desbarata las fronteras del ensueño o el delirio
con lo real, y se ve rematada en un final redondo, de esos que doctoran a las obras
mayores. No por redondo, romo, muy al contrario, agudo, afilado, hiriente. De esos que te dejan
clavado diez minutos en el asiento, disecado en tu propia fascinación. La
puesta en escena alterna la cercanía a los rostros (poderosos, bellos,
inquietos, opacos, nada tan opaco como el rostro humano; espejo de nada, pura
textualidad), con barridos rápidos que traducen ecos de una violencia sorda,
con encuadres precisos y una utilización del decorado digno de la mente
geométrica del mismísimo Fritz Lang (o Polanski…, perdón por la pedantería), donde los remansos de serenidad que
vehiculan los hermosos planos paisajísticos, contrapuntean la creciente
atmósfera de asfixia que se espesa en la casa.
He aquí el enlace de lo más
destacado del 2015 en "Cine Divergente":
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