martes, 26 de abril de 2011

DECLARACIÓN DE INTENCIONES.

"Con certezas, el estilo es imposible: la preocupación por la expresión es propia de quienes no pueden dormirse en una fe. A falta de un apoyo sólido, se aferran a las palabras -sombras de la realidad-, mientras los otros, seguros de sus convicciones, desprecian su apariencia y descansan cómodamente en el confort de la improvisación."
                                                                                                                       E. M. Cioran.

lunes, 25 de abril de 2011

ESTO ES ÁFRICA.



Corolario del expolio colonial decimonónico y víctima de la actual globalización económica, las fronteras políticas que surcan como heridas abiertas la geografía doliente del continente africano, cuya mera forma nos sugiere ya la gota de sangre que se forma de una herida abierta en su verdugo, Europa, quizá la lágrima  hipócrita y culpable del violador ahíto que se debate entre la pena y el asco ante la mujer ultrajada que nada puede ofrecerle más que su condición de víctima, se trazaron, en cualquier caso con el fin de fiscalizar los bienes de cada territorio, delimitar las porciones del pastel correspondiente a las potencias comensales. Su riqueza es su maldición.
En el color rojo de su tierra se cifra el destino unánime de sus pobladores, condenados a una hemorragia lenta pero constante que seguirá empapando y tintando la tierra que los ve morir casi antes de nacer, y cuya sed de sangre parece insaciable.
Diamante de sangre (Blood Diamond, 2004) de Edward Zwick, afronta desde la perspectiva de una producción hollywoodense pero con notable honestidad, la situación actual de Sierra Leona, país que vive una guerra civil auspiciada, no ya por un gobierno (algo habitual en décadas pasadas cuando soplaban los vientos de la Guerra Fría), sino por una multinacional dedicada a la exportación y venta de diamantes, elemento altamente revelador de la idiosincrasia de la globalización económica actual: el poder dejó la cama de los políticos y ahora solo fornica con ejecutivos y directivos de grandes empresas; se ve que éstos son menos remilgados, carecen de los pocos escrúpulos que les restaban a aquellos.
El film elabora un discurso político y cívico coherente, nada complaciente (a pesar de que la afirmación que hace Maddy (Jennifer Connelly) de que ninguna joven norteamericana llevaría un diamante sabiendo de que alguien perdió una mano por él, haya que interpretarlo a la luz  un ataque de ingenuidad del personaje o un chiste cruel del guionista, pero nunca como una declaración de intenciones), a partir de la construcción de unos personajes creíbles que se apoyan en un elenco interpretativo de primera. Danny Archer (Leonardo DiCaprio), encarna un tipo que arraiga en la venerable tradición de aventureros occidentales de escasos escrúpulos y pasión crematística, cínicos y desencantados, misántropos y apátridas, conocedores del medio y de su fauna aborigen, incluyendo el poder local, cuyo arquetipo lo encontramos en el Rick (Humphrey Bogart) de Casablanca (Ídem, 1941) de Michael Curtiz. Como su ilustre predecesor, el personaje acabará actuando contra sus intereses egoístas, pero a diferencia de aquel, James lo hará cuando no haya esperanzas para él, no antes.
No estamos ante un idealista al que una mala experiencia le hizo renegar temporalmente de sus convicciones. Digamos que no tuvo tiempo de incubar convicciones, al fin y al cabo, nació en África y como africano, fue una víctima  prematura que para no sucumbir trocó su condición por la de victimario, más confortable aunque no con mayor esperanza de vida. Dilema en cualquier caso solidario a todos los africanos, como se nos muestra en la descripción del tremendo adiestramiento de los “niños soldados”.
La portentosa interpretación de DiCaprio que transita con sabiduría y naturalidad pasmosa por toda la gama de matices gestuales, revela una personalidad torturada, consciente y determinada, sincera, que no condesciende con el auto-engaño ni el falso y liviano sentido de culpa occidental (él es africano). Su único objetivo es lucrarse caiga quien caiga. Descree de la salvación porque sabe que a Dios hace tiempo que el hombre dejó de importarle un ardite; nihilista irredento, se ve parcialmente redimido por el nada altruista gesto final que dota al personaje de un aire trágico, que nos lo hace humano, demasiado humano y por ello, comprensible, simpático.
Muere con el paisaje de su tierra natal, esa a la que violó como a una madre, en la retina y la voz del amor preterido en aras de la codicia en el oído. Y a buen seguro que con ninguna esperanza en el alma, salvo el del placer diferido de la venganza: E. E. A.
Mención especial, honorífica, gran premio del jurado, merece la incomparable Jennifer Connelly. Como a Gloria Sawnson, el cine actual se le quedó chico a la niña que debutara en Era se una vez América (Once Upon a Time in America, 1984) de Sergio Leone y que, a través de una filmografía irregular llena de títulos que se justificaban únicamente por su presencia, nos ha gratificado con la ofrenda de un rostro de belleza arquetípica, de diosa antigua y primordial, poseedora una mirada abismal y celestial, prístina, melancólica, de una vulnerabilidad firme, de una firmeza vulnerable. Encarna a Maddy Bowen, periodista de buenas intenciones que acaba tomando conciencia de la futilidad de su labor, de cómo no es más que otro carroñero que se alimenta a su manera del sufrimiento de un continente moribundo.
Naturalmente, la historia de amor que se presiente, se espera y casi se acaricia entre sendos protagonistas es imposible en otro alarde de coherencia narrativa por parte de su guionista, Charles Leavitt: las historias de amor están proscritas en la tierra dejada de Dios: E.E.A.
Por último, el film plantea del dilema moderno por excelencia: ¿es el hombre bueno por naturaleza? La repuesta que se sugiere es que no hay esencia previa, Sartre dixit, son los actos los que hacen bueno o malo a un hombre. A la luz de lo cual James se acaba redimiendo a despecho de su voluntad y desde luego contrariando sus deseos.

domingo, 17 de abril de 2011

MÁS VALE QUE NO TENGAS QUE ELEGIR ENTRE EL OLVIDO Y LA MEMORIA...


Bienaventurados los olvidadizos, pues se  olvidarán de sus propios errores.
F. Nietzsche.

La memoria (y el olvido) es uno de los temas capitales de la filosofía, la literatura y el cine, es decir, es por lo mismo, uno de los temas capitales para el ser humano. Las costuras que urden el entramado de memorias que llamamos vida, nuestro pasado personal y unánime (la historia) no son más que datos que una de las facultades cognitivas almacena  a partir de experiencias; con ellos es con lo que construimos el mundo.
Olvídate de mí (Eternal Sunshine of the spotless mind, 2003) de Michel Gondry, plantea la paradoja siguiente: si pudiéramos eliminar todos y cada unos de los recuerdos asociados a la que fuera otrora la persona amada con el fin de olvidarla y ahorrarnos de este modo tramposo el trance doloroso de la ruptura con todo el sufrimiento, culpabilidad e incertidumbre que lleva aparejado, volveríamos a cometer irremediablemente el “error” de enamorarnos de ella de nuevo…Bienaventurados los olvidadizos…
La belleza del guión de Charlie Kaufman, verdadero artífice de esta obra maestra, radica en la clarividente intuición de raigambre nietzscheana de que el olvido lejos de ser una venganza o un castigo es con mucho el mayor de los perdones: “Yo no hablo de venganza ni de perdones/ el olvido es la mayor venganza y el mayor perdón”, sentenció Borges con su seductor estilo lacónico, tan rotundo como poco convincente. Solo sobre el olvido puede el amor perpetuarse, renovarse de continuo para conjurar la miseria del conocimiento que nada aporta al sabio. El hastío que lastra toda relación, tierra baldía sobre la que languidece el amor hasta  que se marchita y no es más que un manojo de raíces putrefactas que sin embargo cuesta tanto arrancar sería mitigado con el abono clemente del olvido. “No me acuerdo de olvidarte” lamentaba Leonard (Guy Pearce) en otra obra maestra sobre el tema, Memento (Ídem, 2000) de Christopher  Nolan en la elevación al cuadrado de la idea central del film de Gondry, un personaje que padece pérdida de la memoria reciente es incapaz de olvidar a su esposa asesinada (la pérdida y el olvido se anudan en la magistral pieza de Nolan), y es gracias a ese imposible olvido a partir del que construye un nuevo proyecto vital que persigue la venganza no como expresión de algún resentimiento sino como epítome de la desesperada búsqueda del sentido en que se embarca toda la existencia humana, todo genuino humanismo, con su basamento en el autoengaño y la ficción.


Olvídate de mí termina con los amnésicos amantes desconcertados ante la revelación que les ofrecen unos casetes que ellos mismos grabaron cuando decidieron sin unanimidad romper con la memoria del otro y en los que refieren detalladamente lo que detestan del otro con una honestidad brutal como solo podría darse aparejada a la certeza de  que ellos mismos olvidarán el eco de palabras tan graves. De modo que presumimos que la incipiente relación que se dejaba adivinar sucumbirá al conocimiento prematuro del rechazo que el otro le provocará. Pero un rayo de esperanza se insinúa. Solo el hombre tropieza dos veces en la misma piedra. Y en esto radica lo que en verdad me emociona del film y que Pascal dijo infinitamente mejor de lo que yo podría hacerlo: “El corazón tiene razones que la razón no entiende.”



miércoles, 6 de abril de 2011

SEXO, SECRETOS Y SATÉN NEGRO...



Las mujeres tienen secretos manuscritos en diarios de cubiertas ajadas.
Las mujeres tienen secretos abandonados en consignas de estaciones cuya llave olvidaron junto a algún vaso vacío.
Las mujeres tienen secretos reclusos en joyeros nacarados, recuerdos de familia, que inquietan el silencio unánime y conyugal de una alcoba.
Las mujeres tienen secretos convictos en el vientre de solitarias maletas que perdieron sobre una cama deshecha en la habitación lasciva y rumorosa de un motel de una carretera secundaria.
Las mujeres tienen secretos minuciosos que revelan en confidencias furtivas a otras mujeres secretas a través de la estrofa azul del humo de los cigarrillos.
 Las mujeres tienen secretos que inquietan  nuestra virilidad oscilante, sin jurisdicción en los predios de una sutil feminidad irreductible a la enigmática labor de urdir sobre el papel secretos rimados con forma de mujer, negros misterios como ojos de mujer, enigmas asonantes sobre piernas de mujer…con la vana esperanza de cifrar en los signos de la tribu el misterio que nos descifre el secreto, acaso, que nos consuele de la íntima y secreta certeza que nos humilla, que compartimos y callamos, como el concurso en un crimen o una ofensa, la hiriente certeza de  jamás llegar a poseerlas.
Y los secretos, embajadores del misterio, tienen a la mujer como rehén precioso.
Los secretos nos burlan con su astucia felina, urden ardides para despistar nuestra lascivia temeraria, que no ceja ante amenazas, que no ceja frente a una sombra, que sucumbirá a la voluptuosidad del sacrificio en aras de su diosa cuando el secreto felino estrangule implacable su garganta, cuando las garras del felino hagan jirones su humanidad deseante e impenitente, y la sangre palpitante ofenda a borbotones la blancura fría del mármol.
Secreto y misterio, mujer y gato.
Apenas fue unas líneas en la prensa local: “Extraño suceso. Gran felino escapa inexplicablemente de su jaula del zoológico. En la huida mata a una transeúnte. La bestia muere finalmente atropellada por un taxi.”
Dos líneas más abajo se mencionaba el nombre de la joven víctima: Señora Irena Reed, nombre de soltera, Irena Dubrovna…todo aquí era bello hasta que tú llegaste. Nacida en algún lugar de Serbia, cierto país de los Balcanes que con dificultad localizaríamos en un mapa, al menos hasta algunas décadas más tarde, aunque eso yo no debería saberlo aún.
Nada se dijo a la prensa del fragmento del metal filoso que llevaba hundido junto a la clavícula (causa probable de la muerte) y que le perforaba el corazón. El extremo y la empuñadura, que completaban el estoque que se emboscaba en mi bastón, se hallaba a escasas manzanas del lugar del siniestro, en el apartamento del matrimonio Reed.
He de admitir, con pesar, que mi rostro era portador una estúpida expresión de incredulidad a modo de máscara funeraria que me agraviará hasta el fin de los tiempos y más allá.
 Pero recapitulemos. El señor Oliver Reed (nombre de reminiscencias licantrópicas), vino a solicitar mis servicios por recomendación de una conocida, la aséptica señorita Moore...las mujeres tienen secretos que no quieren que otras mujeres conozcan…
 La pareja llevaba casada desde hacía unos pocos meses mas, sin consumar el enlace…Al parecer, la joven, oriunda una zona agreste e inculta de los Balcanes había crecido imbuida en ciertas leyendas locales que versaban acerca de demonios que adquirían la forma de gatos y de los que su pueblo era heredero. La idea de que el mal felino anidaba en su seno enlazaba con el motivo de lujuria podía convocarlo era la que explicaba su renuencia a ser incluso besada por su esposo. Y bullía en deseos de conocer a la joven en cuestión.
La imaginé con afilados ojos grises, nariz respingona e insolente, labios húmedos perfilados en una sonrisa burlona, incitante, promisoria. La soñé enfundada en un ceñido vestido de satén negro, yaciendo boca abajo sobre el diván de mi despacho, solícita a ofrecerme su secreto…cálido y vivo.
La cité un lluvioso viernes de abril, a las tres de la tarde. La atmósfera estaba cargada de electricidad y presagios.
Abrí la puerta a una joven tímida, recatada y pueblerina, infinitamente más atractiva que la Irena de mis fantasías. Desprendía un olor fuerte y dulce. Arrastraba las erres de un modo encantador. Los prolongados silencios que seguían a mis preguntas más directas, denotaban su pudor, o su escaso dominio del idioma. Ambas cosas tal vez. Acaso su deseo de hallar una respuesta convenientemente ambigua que me mantuviera mi deseo en vilo. Después de la primera sesión, nada satisfactoria, pensé, juega conmigo, pero descubriré su secreto. Acaso se lo dije. Creo que ya me había enamorado de ella.
En un encuentro posterior con la señorita Moore me pareció ver un caso típico de celos solidarios que tenían por objeto al anodino Oliver. La verdad, me resultaba difícil adivinar como aquel gris arquitecto podía convocar el deseo de dos mujeres, por distintas que fueran…la señora Reed teme al pasado, la señorita Moore, al presente…
Uno era un caso de imaginación desbordante. La culpabilidad de Irena, probablemente destinataria de una educación represora, desconcertada ante el nuevo y acuciante deseo que albergaba por un hombre, incapaz de dar una respuesta lógica y complacer la pulsión, actualiza los fantasmas de su severa educación y urde un castigo fabuloso, atroz: su lujuria convocará a un demonio con forma de pantera que despedazará a su amante exhausto tras el placer. El temor a perder su objeto de deseo y ser al tiempo vehículo de tal pérdida cifra el carácter paradójico de la fantasía incubada por su “super-Yo”.  Situación agravada por lo celos ante una mujer capaz de ofrecer a su marido lo que ella le niega.
Otro era un caso de conciencia. La culpabilidad de Helen provocada por albergar deseos secretos hacia un hombre casado probablemente con una mujer desequilibrada. Cansada de representar el papel de la confidente fiel. La mujer gato y la mujer perro…la historia me parecía cada vez más sencilla
La convincente fantasía de Irena había hecho partícipe a su rival de sus miedos. He aquí su triunfo secreto, había encontrado la coartada perfecta para dar cumplimiento a los deseos de su inconsciente con respecto a ella… a veces tenemos la necesidad de soltar el diablo en el mundo…
Ahora Helen había comenzado a temer por su vida. Veía sombras amenazantes en cada esquina. Siempre supe que la joven Irena ocultaba un secreto. Para ser más exactos, exhibía un secreto, hacía ostentación de él.
La solución, creía yo, precisaba medidas drásticas, allí donde la terapia había fracasado triunfaría un hombre. Me había encomendado la heroica misión de transfigurarme en un moderno Rey John y exorcizar los demonios felinos de Irena. Es decir, me había propuesto seducirla.
 Su forma de caminar deslizante y silente pase a los altos tacones; su forma de hablar exhibiendo el acento, arrastrando las erres; de clavarme la mirada, de sólito huidiza, como si temiera que descubriera algo en su recóndita negrura, y ahora retadora, lejana, opaca. Su labio inferior temblaba como una gota de sangre fresca, esbozaba una sonrisa insolente.
Propuse, sin demasiada convicción, una terapia de grupo para el singular triángulo. Previsiblemente Irena no compareció. Decidí aprovechar la ocasión,  librarme de la pareja y aguardar a la joven.
Supe de inmediato que venía a ofrecerme su secreto, el secreto que me había burlado en  sesiones anteriores. Las mujeres gustan de revelar que poseen un secreto pero se empecinan en negar su contenido: ardides de seducción a los que finjo sucumbir, cada vez con más impaciencia, he de admitir…



domingo, 3 de abril de 2011

LA ESTRELLA SOLITARIA DE JOHN SAYLES


Cada vez son por desgracia más escasas las siempre agradecidas bajadas a las polvorientas catacumbas del VHS. Tras sacudirnos la pereza de rescatar una de las cajas a las que hemos relegado años de grabaciones televisivas de tiempos en los que íbamos a la caza y captura del clásico semanal de rigor en las guías televisivas o la prensa diaria, acudimos al sarcófago donde se amontonan mansas y en armónico caos cintas de ajados y garabateados estuches de cartón en cuyas etiquetas dejamos menos que más constancia de su contenido, imprecisión que pagamos con la aventura torpe y nostálgica de localizar afinando vía “rew” y “ff” el film que queremos ver en el tráfago de grabaciones incidentales o fragmentos de reportajes varios que, cuando finalmente es localizado, comienza a tejerse la inevitable urdimbre de rayas que contorsionan la imagen y distorsionan el sonido antes que el auto-tracking disipe la nube y la pantalla recupere toda la higiene visual de la que el formato y los estragos del tiempo sean capaz. ¡Se ha perdido tanto con la asepsia del DVD…!
En fin, que de mi última expedición espeleológica me he traído un buen número de viejos recuerdos. Lone Star (Ídem, 1996) de John Sayles, es algo así como al inversión de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot to Liberty Balance, 1961) de John Ford. El film juega admirablemente con las expectativas de la audiencia en este sentido para acabar dispensando un discurso nada maniqueo cuyo eje vertebrador es la frontera, física y moral, que congrega a la miríada de personajes que constituye grupo tan heterogéneo como representativo del espacio limítrofe entre México y E.E.U.U., para concluir con la idea jugosa y de escasa actualidad de que a veces la leyenda y los hechos se avienen a despecho de iconoclastas y revisionistas malintencionados.
El punto de partida es la irrupción del pasado en la forma de unos huesos anónimos en un campo de tiro. Todo apunta a que se trata del Sheriff Wade (Kris Kristofersson), cuya repentina desaparición décadas atrás sigue siendo un misterio en Rio County y que ahora parece va a aclararse. Nadie sintió su supuesta marcha, representaba la tiranía que legitima con la chapa el ejercicio de la extorsión. El viejo orden estamental es suplantado por el Sheriff Buddy Deeds (Matthew McConaughey), funcionario ejemplar, por su entrega a la comunidad alcanzó la altura de mito. Se le prepara un homenaje, pero la inoportuna aparición de los huesos, enturbian la celebración. Su hijo, el actual Sheriff Deeds (Chris Cooper) se muestra proclive a creer que fue su padre quien pudo acabar con Wade. Es lo que quiere creer, como le reprocha el alcalde Hollis (Clifton Jones), de este modo el hombre que arruinó su vida impidiéndole amar a Pilar (Elisabeth Peña) y comprometió su porvenir relegándolo a vivir bajo su alargada sombra tendría su merecido póstumo. Pero sus pesquisas le muestran, como a Edipo, una verdad que no le aporta beneficio alguno, atroz, que acrecienta la figura de su padre si cabe aún más. Buddy, con todos sus defectos, era buen tipo y su oposición a la relación de su hijo con Pilar no era por racismo sino porque ella también era su hija.
El film dramatiza el conflicto derivado del mestizaje característico de un país que  tardó en tener claras sus fronteras políticas y que se trazaron con violencia sobre la geografía imprecisa de cuatro razas condenadas a vivir en vecindad, al odio y al amor, al mestizaje o la segregación. “Un hombre no cambia al cruzar la frontera.” Sin embargo, no se cae en los tópicos de la corrección política mostrando blancos protervos y pobres negros, mejicanos e indios subyugados por aquel. Todos son víctimas en cierta medida.
El otro gran tema del film es el de las difíciles relaciones paterno-filiales. De nuevo una frontera, ahora generacional, genera no pocos conflictos.
El guión es un prodigio en su construcción a partir de la ironía del fin no buscado; los diálogos son precisos, profundos pero sin ser discursivos. El reparto es magnífico, un elenco de actores característicos que definen a los personajes con su poderosa apariencia, rasgo propio del mejor cine clásico. Resulta destacable que el personaje sobre el que bascula la trama, Buddy Deeds, aparezca tan solo en dos secuencias, elemento que contribuye a que su figura se diluya en el libre juego de perspectivas e interpretaciones que lo valoran desde sus intereses particulares y, a la postre, le dispensan, también para el espectador, un aire legendario, mítico. Los mitos no están tan mal después de todo, parece decirnos Sayles.
Si de algún reproche se hace acreedora la película es de cierta falta de inspiración visual, plasticidad o eso que se ha dado en llamar fisicidad. Una mayor presencia del entorno físico, de la violencia, de la sexualidad incipiente que se presiente pero no se siente entre Deeds y Pilar, hubieran contribuido a que el film fuera uno de los grandes títulos de la década. Mimbres tenía. Quizá Weir o Cimino y estaríamos hablando de una obra maestra.