Cada vez son por desgracia más escasas las siempre agradecidas bajadas a las polvorientas catacumbas del VHS. Tras sacudirnos la pereza de rescatar una de las cajas a las que hemos relegado años de grabaciones televisivas de tiempos en los que íbamos a la caza y captura del clásico semanal de rigor en las guías televisivas o la prensa diaria, acudimos al sarcófago donde se amontonan mansas y en armónico caos cintas de ajados y garabateados estuches de cartón en cuyas etiquetas dejamos menos que más constancia de su contenido, imprecisión que pagamos con la aventura torpe y nostálgica de localizar afinando vía “rew” y “ff” el film que queremos ver en el tráfago de grabaciones incidentales o fragmentos de reportajes varios que, cuando finalmente es localizado, comienza a tejerse la inevitable urdimbre de rayas que contorsionan la imagen y distorsionan el sonido antes que el auto-tracking disipe la nube y la pantalla recupere toda la higiene visual de la que el formato y los estragos del tiempo sean capaz. ¡Se ha perdido tanto con la asepsia del DVD…!
En fin, que de mi última expedición espeleológica me he traído un buen número de viejos recuerdos. Lone Star (Ídem, 1996) de John Sayles, es algo así como al inversión de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shoot to Liberty Balance, 1961) de John Ford. El film juega admirablemente con las expectativas de la audiencia en este sentido para acabar dispensando un discurso nada maniqueo cuyo eje vertebrador es la frontera, física y moral, que congrega a la miríada de personajes que constituye grupo tan heterogéneo como representativo del espacio limítrofe entre México y E.E.U.U., para concluir con la idea jugosa y de escasa actualidad de que a veces la leyenda y los hechos se avienen a despecho de iconoclastas y revisionistas malintencionados.
El punto de partida es la irrupción del pasado en la forma de unos huesos anónimos en un campo de tiro. Todo apunta a que se trata del Sheriff Wade (Kris Kristofersson), cuya repentina desaparición décadas atrás sigue siendo un misterio en Rio County y que ahora parece va a aclararse. Nadie sintió su supuesta marcha, representaba la tiranía que legitima con la chapa el ejercicio de la extorsión. El viejo orden estamental es suplantado por el Sheriff Buddy Deeds (Matthew McConaughey), funcionario ejemplar, por su entrega a la comunidad alcanzó la altura de mito. Se le prepara un homenaje, pero la inoportuna aparición de los huesos, enturbian la celebración. Su hijo, el actual Sheriff Deeds (Chris Cooper) se muestra proclive a creer que fue su padre quien pudo acabar con Wade. Es lo que quiere creer, como le reprocha el alcalde Hollis (Clifton Jones), de este modo el hombre que arruinó su vida impidiéndole amar a Pilar (Elisabeth Peña) y comprometió su porvenir relegándolo a vivir bajo su alargada sombra tendría su merecido póstumo. Pero sus pesquisas le muestran, como a Edipo, una verdad que no le aporta beneficio alguno, atroz, que acrecienta la figura de su padre si cabe aún más. Buddy, con todos sus defectos, era buen tipo y su oposición a la relación de su hijo con Pilar no era por racismo sino porque ella también era su hija.
El film dramatiza el conflicto derivado del mestizaje característico de un país que tardó en tener claras sus fronteras políticas y que se trazaron con violencia sobre la geografía imprecisa de cuatro razas condenadas a vivir en vecindad, al odio y al amor, al mestizaje o la segregación. “Un hombre no cambia al cruzar la frontera.” Sin embargo, no se cae en los tópicos de la corrección política mostrando blancos protervos y pobres negros, mejicanos e indios subyugados por aquel. Todos son víctimas en cierta medida.
El otro gran tema del film es el de las difíciles relaciones paterno-filiales. De nuevo una frontera, ahora generacional, genera no pocos conflictos.
El guión es un prodigio en su construcción a partir de la ironía del fin no buscado; los diálogos son precisos, profundos pero sin ser discursivos. El reparto es magnífico, un elenco de actores característicos que definen a los personajes con su poderosa apariencia, rasgo propio del mejor cine clásico. Resulta destacable que el personaje sobre el que bascula la trama, Buddy Deeds, aparezca tan solo en dos secuencias, elemento que contribuye a que su figura se diluya en el libre juego de perspectivas e interpretaciones que lo valoran desde sus intereses particulares y, a la postre, le dispensan, también para el espectador, un aire legendario, mítico. Los mitos no están tan mal después de todo, parece decirnos Sayles.
Si de algún reproche se hace acreedora la película es de cierta falta de inspiración visual, plasticidad o eso que se ha dado en llamar fisicidad. Una mayor presencia del entorno físico, de la violencia, de la sexualidad incipiente que se presiente pero no se siente entre Deeds y Pilar, hubieran contribuido a que el film fuera uno de los grandes títulos de la década. Mimbres tenía. Quizá Weir o Cimino y estaríamos hablando de una obra maestra.
Hay que ver, cada vez que te leo escribes mejor. Besos
ResponderEliminarMuchas gracias por el análisis. Muy interesante.
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