Corolario del expolio colonial decimonónico y víctima de la actual globalización económica, las fronteras políticas que surcan como heridas abiertas la geografía doliente del continente africano, cuya mera forma nos sugiere ya la gota de sangre que se forma de una herida abierta en su verdugo, Europa, quizá la lágrima hipócrita y culpable del violador ahíto que se debate entre la pena y el asco ante la mujer ultrajada que nada puede ofrecerle más que su condición de víctima, se trazaron, en cualquier caso con el fin de fiscalizar los bienes de cada territorio, delimitar las porciones del pastel correspondiente a las potencias comensales. Su riqueza es su maldición.
En el color rojo de su tierra se cifra el destino unánime de sus pobladores, condenados a una hemorragia lenta pero constante que seguirá empapando y tintando la tierra que los ve morir casi antes de nacer, y cuya sed de sangre parece insaciable.
Diamante de sangre (Blood Diamond, 2004) de Edward Zwick, afronta desde la perspectiva de una producción hollywoodense pero con notable honestidad, la situación actual de Sierra Leona, país que vive una guerra civil auspiciada, no ya por un gobierno (algo habitual en décadas pasadas cuando soplaban los vientos de la Guerra Fría), sino por una multinacional dedicada a la exportación y venta de diamantes, elemento altamente revelador de la idiosincrasia de la globalización económica actual: el poder dejó la cama de los políticos y ahora solo fornica con ejecutivos y directivos de grandes empresas; se ve que éstos son menos remilgados, carecen de los pocos escrúpulos que les restaban a aquellos.
El film elabora un discurso político y cívico coherente, nada complaciente (a pesar de que la afirmación que hace Maddy (Jennifer Connelly) de que ninguna joven norteamericana llevaría un diamante sabiendo de que alguien perdió una mano por él, haya que interpretarlo a la luz un ataque de ingenuidad del personaje o un chiste cruel del guionista, pero nunca como una declaración de intenciones), a partir de la construcción de unos personajes creíbles que se apoyan en un elenco interpretativo de primera. Danny Archer (Leonardo DiCaprio), encarna un tipo que arraiga en la venerable tradición de aventureros occidentales de escasos escrúpulos y pasión crematística, cínicos y desencantados, misántropos y apátridas, conocedores del medio y de su fauna aborigen, incluyendo el poder local, cuyo arquetipo lo encontramos en el Rick (Humphrey Bogart) de Casablanca (Ídem, 1941) de Michael Curtiz. Como su ilustre predecesor, el personaje acabará actuando contra sus intereses egoístas, pero a diferencia de aquel, James lo hará cuando no haya esperanzas para él, no antes.
No estamos ante un idealista al que una mala experiencia le hizo renegar temporalmente de sus convicciones. Digamos que no tuvo tiempo de incubar convicciones, al fin y al cabo, nació en África y como africano, fue una víctima prematura que para no sucumbir trocó su condición por la de victimario, más confortable aunque no con mayor esperanza de vida. Dilema en cualquier caso solidario a todos los africanos, como se nos muestra en la descripción del tremendo adiestramiento de los “niños soldados”.
La portentosa interpretación de DiCaprio que transita con sabiduría y naturalidad pasmosa por toda la gama de matices gestuales, revela una personalidad torturada, consciente y determinada, sincera, que no condesciende con el auto-engaño ni el falso y liviano sentido de culpa occidental (él es africano). Su único objetivo es lucrarse caiga quien caiga. Descree de la salvación porque sabe que a Dios hace tiempo que el hombre dejó de importarle un ardite; nihilista irredento, se ve parcialmente redimido por el nada altruista gesto final que dota al personaje de un aire trágico, que nos lo hace humano, demasiado humano y por ello, comprensible, simpático.
Muere con el paisaje de su tierra natal, esa a la que violó como a una madre, en la retina y la voz del amor preterido en aras de la codicia en el oído. Y a buen seguro que con ninguna esperanza en el alma, salvo el del placer diferido de la venganza: E. E. A.
Mención especial, honorífica, gran premio del jurado, merece la incomparable Jennifer Connelly. Como a Gloria Sawnson, el cine actual se le quedó chico a la niña que debutara en Era se una vez América (Once Upon a Time in America, 1984) de Sergio Leone y que, a través de una filmografía irregular llena de títulos que se justificaban únicamente por su presencia, nos ha gratificado con la ofrenda de un rostro de belleza arquetípica, de diosa antigua y primordial, poseedora una mirada abismal y celestial, prístina, melancólica, de una vulnerabilidad firme, de una firmeza vulnerable. Encarna a Maddy Bowen, periodista de buenas intenciones que acaba tomando conciencia de la futilidad de su labor, de cómo no es más que otro carroñero que se alimenta a su manera del sufrimiento de un continente moribundo.
Naturalmente, la historia de amor que se presiente, se espera y casi se acaricia entre sendos protagonistas es imposible en otro alarde de coherencia narrativa por parte de su guionista, Charles Leavitt: las historias de amor están proscritas en la tierra dejada de Dios: E.E.A.
Por último, el film plantea del dilema moderno por excelencia: ¿es el hombre bueno por naturaleza? La repuesta que se sugiere es que no hay esencia previa, Sartre dixit, son los actos los que hacen bueno o malo a un hombre. A la luz de lo cual James se acaba redimiendo a despecho de su voluntad y desde luego contrariando sus deseos.
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