Aarón Rodríguez.
Venimos hoy a hablar de un libro iniciático, a despecho de su título: Apocalipsis Pop!, de Aaron Rodríguez. Un libro que quiso ser una canción y es una elegía.
Un libro que versa sobre un cine que pretende hacerse cargo del malestar de un sujeto que padece (…) un extraño rasgo inherente a las sociedades del bienestar (…) Un libro que en realidad es nuevo tratado sobre la postmodernidad (etiqueta que a base de ser repetida hasta la nausea, se había vaciado de sentido; Aarón recupera su significado prístino con clarividente precisión y oportunidad notable) en cuanto que rastrea genealógicamente las consecuencias de la falta de legitimazación y fundamento, la ausencia de los grandes relatos, la quiebra de la representación clásica y la ruptura con los modos canónicos que impiden el anclaje del sentido de las imágenes disparando los simulacros por doquier. Eso del lado, digamos, de la estética.
Pero el libro se propone una labor de crítica cultural, ofrecer un análisis del espíritu tuberculoso de nuestro tiempo, reivindicar a una generación que ha perdido el hábito de la lucha y aboga, en el mejor de los casos, por la resistencia; la autopsia de una sociedad que sólo procura el bienestar de los cuerpos, ¿y que hay del alma? El análisis se centra en la construcción de la masculinidad a través de ciertos iconos pop y de ahí, testimonia su progresivo declive, la erosión de la figura paterna, la oruga que rosiga el andamiaje sobre el que se encaramaba y la desarticulación de la familia nuclear, venero en ocasiones de la violencia.
Y la neurosis, la psicosis y la enajenación. La crueldad y la rabia, como respuestas al malestar.
Aarón repara en la exquisita paradoja que la sociedad del bienestar conlleva: El sujeto occidental de las sociedades capitalistas del bienestar (…) sigue localizando en su interior una angustia, un extrañamiento, un dolor. La satisfacción de nuestros deseos choca frontalmente con la obstinación de Lo Real.
Aaron le otorga a ciertos productos de la cultura popular una cualidad salvífica, que al menos yo (a estas alturas, devoto de sus textos) no puedo menos que suscribir. Porque Aaron, quiéralo él o no, se va convirtiendo en un profeta de las postrimerías, albacea del dolor y el gozo de la Vieja Europa. Serán las raíces semíticas que yo le aventuro. Será su aspecto de sabio cabalista. El caso es que en este libro se nos confirma como un francotirador que acierta a helarnos el alma con el análisis de textos que nos eran familiares, íntimos. Hasta que él los desnudó y nos los devolvió con un vómito de lucidez a través del tamiz de su prosa impúdica, como una adolescente violada es devuelta a los brazos de su padre, sin opción al repudio: la ama demasiado.
Aaron tiene la manía, la añoranza, de la generación. Y nos habla a nosotros, hijos de una generación innominada, innombrable, Post-todo: la generación que aguarda el planeta azul (¿Aún esperas que Von Trier nos salve?: Tarkovski no volverá) . Nos precedió la Generación X, la que retrató Ben Stiller (uno de los reproches que le hago, por su olvido). La generación que, en literatura encarnaron (Dios les confunda), Ray Loriga, Mañas y el Kronen al que tanto jodía ir los sábados por la noche; la infame y planetaria Lucía de los cuerpos celestes (ninguno se llamaba Melancolía) ¿Qué nombre nos aguarda en los archivos de la Historia, Aaron? Tiene razón Fukuyama, la Historia ha muerto: ¡Viva el 11-S! ¡Viva la Primavera Árabe!
Pero, dejemos de chuparnos las pollas, que diría el señor Lobo.
El libro se estructura en cuatro grandes bloques (pasos de baile, los llama, sugiriendo una invitación a la lectura, una lectura que nos lleva en volandas por el parqué). El primero gira en torno a algunos de los episodios y figuras más gloriosas de la música de la segunda mitad del siglo XX y sus testimonios fílmicos. Del jovial cuarteto de Liverpool a los siniestros chicos londinenses que vendieron su alma blanca al diablo negro. De Let it Be a Let it Bleed. De la fresca edición de Richard Lester (autor meritorio y, creo, que a descubrir) a la clausura del tiempo (la duración en un sentido bergsoniano) que operó el maestro Godard, en su autopsia de la gestación de Sympathy for the Evil.
La fiesta acabó como terminan las cosas que terminan, con el cadáver exquisito y distópico de Altamont, servido frío en el calor de la muchedumbre, como una venganza memorable urdida los Maysles a su mayor gloria; el cadáver de Mederith sucumbe bajo el pulgar del amor y la libertad que una tarde de verano diera comienzo al festival de Woodstock.
Porque el puñetero Aaron se empeña en recordarnos que la jarana acaba con monótona rutina: los sueños, de la Razón o no, siempre engendran monstruos. Y no contento con ello, sin condescender con la tentación de mixtificar la tragedia, nos transporta hasta la resaca Punk con Ian Curtis: su memento mori no evita mostrarnos lo que nos complacen los hermosos cadáveres de nuestra cultura canibal, víctimas propiciatorias de un éxito que nos hiere y envidiamos; cuya muerte esperamos entre impacientes y resignados: el material con que se hacen los mitos. Y dinero, ya que estamos.
Así, los muñecos rotos que una vez fueran dioses sobre el escenario aparecen como heraldos del deseo frustrado, simulacros de su cumplimiento diferido que con su muerte, dispensan un goce tibio pero sostenido que se desgrana en el racimo de ediciones limitadas, remasterizadas o definitivas que pueblan nuestras discotecas; o degradadas en bastardas creaciones infográficas que pasean sin pudor los supervivientes del naufragio por el palacio de deportes de turno durante el enésimo concierto de la temporada.
El análisis de Control, sirve a Aaron para plantear la erosión de la figura paterna en las sociedades del bienestar. El relato de su mal asumida partenidad o la gestación de She lost control, es francamente memorable: ahí alza vuelo el analista que desentraña con su afilado visturí la urdimbre de la sendas secuencias: toda una lección de análisis cinematográfico. Pero la cosa no a hecho más que empezar.
Luego vienen Pink Floyd con The Wall bajo el brazo y su puesta en imágenes por Alan Parker (quien nos regaló una radiografía anticipada de nuestra propia generación) en lo que será una profunda reflexión sobre la quiebra del proceso encarnado por el Padre. Malos tiempos para la falocracia.
Más tarde asoman Quadrophenia, Bowie y un brillante destello acerca de Bailar en la oscuridad que nos sabe a poco.
El bloque segundo nos acerca a una de las creaciones más poderosas de la segunda mitad del siglo, James Bond. Paradigma de la masculinidad y el eurocentrismo gestado al socaire de la mal llamada Guerra Fría, icono de la dominación occidental. Para los que crecimos fascinados por el asesino a sueldo de su Majestad y babeamos de envidia por la legión de ninfas que se trasiega, disfrutar de un análisis de altura como ante el que estamos, es una alegría con la que ya no contábamos (cada vez contamos con menos cosas, la verdad) Pocos personajes han explicitado con tanta precisión las complejas relaciones entre el hombre, la culpa, el deber y la ley.
Connery sienta las bases de un personaje monolítico, hierático, sin fisuras, tan letal con los villanos como infalible con las damas, una masculinidad inquebrantable que empezará a tambalearse al poco de dejar vacante el puesto que ocupa Lazenby en la estimable Al servicio secreto de su Majestad, donde el interino incurre en una negligencia imperdonable que compromete fatalmente el resto de la serie: se enamora. Naturalmente, tales debilidades no le estaban permitidas y recibe su justo castigo: la Señora Bond es asesinada. Bond se humaniza y pese que este enojoso rasgo recién adquirido sea ignorado por el nuevo pretendiente al cargo, Roger Moore, la culpa surge inoportuna cuando menos se la esperaba en La espía que me amó.
Para más inri, un Moore ya consolidado, envejece como 007 y ya se sabe que el tiempo no hace distingos: es asquerosamente democrático; el mito se erosiona corroído de cansancio y más culpa.
Ya a finales de los 80, Timothy Dalton se embute en el agente. Pero algo ha cambiado, no es el llamado del deber al que acude sino a una incontenible sed de venganza que salpica de sangre las dos cintas que protagoniza: los ejes del amor y de la violencia se anudan en la imposibilidad de ser atravesados por lo sagrado. Dalton carece del sentido del humor de su predecesor en la misma medida que adolece de su sentido del deber.
Y así, la serie llega a los noventa y a Pierce Brosnan, cuando, se suponía, la Historia había acabado: la secuencia de créditos de Goldeneye es una celebración pop del óbito.
Con el último actor en encarnar al personaje, Daniel Craig, éste adquiere una dimensión más profunda: asistimos a la construcción del héroe con la argamasa de la violencia, de igual modo, y atendiendo a uno de los aspectos más interesantes de la serie, el momento histórico (sí, seguimos en la brecha de la Historia) actual moldea su ideología, Aaron repara en las conexiones explícitas entre el eje de la Ley, el Capital, y la subvención de las actividades terroristas.
La conclusión es tremenda: hace falta un héroe brutal para protegernos del terror. Pero en la creación del mito se debe dar un paso más allá de la violencia camino de la empatía: El héroe no puede serlo hasta que no integra la mirada del Otro en su horizonte vital.
El capítulo consagrado a Casino Royale alcanza una de las cotas más altas en un libro de ochomiles.
El tercer paso de baile nos lleva hacia las melodías interpretadas por Danny Boyle, autor por el que no siento excesiva simpatía, a pesar de Trainspotting. Cabe destacar un brillante y breve repaso al cine que marcó nuestra generación, a los autores moldearon aquella iconografía, ese cine que tanto nos está costando a algunos aceptar como referente: ¿Por qué? Acusamos de adanismo (educadamente) o simple ignorancia al insensato que osa a encumbrar las obras de los Waichoswki, Fincher o Nolan al Olimpo cinematográfico, pero lo cierto es que sus obras junto a las de Boyle, Ritchie o de la Iglesia fueron rápidamente adoptadas de una manera discreta pero honesta por las legiones de espectadores que convirtieron en material pop (…) cine de identidad y de rechazo frente a otras propuestas comerciales.
Bien es cierto, que esta ola de cineastas pronto fue fagocitada por la maquinaria comercial (la sociedad del bienestar se ha mostrado infinitamente más eficaz que cualquier dictadura ante la disidencia), pero en sus trabajos primerizos dieron cumplida cuenta del malestar de la figura masculina.
En la introducción al cine de Boyle radica una de las reflexiones más interesantes del libro en cuanto al rumbo que debe tomar la crítica (en este sentido, toda la obra de Aarón es un manifiesto sotto voce).
Para empezar, acoger a sus referentes fílmicos, superar la melancolía en la que muchos languidecemos (y que gracias a Aarón, comenzamos a conjurar), la añoranza de un cine que no volverá, que nada quiere saber de nosotros, que sólo puede conducirnos, en el ejercicio crítico, al lugar común, a la asepsia del estudio divulgativo. Reescribir la Historia del Cine como la chavalada del 27 hizo con la Historia de la Literatura. Ignoro si esto es a lo que llaman Nueva Cinefilia, pero bien podría serlo.
El cuarto bloque es una miscelánea en la que transitamos por una serie de obras que miran a los ojos de la violencia, que apuñalan los ojos de la audiencia, que hace equilibrismo en los límites de lo representable y muestra la capacidad del arte para mediar en las relaciones del sujeto con la violencia.
Y cuando miras al abismo, sabemos que la mirada nos es devuelta y no es posible salir indemnes: somos incluidos en el vértigo. Como nadie sale indemne después Irreversible: el cine como experiencia extrema, ideológica y visualmente. Después de los veintitrés golpes de extintor que el Filósofo propina al Tenia como correctivo total.
Y lo peor está por llegar. Del Rectum al Túnel, Noé urde una geografía que transita del goce al dolor, que problematiza al cuerpo como habitación de ambos.
De Irreversible llegamos, en ese Vals de Mefisto sobre el que Aarón nos lleva en volandas, a Anticristo, otro texto definitivo y total. Reescritura del Génesis y la Caída, la aparición del Mal y su puesta devastadora en imágenes. De nuevo la conexión entre el goce y la destrucción. El fin del trayecto lo pone Rob Zombie, una de las sorpresas más gratas de la última década (Aviso a navegantes: acaba de salir en DVD Halloween II). Zombie localiza en la familia, sagrada institución amenazada por doquier (como afirmaba en fechas recientes Juan Manuel de Prada en sus Lágrimas en la lluvia), el germen de la violencia, y se alza como uno de los alumnos aventajados de la postmodernidad por la asunción de sus referentes culturales y la perversión de los códigos genéricos.
El epílogo, que no es una salida (Aarón sabe que no es posible salir de su texto, que estamos condenados a pensarlo hasta la locura u optar por el remedio expeditivo al que se acogía el protagonista de Pi, fe en el caos), nos regala una joya que no me resisto a transcribir: Todas las generaciones (…) se componen de un puñado de hombres y mujeres valientes y un enorme rastro adiposo que aspira a morirse sin hacer demasiado ruido dejando a sus hijos una casa, un título superior, un crucifijo -o una foto del Ché, tanto da-...Pasan por una existencia llena de abismos sin comprender los inmensos fogonazos de belleza, pasión, furia, ansia y perfección que nos rodean.
La ostia.
Creo que la gran sabiduría que contiene este libro sabio es que debemos liberar la mirada para aprender a mirar sin ojos présbitas, olvidarnos del canon, quemar a Bazin, para que, libres de débitos y modelos, tratemos de escuchar las imágenes que nos hablan y se nos ofrecen, pensarlas necesariamente desde nuestros prejuicios para ampliar el círculo hermeneútico. Pero pensarlas no desde Ford o Hitchcock, sino desde su singularidad irreductible a la tradición, desde un presente imperativo. Sólo así será posible el aprendizaje. Sólo así se justifica la labor crítica.
Aaron nos está enseñando todo esto y después de Apocalipsis Pop! algo tendrá que cambiar.