Quién te lo iba a decir
a ti, el 2012 te lo has pasado pegado a la pantalla del Kindle.
Quién te lo iba a decir.
Pero así ha sido. El fetichismo del libro nunca lo abandonaremos, no
se trata de eso, además, adorar el continente no es lo mismo que
apropiarse del contenido. Tantos libros hubo que admiramos como
objetos y que nunca se nos abrieron como realidad y languidecen en un
anaquel olvidado. ¿Y qué es la realidad? Me preguntan de continuo
mis alumnos (los más aventajados, claro, los demás creen saberlo)
La realidad es lo que
habitamos. Una película, un libro, una canción.
No habito el espacio que
me alberga como volumen, habito el texto que se me ofrece como
hermeneuta.
Un libro es como una
mujer, una mera posibilidad. La tecnología hace probable lo posible.
Muy probable. La tecnología pues, es Mefistófeles. Y yo nunca he
negado que de buena gana sería Fausto.
Este año he comenzado
más novelas que nunca desde que me retiraron el carné de la
biblioteca pública (no es broma, estoy sancionado hasta el 2020 por
la negligencia de uno de sus funcionarios) Este año he alcanzado el
punto y final en menos novelas que nunca (gesto compungido, mano a la
frente, lágrimas a la vista.)
Con los años me he
vuelto impaciente, rara vez termino un relato, ahora encima, son
tantos los que aguardan en la memoria de mi libro electrónico,
humedeciendo los labios con su verde heineken, que imposible jurarle
fidelidad a uno de ellos, y claro, nos dispersamos más de lo
deseable.
Uno que de por sí ya es
prolijo y disperso...La puta dispersión. De forma que el reino de la
posibilidad se torna provincia del amago, la tentativa, el
otra-vez-será. Un libro inconcluso nos martiriza con su presencia
reprobatoria sobre el escritorio. Lo vamos esquinado, sepultando bajo
nuevos pretendientes, pero el cabrón sigue ahí hasta el día que
tomamos la determinación de encajarlo, resignados, en algún hueco
de la estantería, bajando la cabeza, evitando mirarle a los ojos,
eludiendo reproches.
Ahora lo tenemos más
fácil. Cerramos el archivo y si te he visto...
Por tanto, comencemos por
territorio conocido, celulosa en tinta impresa que nos saluda con esa
vaharada tan familiar y hospitalaria cada vez que desplegamos sus
labios o páginas.
El pliegue siempre.
Seamos realistas, si
frecuentamos la esquina del libro digital lo hacemos por los huecos
que este año nos han abierto en el bolsillo, hay que hacer de la
necesidad virtud.
Privar un texto de
anotaciones al margen y subrayados, es privar su lectura de historia.
Volver a los libros que leímos hace quince años supone un
reencuentro con el otro que fuimos a través de los comentarios que
le asaltaron y no pudo dejar de anotar (recuerdo la culpa por
mancillar la página), reconstruimos cada avatar del proceso, nos
sorprende lo estúpido que éramos, o la sagaces, y en las huellas de
ese diálogo urgente con el autor, se cifra la esencia de la lectura.
Aquí va una breve
selección de lo trasegado en los últimos meses en el campo de la
narrativa. El orden es aleatorio.
Nº 1
Tendemos
a
tratar
de
establecer
de
forma
apriorística
una
teoría
de
las
artes,
cine,
novela
o
poesía,
confundiendo descripción con norma.
Con
los
años
voy
perdiendo
ese
afán
taxonómico
y
empobrecedor,
pero
aún
pervive
la
tentación
por establecer los parámetros de la novela ideal.
Y
bien,
si
así
lo
hiciera,
podría
poner
a
Submundo (1997)
de
Don
DeLillo
como paradigma.
¿Qué
es
una
novela
total?
Una obra que agota el ámbito de todas las realidades, en especial,
la histórica, es decir, que se erige en crónica de su tiempo a
partir de un protagonista colectivo, donde generalmente comparecen
los diversos estamentos sociales, ideológicos, estéticos,
culturales, etc.
La
basura como materia residual y a la vez, prima, de una sociedad
consumista. La basura semantizada o basura como texto, obra de arte y
elemento basilar de un desarrollo sostenible (reciclado). La gestión
de la basura como forma de vida. Pero va más allá, basura es todo
residuo, huella o eco de la tecnología. Tras el consumo sólo resta
basura. Y de la basura nacerán nuevos productos fungibles.
El
deporte como celebración de la colectividad (los juegos de Olimpia
era el único acontecimiento que citaba a toda la Hélade), pero
también símbolo de una cultura que enferma de éxito, que alienta
la competencia y tolera mal la derrota. Puede que, huérfana de
épica, añore gestas, y goza por delegación, de logros
insignificantes pero magnificados que dan sentido a la vida, en algún
caso. Puro nihilismo.
Para
que una novela no caiga en lo discursivo tiene que estar nutrida de
personajes creíbles y meras no encarnaciones de ideas; en las hebras
de sus destinos insignificantes debe lograrse cifrar el destino
solidario de la especie, y ante todo, ser un artefacto narrativo,
poner acciones ante los ojos del lector, anudar un conflicto y
desenlazarlo más o menos.
Pues
bien amigos, con la vergüenza de haber tardado 15 años en degustar
esta joya, puedo deciros que Submundo ofrece
esto y más (lo “más” es la experiencia intransferible de
transitar por sus 900 páginas)
Si
alguna vez dije que Roth es el mejor narrador de nuestro tiempo,
disculpadme, somos temerarios en la ignorancia.
Cómo
narra este tipo, acción y descripción se implican con una economía
y una fluidez admirable. No ahorra en poderosas enumeraciones cuando
el relato así lo reclama, sus diálogos son lacónicos y afilados,
con algo de Salinger, a veces giran en torno a un asunto que por el
momento ignoramos, comunicando de forma sesgada una realidad más
compleja. Algunos personajes, los principales, se nos van ofreciendo
de forma oblicua, enredados en la trama de sus acciones. Con otros
procede de modo más directo, componiendo relatos autónomos de
singular fuerza. A veces, moldea toda una vida con la crónica de un
anhelo, una creencia, un gesto característico.
Se abrió a todo
cuanto había en ella, al pasado que nunca cesa de transcurrir, y al
minuto que pasa, a lo que siente ella cuando se rasca el dorso de la
mano, estirando la piel y luego rascándola. Intentaba oír el rumor
de su vida, la mosca que vive en la habitación de la mujer que vive
sola.
Un
auténtico monumento literario que nos hace sentir muy vivos y sentir
gratitud por tipos como DeLillo, que tanto nos dan, en una época en
la tantos otros sólo nos quitan.
Nº
2
Las correcciones de
Johnathan Franzen (2001) El gran símbolo literario de la sociedad
del malestar. La crónica de una familia muy clase media, muy
americana. Todo tibio, gris y burgués.
Los diálogos son soberbios y el dibujo de algunas escenas
cotidianas, vívidos y poderosos. Franzen tiene una habilidad notable
para bucear en todos sus personajes, y en especial, los femeninos,
nos los hace próximos, familiares, queribles. Dispone una estructura
hábil en la que cada uno tiene su momento, la ocasión de dar sus
razones. Hay sucesos que se nos muestran desde diversos puntos de
vista, recurso que dosifica con maestría.
Como todo gran narrador, juega de forma admirable con determinados
acontecimientos en torno a los cuales se crea expectación, generan
conflicto y tensionan el relato. Un ejemplo es la cena de Navidad.
Presumiblemente la última de toda la familia junta.
Puede que la aventura de Chip por Eslovenia, peaje que paga Franzen a
la globalización y a su ambición de deicida, por cuanto le permite
abordar temas políticos y económicos tangenciales a la historia,
sea lo más débil de la novela. Apenas un esbozo tratado con
precipitación si lo comparamos con la demora con que aborda otros
hechos, en última instancia, un conflicto ajeno al mundo familiar
sobre el giran las demás subtramas.
Al final, todos más o menos satisfechos (en la sociedad del
malestar, el término “feliz” está proscrito, el bienestar del
sujeto se aquilata en grados de satisfacción).
Bueno, el lector, muy, muy satisfecho.
Nº
3
Me hallará la
muerte (2012) de
Juan Manuel de Prada
Antes de que la chavalada progre se me tire al cuello, daré una
explicación por si sirve de algo, el orondo y retrógrado
presentador de “Lágrimas en la lluvia” sigue siendo un
anacronismo viviente tanto en lo ideológico como en lo estético, y
este aspecto último, supone ya una ventaja. La diferencia siempre es estimulante, siquiera porque
escribir de espaldas al lector mayoritario no puede ser malo, al lector que compra sus
libros en grandes almacenes, lector semi-culto al que bastan conocer
6000 palabras para delimitar su mundo, ese lector con el que hay que
ser claro, utilizar un lenguaje llano, o se enfada y no te compra, y
que cuando el texto se le resiste, se ofende, llama al autor pedante,
le acusa de ocultar su falta de ideas bajo palabras oscuras, etc.,
como la zorra y aquellas uvas por lo visto, “verdes”.
Pues bien, Prada es el azote de ese lector. A la riqueza léxica se
su obra hay que sumar la complejidad sintáctica de sus periodos, que
impone un ritmo lento, cadencioso, con una estructura dictada más
por las exigencias del ritmo que por las necesidades meramente
narrativas. No busquemos precisión, adecuación o pertinencia en su
uso del lenguaje, asistimos a un solemne banquete rabelesiano
para degustar a dos carrillos, una celebración casi sacramental de
la retórica, la afirmación fanática de un estilo, el barroco.
Y sí, acabamos saciados, a veces incluso, empachados, tenemos que
abrir algo de Galdós para que nos ayude a digerir alguna página con
hasta ocho “como” (no es broma), y es que Juan Manuel, es
generoso con las comparaciones.
El prejuicio representacionista del lenguaje incurre en la ilusión
de que el vocablo es un espejo en el que la “realidad” se mira.
El barroco, siempre escéptico, no suscribe este credo y cada
sustantivo, cada proposición que refleja un hecho, requiere la coda
de una comparación que sublime su pobre referencia y dispare al
lector a un universo de connotaciones.
“La
nieve caía sobre la hulla.” Bien, relación notarial de un hecho.
“La
nieve caía sobre la hulla como el viático sobre la lengua
gangrenada del moribundo.”
Mucho, mucho mejor, toda vez que la nieve cae sobre un gulag, es
présaga de muerte.
Nótese el contraste cromático blanco-negro de la pareja de
sustantivos nieve-hulla, la acumulación de nasales en la clausula
comparativa y la fuerza de la imagen, la presencia del tecnicismo
religioso “viático”, que más allá de su sonoridad, nos
traslada al ámbito de lo sagrado, antesala del más allá. Y todo,
todo, huele a muerte lenta. Prada es de estirpe proustiana.
Pero además es un relato pródigo en personajes y peripecias, no os
vayáis a pensar, ameno y mucho, que novela las desventuras de un
voluntario de la División Azul, que va sobreviviendo, primero en el
frente, luego en el gulag y, más tarde, a su propia miseria moral.
Nº
4 La vida breve (1951) de
Juan Carlos Onetti. La novela fundacional de Santa María resulta
farragosa y confusa, abunda en interminables coloquios y situaciones
similares que traban el desarrollo hasta casi detenerlo en un
presente viscoso y perplejo. El tiempo de Santa María, tiempo del
fracaso.
En las distancias cortas Onetti es el mejor, con Borges, claro.
Su estilo puede que sea el más poderoso en lengua castellana del
pasado siglo, junto al de Borges, por supuesto. Pero la novela
reclama una disciplina de la que el uruguayo carecía.
Su
primera tentativa de novela extensa se salda con un sobresaliente en
lo que a la creación de un universo personal se refiere y al que
pocas veces faltará en adelante, pero tenemos la impresión de que
podía haberla resuelto en 60 páginas. Y tendríamos algo como Los
adioses, una
obra maestra de intensidad, equilibrio y perfección técnica, que
hubiera aplaudido James.
La idea que da origen al relato no puede ser más brillante, imaginar
otra vida, erigir una realidad paralela a través de la ficción,
para huir o para vengarse, puede que por simple aburrimiento. Este es
el gran pecado de todos los personajes onettianos, su apostasía del
mundo, que será en adelante tratada con más sutileza y más
madurez.
En
el mundo empírico la acción del hombre está abocada al fracaso,
como se nos mostrará en El
astillero y
Juntacadáveres, a
partir del relato de las empresas fallidas de Larssen, el gran
antihéroe de la novela hispanoamericana..
Este
año el Boom cumplía medio siglo. La
vida breve no
solía faltar de las listas de novelas más destacadas. Puede que a
mí se me haya escapado algo.
Nº
5 Terra Nostra (1977) de
Carlos Fuentes. Antes aludía a la mediocridad del lector medio, la
falta de exigencia consigo mismo y los argumentos habituales para
justificarla. Hoy en día, sería harto improbable la publicación de
obras capitales de nuestra lengua como José
trigo,Conversación en La catedral,
Volverás a
Región, Si te dicen que caí o
Terra Nostra.
La
vocación de totalidad de Fuentes sólo es equiparable a la del
García Márquez en Cien
años de soledad. Sin
embargo, nada tan diverso como el proceder de ambos.
Fuentes opta abiertamente por la alegoría y el símbolo. El asombro,
la inocente fe en la ficción que alienta siempre a la relación pura
y nuda de hechos se ve sepulta bajo digresiones ensayísticas que
tratan de comprender. El mito es un recurso vicario, como en Platón,
no la esencia de la historia, como para García Márquez.
Fuentes
procede como un Herodóto del siglo XVII (pocas veces un escritor
moderno ha estado más próximo a los grandes prosistas
auriseculares), mezcla historia, mito y ensayo con pasmosa habilidad.
Dentro
de una teoría de la novela de priorizara lo narrativo frente a lo
discursivo, Terra
Nostra resultaría
insatisfactoria, pero si aceptamos que la novela es un cajón de
sastre, estamos ante un ejemplo sublime del talante democrático del
género.
En el año del aniversario del Boom, me doy cuenta que sigo
enganchado a esas generaciones de narradores y poetas que salvaron el
idioma castellano para la literatura.
Onetti
y Borges son lecturas de frecuencia semanal desde hace más de quince
años, Vargas-LLosa me parece el novelista más completo del último
medio siglo, aún considerando a Pedro
Páramo y
Cien años de
soledad los
casos más excelsos del arte narrativo. Darío y Neruda, ponen rima a
la prosa del día a día, y por fortuna, estoy muy lejos de haber
agotado el filón (El
libro de Manuel y
Noticias del
Imperio, aguardan
su turno sobre mi escritorio).