lunes, 30 de diciembre de 2013

DEL LADO DE JOHANNES.





(Textos de Marcel Proust, El tiempo recobrado. Trad. de Consuelo Berges)


      "...pues los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido."


1.

Del lado de Johannes.

Cuenta la leyenda que quien esto escribe, compró con el primer sueldo que ganó haciendo bocadillos catorce horas diarias durante un fin de semana de WOMAD allá a finales de los noventa, cinco de los siete volúmenes que conforman En busca del tiempo perdido, en su edición de Alianza Editorial.

Y leemos, porque leyenda es "lo que se lee", que se impuso el hábito diario de leer únicamente diez páginas cada jordana. No debido a que un mayor número le fatigase o ante el apremio de gestionar un tiempo escaso, sino porque los ritos obedecen a pautas y la misa oficiada en honor a Proust no debía durar más de lo que ocupa la lectura de diez de sus páginas. Páginas cruzadas por un fraseo que exige una lectura recitativa, como una salmodia.

Y continúa el relato que, no resignado transcurrido un año, al fin de la obra y abandono de un hábito, ya por entonces, arraigado, retomó de nuevo la lectura del primer tomo, resuelto a encararse una vez más con el vasto universo proustiano. Convencido de que las lecturas y sus días debían llevar un curso paralelo. En la creencia de que si quería llegar a escribir en un futuro una línea con algún mérito sólo aquella vereda podría acercarle a su destino. El destino solitario de las letras. El destino paradójico de los letraheridos.




Así que, desde entonces, con menor frecuencia pero sí bastante regularidad, abrevamos en las ubérrimas páginas de Proust. Por si se nos pega algo.

"Y como el arte reconstruye exactamente la vida, en torno a unas verdades halladas en en sí mismo flotará siempre una atmósfera de poesía, la dulzura de un misterio que no es más que el vestigio de la penumbra que hemos tenido que atravesar, la indicación, marcada exactamente por un altímetro de la profundidad de una obra. (Pues esta profundidad no es inherente a ciertos temas, como creen unos novelistas materialistamente espiritualistas porque no pueden descender más allá del mundo de las apariencias y cuyas nobles intenciones, semejantes a esas tiradas habituales en ciertas personas incapaces del más pequeño acto de bondad, no deben impedirnos observar que ni siquiera han tenido la fuerza de espíritu de desprenderse de todas las superficialidades de forma adquiridas por imitación). "  



La Gran Belleza (Paolo Sorrentino, 2013) cifra una disyuntiva crucial que me ha dislocado el ánimo y desquiciado la voluntad durante década y media. Escritura o vida.

Durante mi primer año universitario tenía en mente llegar a ser un gran filólogo. Leía con admiración los historiales académicos de Manuel Alvar, Paco Rico o García Berrio. Anticipaba futuras líneas de investigación, pasaba horas en la hemeroteca fatigando los viejos volúmenes de la Revista de Filología Hispánica y los Anales Cervantinos o Galdosianos.
Pero el desempleo ya se había instalado en el hogar tiempo atrás y se hizo preciso sumar cifras al subsidio paterno. Y entonces apareció el otro lado de las cosas, la otra vida, mundana y nocturna, que no estaba mal por más que hubiera nacido de la necesidad. Y uno empezó a ponerle noche a la cosa. Y a libar de los néctares y licores que la noche nos presentaba con nocturnidad y alevosía.


Así, entre manchas de carmín, gafas ahumadas e ibuprofenos se me fue lacerando la edad temprana. Y fueron quedando atrás los sueños de erudito y fueron naciendo vislumbres de Chinansky. Empezamos a creer (porque así necesitábamos creerlo) que a la literatura hay que llevar vida y no levita, que la literatura es oficio de ave beoda nocturna y no de rata de biblioteca madrugadora y cafetera.

Así se nos pasaron los veinte. Sin escribir. Vaciando botellas y deshaciendo camas. Trabajando en esto y aquello por unos eurillos. Estudiando cuando el tiempo lo permitía. Leyendo a Proust.

Y en esto que me pillan los treinta a traición. Y con una hija (era de esperar) que me fue anunciada por la futura madre en una noche de verano.
 Aquel día de agosto había sabido de la muerte de Bergman y Antonioni. Fue un día extraño. La paternidad se me ofreció en compensación por la orfandad, supongo.

"Ese trabajo que hizo nuestro amor propio, nuestra pasión, nuestro espíritu de imitación, nuestra inteligencia abstracta, nuestros hábitos, es el trabajo que el arte deshará, es la marcha que nos hará seguir, en sentido contrario, el retorno a las profundidades donde yace, desconocido por nosotros, lo que realmente ha existido."


Después de eso, Johannes Fucktotum se cortó la coleta. Cambió la barra, por tiza y pizarra. Asistimos con un pasmo a la mañana prístina y asoleada del domingo. Al domingo en el campo con los suegros y el Tiempo de Juego. Y dejamos de fumar. Y empezamos a correr. Y a cultivar con delectación masoquista una monogamia inaplazable que te condena irremediablemente a la escritura (cuanto más prolífico menos profilácticos, disculpen la paranomasia).

Las poluciones de tinta engañan al deseo, por eso de que lo sublima y tal. Entoces abrazamos una idea largamente madurada entre las sábanas tibias de la resignación. Apenas un susurro que va adquiriendo un timbre cada vez más alto. Un tono imperativo al fin. Es el momento de recobrar aquel tiempo difícil y gozoso. Las horas perdidas ante una plancha. La vida ganada ante unos ojos verdes, o castaños o negros. Aquella noche en un ático que pensé sería la última (y no me importaba, a decir verdad)

Todo aquello ahora no puede ser más que literatura. En cierto sentido, un epílogo que no transige con la nostalgia ni con la grosera materialidad de los hechos, su trama caótica, contingente.

"... comprendía que la vida pudiera parecer mediocre, aunque en ciertos momentos pareciera tan bella, porque en el primer caso se la juzga y se la desprecia por otra cosa distinta de ella misma, en imágenes que no conservan nada de ella."


Y un buen día del pasado noviembre, Luis Landero nos recita libremente las tres líneas de arriba, sin que Proust hubiera salido a colación hasta ese momento. Y uno se sintió un poco como debió sentirse Agustín de Hipona cuando en el momento de máxima agonía espiritual abrió la Biblia por azar y Dios le habló a sus ojos con palabras mudas que labraron un destino de santo.
 Las mismas dudas, las mismas congojas, los mismos desalientos, la misma ira. Ese poner una línea, el párrafo de uno junto a otro de Flaubert, Conrad, Faulkner, Onetti o Marsé, y tener que apagar el ordenador con las lágrimas de la vergüenza por haber concebido la suprema soberbia de escribir como mis maestros.

Ese día me convencí que no era el único que había transitado la senda pedregosa del auto-desprecio, naufragado en un océano de dudas y purgado culpas en un infierno de soledad (ya quedó dicho, el oficio de las letras es solitario)

Ningún parto es fácil. Y si lo es, se trata de una evacuación.










"El ser que renació en mí cuando, con tal estremecimiento de felicidad percibí el ruido común a la vez de la cuchara  que choca con el plato y el martillo que golpea la rueda, a la desigualdad de las losas del patio de Guermantes y el bautisterio de San Marcos, etc., ese ser se nutre sólo de la esencia de las cosas, sólo en ella encuentra su subsistencia, sus delicias, languidece en la observación del presente donde los sentidos no pueden llevarla, en la consideración de un pasado que la inteligencia le deseca, en la espera de un futuro que la voluntad construye con fragmentos del presente y del pasado a los que quita además parte de su realidad... "

Y otro buen día, apenas una semana después, aunque ya en diciembre nos encontramos ante La gran belleza. 


"Y comprendí que todos esos materiales de la obra literaria eran mi vida pasada; comprendí que vinieron a mí, en los placeres frívolo, en la pereza, en la ternura, en el dolor, almacenados por mí, sin que yo adivinase su destino, ni su supervivencia, como no adivina el grano poniendo en reserva los alimentos que nutrirán a la planta. "










2. Del lado de Geppino.



http://www.cinedivergente.com/ensayos/la-gran-belleza





jueves, 26 de diciembre de 2013

LA NOCHE SE MUEVE.




                                                                                                                    
Los 70 nos trajo la última gran cosecha de film  noir.  Una profunda revisión de los principios estilísticos y motivos temáticos de un género que apenas había ofrecido obras de altura desde que Orson Welles pusiera en pie esa brutal catedral barroca,  Sed de mal (Touch of Evil, 1958), brillante punto y final a su aventura hollywoodense que deja exhausto al sistema de estudios y silenciado el género tras haber apurado su ultima calada salvaje y expresionista. Welles traza una línea en lo que se refiere a los modos de representación de la violencia y el sexo que sobrepujan los límites del clasicismo y que, para ser sobrepasada en lo sucesivo, demandará mayor permisibilidad.

En La noche se mueve (Night Moves, 1975; Arthur Penn) a partir del libreto de Alan Sharp, uno de los escritores cinematográficos menos prolíficos y más brillantes de los últimos cuarenta años, un Penn alejado de estridencias pretéritas, más inspirado que nunca, revisa la figura detective a partir del arquetipo que ofreció la narrativa de Hammett y Chandler de la que bebían algunas de las primeras adaptaciones canónicas del género como El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941; John Huston) o  El sueño eterno (The Big Sleep, 1946; Howard Hawks).

Sensible a los nuevos tiempos y, en especial, al cine que llega de Europa desde hace más de una década, Sharp y Penn construyen un film intimista, moralmente ambiguo, con una mirada atenta a la concreción, la manifiesta substancialidad de los objetos y los cuerpos, la obstinada presencia de los elementos en consonancia con un gusto por los espacios abiertos inédito en el film noir de los 40, de carácter, éste, más urbano y un marcado estilo expresionista que figuraba, a través de la dialéctica luz/sombras, una concepción moral maniquea y un carácter alegórico.

Frente a la acción externa y el encadenamiento de peripecias y puñetazos, hayamos introspección, calma tensa y contenida violencia. Ni gangsters ni tahúres o policías corruptos, de hecho no aparece un sólo policía; ni coristas, timbas ilegales o psicópatas de gatillo fácil, sí y la certeza, lúcida y alarmante, de que cualquier buen tipo es un asesino en potencia debidamente motivado por un botín de 500.000$.
El detective a dejado de ser el eremita misántropo conservado en alcohol que cultiva con delectación enfisemas y despacha sicarios y fulanas fatales sin despeinarse. Harry Moseby (Gene Hackman) es un hombre casado y su cuerpo aún conserva los vestigios de un glorioso pasado deportivo. Un tipo taciturno, meditativo, con los nervios templados por el ajedrez y conciencia de sus límites, que se ve desbordado ante un caso que siempre le lleva la delantera y cuya resolución, en la que él apenas participa, le deja a la deriva en un barco bautizado irónicamente como "Point of view", con heridas en el cuerpo y el alma hecha jirones.
El film tiene argumentalmente dos dimensiones que se desarrollan en paralelo. La propia del género, un caso que resolver con estrellas en horas bajas apurando martinis en su piscina de Beverly Hills, lolitas con furor uterino y un puñado de tipos normales dispuestos a todo por la pasta.  Y otra línea menos frecuentada, la de la crisis matrimonial de Harry, una esposa desatendida que busca consuelo en brazos de un hombre que es todo lo que no es Harry, un intelectual minusválido que la lleva a ver Mi noche con Maud y colma su soledad mientras escuchan a Mozart.

Sharp y Penn se las arreglan para ambas líneas alternen de forma pertinente alcanzando la solución de forma casi paralela, y haciendo de las pesquisas del detective un auténtico viaje iniciático a las sentinas de su conciencia, lugar poco frecuentado por un hombre que nada sabe de sus motivaciones. De modo elocuente, la incapacidad de Harry de verbalizar sus pensamientos y comunicarlos, se manifiesta físicamente a través de gestos violentos, como durante la discusión con Ellen (Susan Clark), cuando rompe un vaso contra el fregadero y activa el triturador para hacer inaudibles los reproches de su esposa  y verse aliviado así de su derecho de replica, con el que no sabe qué hacer.
La imbricación entre historia externa y paisaje anímico emparentan al Harry Moseby que interpreta admirablemente Hackman, con el Harry Caul que hiciera el mismo actor un año atrás en La conversación (The Conversation, 1974; Francis Ford Coppola).

Ambos son hombres introvertidos, atrapados en la incomunicación a despecho de traficar con información, demandar confidencias, develar secretos. Ambos deben resolver el puzzle que les ofrecen las pistas recolectadas y construir a partir de ellas un relato verosímil. Ambos incurrirán en similares errores interpretativos al ser incapaces de leer los hechos sin las anteojeras de los miedos y deseos personales. Ambos serán víctimas de una hermosa sirena que en la noche oscura del alma les confortará con su cuerpo cálido y embustero. Ambos, por último, son responsables directos de una muerte que corona irónicamente el éxito de su encomienda.

Algo les diferencia, sin embargo, Caul acaba siendo el mismo tipo que empezó la historia, acosado por los fantasmas que cercan una intimidad aterida y paranoica. Moseby, en medio del océano y con un caso para el que no había sido contratado, resuelto de oficio, es un hombre que ha adquirido un nuevo punto de vista sobre sí mismo y acerca de la humana condición.

En una de las secuencias nocturnas más hermosas de un film lleno de hermosas secuencias nocturnas, y antesala de la escena de amor con Paula (Jennifer Warren), Harry muestra una jugada de ajedrez tristemente célebre por cuanto el jugador no vio el jaque más que obvio y acabó perdiendo la partida. La anécdota refleja la propia partida que está jugando Moseby, la obsesión por ella revela su miedo a no ver el movimieto ganador. Aunque nadie gana, unos pierden más que otros.

Penn a menudo rueda a Moseby, durante su estadía en los cayos, a través de mosquiteras, interponiendo entre la mirada y su objeto, ese tenue velo que figura una alteración perceptiva y comunica a la audiencia la dificultad para el observador de penetrar en la opacidad significativa de lo inmediatamente dado. Moseby no acertará a "ver" más allá de la evidencia, como Caul construirá un sentido a partir de retazos de una conversación que poco tendrá que ver con los hechos. Y así, podrá afirmar con amargurá: "Yo no he resuelto nada, sólo cayó encima de mí."


viernes, 20 de diciembre de 2013

LA FILOSOFÍA Y EL ESPEJO DE LA NATURALEZA.







Introducción.

La Filosofía y el espejo de la naturaleza (1979), persigue, como declara Rorty en su introducción, un fin terapéutico más que constructivo. Ese fin será el de socavar los cimientos de una cierta tradición filosófica de raíz moderna que atribuía a la filosofía el cometido de ser una “teoría general de la representación”. Una doctrina fundamental cuya labor fuera la de disponer los cimientos de toda empresa cognoscitiva y fuera legitimadora de la misma. La idea que subyace a esta concepción es la de que el conocimiento metódicamente orientado es una representación exacta de “lo que hay”.
Con el giro epistemológico moderno se reduce la filosofía a teoría del conocimiento en virtud de una determinada idea de la “mente” como entidad incorporal.
Rorty a pesar de moverse en el ámbito de la filosofía analítica, considera que esta tradición es legataria del cartesianismo en el siglo XX, una nueva variante de la filosofía trascendental kantiana que ha sustituido la representación mental por la lingüística y ha encomendado otra labor no menos ambiciosa a la filosofía, ahora entendida como “filosofía del lenguaje”, dispensar los fundamentos del conocimiento.
Rorty advierte al lector de este modo acerca de que su adscripción a los estilemas y terminología de la filosofía analítica responde a razones de formación personal, cuidándose mucho de evitar encuadrarse en ella, toda vez que es su marco de referencia el que quiere cuestionar.
También repara en la escasa importancia que reviste la tradicional distinción entre filosofía analítica y digamos (él no la etiqueta así), continental, capitaneada por la “fenomenología”. Entiende que la diferencia entre ambas es menor de lo que parece, como diría Mosterín, la filosofía analítica se distingue por un compromiso de “urbanidad intelectual”, más allá del cual ambas comparten unos mismos principios.
Uno de los rasgos solidarios entre la filosofía analítica con la tradición cartesiano-kantiana es su radical ahistoricismo, intento de encontrar condiciones apriorísticas de cualquier cambio histórico garantes de su “bondad” epistemológica, “eternizar determinado juego lingüístico”. El planteamiento de Rorty, en consecuencia será historicista: “colocar en su perspectiva histórica las nociones de “mente”, de “conocimiento” y de “filosofía”. (p. 18)
Su intención se cifra en dar al pensamiento un nuevo espacio, asignar a la filosofía in nuevo papel apadrinado por los tres filósofos más importantes del siglo XX, Wittgenstein, Heidegger y Dewey.


Sesión 1.

La filosofía de la mente. La historia de un error.
En esta primera parte de la obra, o primera sesión de la “terapia”, combate la idea de que el hombre posee una entidad inmaterial, un órgano privilegiado para acceder al conocimiento: la mente.
Rorty traza un mapa del territorio que va desde los diversos criterios para definir lo mental hasta el consiguiente dualismo que acarrea. Nuestra intuición de lo mental, dice,  no es más que una disposición a aceptar un determinado juego lingüístico, estar en posesión de un cierto vocabulario técnico cuya genealogía se remonta a la distinción universal-particular de la que es dependiente a distinción mental-físico. Ya sea en la constitución de la idea lockeana o de la Forma platónica se procede a partir de la extracción de una sola propiedad de algo, la reducción de la cosa u objeto a una de sus características, considerada “esencial”, para posteriormente dispensarle el tratamiento de sujeto de la predicación.
Con el rastreo de la genealogía de las Ideas, fácilmente es extirpado el problema-mente cuerpo. Sin embargo, las ramificaciones de este pseudo-problema comparecen bajo nuevos ropajes como problema de la conciencia, de la razón y de la personalidad, cada uno con sus temas asociados, como la antigua cuestión de los universales.
Cuando la filosofía pasa de investigar la diferencia entre la bondad de Sócrates, y la Bondad y a ensayar respuestas inspirándose en metáforas ópticas, tenemos sentadas las bases de la analogía entre el conocimiento de las verdades universales como captación visual por el Ojo de la Mente (nous), así como de su naturaleza opuesta a lo corporal: Nuestra Esencia de Vidrio.
Los universales son interiorizados siguiendo el mismo proceso que el ojo corporal con los particulares, a los que capta interiorizando sus formas particulares. Conocer se asimila a una representación interna. La diferencia en el tratamiento que dispensan los griegos al “problema” respecto de los modernos estriba en la idiosincrasia de la lengua griega, donde no es posible separar los hechos de una vida interior con los hechos del mundo externo. El uso moderno de la palabra “idea” procede de Descartes vía Locke, y su significado se asimila a los contenidos de la mente humana. La mente deja de ser sinónimo de la razón, su rasgo distintivo ha de ser otro que el de la comprensión de los universales. El cambio cartesiano de la mente-como-razón a la mente como-escenario-interno hace preciso la explicación de lo externo, de las sustancias extensas.
A continuación Rorty deja de lado la razón para preparar el abordaje de lo mental desde la conciencia, el gran descubrimiento del Diecisiete. Los cartesianos creían que las únicas entidades estaban naturalmente preparadas para ser inmediatamente presentes a la conciencia eran los estados mentales. El conductismo del siglo XX, cuya doctrina central gira en torno a la conexión necesaria entre la verdad del informe de una cierta sensación primaria y, en consecuencia, a la disposición necesaria a cierta conducta,  creerá que son estados de los objetos físicos. Pensando hacer añicos esa Esencia de Vidrio, siguen fieles a la epistemología cartesiana al conservar la idea del Ojo de la Mente  que obtenía figuras de primera mano.
La premisa ontológica que comparten sendas escuelas es el llamado por Sellars,  Mito de lo Dado, según el cual todo conocimiento es inmediatamente presente a la conciencia, un conocimiento que se obtiene sin que el poseedor realice inferencia consciente alguna. Este principio sumado al denominado Principio Platónico de que lo más cognoscible es lo más real, opera una reducción panpsíquica de lo físico a lo mental.
Vemos el modo en que la mente deviene esfera privilegiada de la investigación.

Sesión 2.

El reflejo. Verdad y justificación.
En la segunda sección de La Filosofía y el espejo de la naturaleza, Rorty se centra en el análisis del origen de la idea de una Teoría del conocimiento  como núcleo de la filosofía y criterio de demarcación con respecto a las ciencias, además de fundamento de las mismas.
 La consecuencia de pensar el conocimiento como una agrupación de representaciones incuba, y apareja luego, una la teoría para dar explicación a los problemas de nuevo cuño  que supone. Ahora bien, esta manera de pensar el conocimiento es optativa, consecuencia de interpretaciones o malentendidos consagrados por la posteridad, en consecuencia, como todo hecho histórico, la epistemología es fruto de la contingencia. La filosofía en adelante se contemplará así misma como la disciplina capaz de ofrecernos un método correcto para buscar la verdad en solidaridad con un marco neutro y permanente de todas las posibles investigaciones.
Descartes una vez hubo resuelto el problema del escepticismo tradicional con su recurso al método que solventaba la cuestión de validar los procedimientos de la investigación,  desplazó la problemática a un terreno inédito, la mente humana, en torno a la que crece una disciplina centrada en la naturaleza, origen y límites del conocimiento. Ahora bien, fue esencial el concurso de Locke y la confusión sobre la que se apoya toda la psicología empírica al no distinguir entre un “elemento de conocimiento” y “las condiciones del organismo”, y en consecuencia, en vez de justificar una creencia, pretensión de conocimiento, se opta como justificación al funcionamiento adecuado de nuestro organismo.  
La gran invención de Descartes, la mente, dispone un ámbito de investigación previo a los temas que habían interesado a los filósofos dentro del cual era posible el hallazgo de la certeza. Locke, respondiendo al gusto mecanicista del siglo,  materializa la mente. La ambición que guía a ambos es la misma: aprender sobre qué y cómo llegamos a saber, las limitaciones de nuestro conocimiento, su funcionamiento, lo que se dio en llamar epistemología.
 Ya en el siglo XVIII, el Giro Copernicano de Kant descansa sobre la idea de que sólo podemos tener conocimiento de los objetos a priori si los constituimos, reconduciendo el espacio exterior al espacio de la actividad constituyente del ego trascendental en respuesta a las exigencias de la certeza cartesiana.  Identifica como problema nuclear de la epistemología las relaciones entre conceptos e intuiciones, dos tipos de representaciones, en continuidad con los arcaicos problemas que se plantearon los antiguos relativos a la razón y los universales. Así, la epistemología basada en la reflexión, pasó a ser una disciplina básica en virtud de su posibilidad de descubrir las características formales y a priori que constituyen cualquier área de la vida humana.
Pero la idea de una “teoría del conocimiento” seguiría sin tener sentido a no ser que confundamos causalidad y justificación.
Una pretensión de conocimiento es la de haber justificado la creencia, y el buen funcionamiento del organismo no parece, en principio,  una buena justificación del mismo, pues bien, Locke confundió una operación mecánica con la fundamentación de esa misma pretensión. La razón de semejante confusión se debe para Rorty a que Locke no pensaba que el conocimiento fuera una relación entre una persona y una proposición, sino una relación entre personas y objetos. Además, mientras que Aristóteles creía que el conocimiento era la identidad de la mente con el objeto conocido, para Locke las impresiones eran representaciones que reclamaban por una facultad que, además de tenerlas, las juzgara, en un intento de llegar a una solución de compromiso entre el conocimiento-como-identidad-con-el-objeto y el conocimiento-como-juicio-verdadero-sobre-el-objeto.
La filosofía pre-kantiana fue una lucha entre el “racionalismo”, que quería reducir las sensaciones a conceptos, y el “empirismo” afanado en la operación inversa. Locke utilizó el concepto “experiencia” para referir ideas de sensación y reflexión, con la exclusión de los “juicios”. El siguiente paso consiste en aislar algunas entidades del espacio interior: los “conceptos” y las “intuiciones” y su correlato, las ideas de “síntesis”, dan sentido a la suposición que recorre la primera crítica, la diversidad es dada y la unidad se hace. Las intuiciones del espacio interior no se pueden hacer aparecer a la conciencia si no son antes sintetizadas por un segundo conjunto de representaciones, los conceptos. Sólo podemos tener consciencia de los objetos constituidos por nuestra propia actividad sintetizadora.
Rorty pasará a continuación a examinar la idea de los “fundamentos del conocimiento”, producto a su juicio de la elección de metáforas perceptivas.
Para Platón,  el fundamento se alcanzaba abriendo de par en par el Ojo del Alma al Mundo del Ser, para Descartes era cuestión de dirigir el Ojo a las representaciones claras y distintas. Locke invierte el camino cartesiano y busca el fundamento en el sentido, sentando las bases para la supresión de la dualidad apariencia-realidad. Kant fue el primero en concebir los fundamentos del conocimiento como proposiciones en vez de como objetos.
La investigación se había desplazado de las representaciones internas privilegiadas a la busca de las reglas que la mente se había impuesto. Sin embargo, ni aun así logró deshacer la confusión entre justificación y explicación causal: sigue suponiendo que el espacio lógico de presentación de razones tiene que estar en relación con el espacio lógico de la explicación causal para asegurar el acuerdo entre los dos o la incapacidad de uno para interferir en el otro. La imagen kantiana de que los conceptos e intuiciones se unían para producir el conocimiento es necesaria para que la “teoría del conocimiento” sea una disciplina específicamente filosófica distinta de la psicología.
En el siglo XX Husserl y Russell aparecen como continuadores del proyecto kantiano. Tras la búsqueda de “verdades apodícticas” que eliminen los resabios historicistas y psicologistas de que adolece la filosofía, uno descubre desde la fenomenología, las “esencias”, y el otro, desde la “filosofía analítica”, la “forma lógica”.
 La crítica de Sellars al Mito de lo Dado y de Quine a la idea de verdad en virtud del significado suponen el tiro de gracia a la epistemología concebida como búsqueda de los aspectos privilegiados en el ámbito de la conciencia que sirvan de base a la verdad. Dos formas de holismo, fruto de un compromiso con la tesis de que la justificación no es una relación especial entre ideas y objetos, sino de conversación, de práctica social. Ambos, a la postre, invocan el mismo argumento, entendemos el conocimiento cuando entendemos la justificación social de la creencia, por lo tanto no precisamos considerarlo desde la óptica de su precisión en la representación.
La conversación suple a la confrontación y la idea de la Mente como Espejo de la Naturaleza puede descartarse, así como la idea de la filosofía como disciplina a la busca y captura de representaciones privilegiadas entre las que se “reflejan”. El conocimiento deviene una cuestión de conversación, de práctica social. Para el enfoque aepistemológico de Sellars-Quine decir que la verdad y el conocimiento sólo pueden ser juzgados por los criterios de los investigadores de nuestros días,  supone que nada figura como justificación a no ser por referencia a lo que aceptamos ya y no hay forma de salir de nuestras creencias y de nuestro lenguaje para encontrar alguna prueba que no sea la coherencia.
El nominalismo psicológico de Sellars radica en una observación entre hecho y reglas, con el propósito de que sólo podemos caer bajo reglas epistémicas cuando hayamos entrado en la comunidad donde se practica el juego gobernado por esas reglas.
La comunidad es la fuente de autoridad epistémica.
Las doctrinas  de Quine sobre la “indeterminación de la traducción” y la “inescrutabilidad de la referencia” le llevan a firmar que no hay “cuestión de hecho” implicada en las atribuciones de significado a las elocuciones ni de creencias a las personas.  
Lo que Quine llama la “idea idea” es la concepción de que el lenguaje es expresión de algo “interior” que debe ser elucidada para saber qué significan las alocuciones.
Dentro de la actual filosofía del lenguaje pervive la tradición cartesiana, como revelan sus esfuerzos por especificar cómo conecta el lenguaje con el mundo, creando así una analogía con el lenguaje cartesiano de cómo conecta el pensamiento con el mundo. Dado que el lenguaje es un Espejo de la Naturaleza “público” deberíamos ser capaces de reformular muchas cuestiones y respuestas kantianas en términos lingüísticos y rehabilitar buena parte de las cuestiones filosóficas clásicas. El llamado por Rorty “conductismo epistemológico”(Quine, Sellars)  ha ido borrando la imagen de las facultades superiores del hombre, común a los pensadores modernos, sin embargo esa imagen que dio lugar a la idea del “velo de ideas” y al escepticismo epistemológico, no ha sido reemplazada por otra imagen más clara desde la psicología empírica.
El origen de la “filosofía del lenguaje” es doble. De un lado, un conjunto de problemas sistematizados por Frege que se refieren a la manera de sistematizar nuestras ideas de significado y referencia. Es la llamada por Rorty filosofía “pura” del lenguaje, y se trata de una disciplina que no tiene relevancia para los problemas tradicionales de la filosofía moderna. La segunda fuente es explícitamente epistemológica y su afán consiste ofrecer un marco permanente y ahistórico de la investigación en forma de una teoría del conocimiento. Las explicaciones de cómo funciona el lenguaje deberían ayudar a ver qué conexión hay entre lenguaje y mundo y por tanto cómo son posibles la verdad y el conocimiento. Hilary Putnam ofrece una respuesta “realista” a estas cuestiones, en contraposición a al enfoque “puro” o pragmatista de Wittgestein, Sellars o Davidson.
Lo que Rorty defenderá será que llevando las críticas de Quine y Davidson a las distinciones lenguaje-hecho y esquema-contenido, nos quedamos sin espacio dialéctico para exponer el enfrentamiento entre el “realista” y el “idealista” (o “pragmatista”) en conexión con el tema de qué relación tiene el lenguaje con el mundo.

Sesión 3.

La Filosofía. Correspondencia y acuerdo. La conversación.
Como  ya se ha apuntado, el deseo de una teoría del conocimiento responde a un deseo de encontrar “fundamentos”, la hermenéutica aparece como expresión de una esperanza de que espacio cultural dejado por el abandono de la epistemología no llegue a colmarse. La idea dominante en la epistemología es que para ser racional hemos de ser capaces de llegar a un acuerdo lo más amplio posible.
Los tratamientos del conocimiento holista de Sellars y Quine abandonaron la búsqueda de la conmensuración con la consecuencia de ser descalificados como relativistas. Pero lo cierto es que negándose la pretensión de poder hallar fundamentos de que sirvan de base común para la para juzgar las pretensiones de conocimiento, se pone en serio peligro la idea del filósofo como guardián de la racionalidad.
La hermenéutica ve las relaciones entre varios discursos como cabos dentro de una posible conversación y anticipo de un posible futuro acuerdo. Para la hermenéutica ser racional es estar dispuesto a abstenerse de la epistemología  y estar dispuesto a aceptar la jerga del interlocutor en vez de asimilarla, traducirla al discurso propio.
 La obra de T.S. Kuhn se interroga acerca de si es posible desde la filosofía de la ciencia construir un algoritmo para elegir entre teorías científicas. El término “filosofía de la ciencia” era el disfraz con que los empiristas lógicos vistieron a la epistemología, fuente de conmensuración. Kuhn sostiene que no podemos diferenciar a las comunidades científicas por el “objeto material”, sino examinando los patrones de educación y comunicación, saber qué es lo que cuenta como relevante para una elección entre teorías sobre una cierta materia es pertenecer a una “matriz disciplinar”.
La controversia entre Kuhn y sus críticos gira en torno a si la ciencia difiere en sus patrones de argumentación de los discursos dónde la idea de “correspondencia” parece menos adecuada (política, crítica literaria), atentando con la distinción entre ciencia y no ciencia. La objetividad entendida como correspondencia con la realidad se antoja condición de posibilidad de un acuerdo racionalidad, ahora bien, Kuhn plantea el concepto de “objetividad” como una propiedad de aquéllas teorías que tras haber sido ampliamente discutidas son elegidas por amplio consenso entre los miembros de la comunidad científica.
La hermenéutica arrumba la distinción espíritu-naturaleza, distinción que se asimila a su vez a otra previa entre lo que encaja en nuestra forma de explicar y predecir las cosas y lo que no lo hace, así como aquello que une todas las características distintivamente humanas de lo que difiere de ellas, además de la distinción entre una actividad trascendental y la receptividad. Espíritu. La hermenéutica no es otra forma de conocer, la comprensión en oposición a la explicación predictiva, con lo que en puridad estaríamos ante un nuevo paradigma alternativo a la epistemología.

Rorty pone término a su libro apostando por una nueva concepción de la filosofía, no como un método para conseguir la verdad sino como propedéutica, como terapia basada en la conversación“(…) el interés moral del filósofo ha de ser se mantenga la conversación del Occidente, más que el exigir un lugar, dentro de esa conversación, para los problemas tradicionales de la filosofía moderna.” (p. 355)  
Rorty, aísla pues, el núcleo problemático de la filosofía analítica basada en la idea de un yo frente a una realidad describible bajo ciertas condiciones. Del enfrentamiento entre el sujeto y la naturaleza se obtiene la prioridad filosófica de la epistemología, que encontramos desde Descartes y Kant. Rorty diagnostica que la crisis del pensamiento analítico es fruto de la crisis del paradigma filosófico que deriva del pensamiento especular, y que dispone el tránsito hacia la hermenéutica.