domingo, 20 de mayo de 2012

HALLOWEEN II: Ponerse la máscara o quitarse la cara.








Exterior-noche.

El slasher nos tenía acostumbrado a retratar las víctimas incidentales del psicópata de turno de forma sumaria, figuras vicarias cuya única razón de ser es ofrecer su efímera existencia con rutina y sin atisbo de drama. Su sufrimiento es tan fútil como su psicología. La identificación que se pretende apenas llegaba para crear suspense y nunca percibir la humanidad que sucumbe, su sacrifico está al servicio del regocijo de la audiencia.
En unos casos la muerte sorprende a espectador-víctima, como le ocurría al joven Kevin Bacon mientras fumaba el delicioso cigarrillo post coitum en Viernes 13 (Friday The 13th, 1980; Sean S. Cunningham)
En otros, asistimos a la típica secuencia de suspense, basada en la asimetría cognitiva entre espectador y víctima. La demora temporal es imperativo, el resultado, idéntico. La playmate de Bacon correrá esta suerte. Con habilidad Cunningham nos golpea a traición con el salvaje asesinato del joven y sin tiempo para reponernos del shock, nos adentra en la larga secuencia contigua en la que sabemos que el asesino anónimo actuará pero ignoramos cuando.
La casuística de la sorpresa y el suspense como la describió el maestro Hitchcock.
La tercera variante es la que frustra las expectativas de la audiencia a partir de la violación sistemática de los códigos genéricos, algo frecuente en la magnífica Desmembrados (Severance, 2006; Christopher Smith), propio del momento revisionista que experimentó el slasher a mediados de los 90 a partir de Scream (Ídem, 1996; Wes Craven)
Pero siempre estamos ante figuras funcionales que nacieron para morir (como todos, esa es la gran verdad que comunican) Con frecuencia se trata de adolescentes lascivas que parecen recibir un severo correctivo por le serial-killer de turno, erigido en instrumento vengador de una moral judeo-cristiana.
El panorama era este hasta que Rob Zombie se ha puesto a los mandos de la cosa, en especial desde su remake de Halloween (Ídem, 2007) y la secuela de aquél, Halloween II (Ídem, 2009).

Una sala de streptease. Pero no una cualquiera.




En el interior asistimos a un sainete protagonizado por un triángulo amoroso, el joven enamorado, el viejo regente del local y la striper que juega con el deso de ambos para conseguir sus propios fines. El viejo ejerce su imperio para deshacerse de su celoso y molesto portero de forma elocuente, lo manda a sacar la basura, propiciando la ansiada intimidad para montar a la ninfa, sin olvidar la máscara del monstruo de Frankstein, en realidad, sólo el anguloso frontal.
¡Eh, que estamos en Halloween!
Sexo y poder enredan la situación dominada por la chica, por un cuerpo que es vehículo del deseo inextinguible. El portero muerde reproches relativos al pago de los implantes que ella luce y el viejo gozará a su cuenta.
El sainete acaba de forma nada inesperada cuando Michael irrumpa. Pero lo interesante es como se nos ha ofrecido un pedazo de vida, el modo en que se ha anudado un conflicto obrado por personajes típicos y a partir de unas constantes universales: codicia, dominio, celos y sexo, siempre el sexo.





Aquí trabajó la madre de Michael Myers.

Inmejorable reclamo publicitario en Haddonfield.
Todos tratan de sacar tajada del drama, derecho legítimo del libre mercado. Los monstruos son infinitamente más fascinantes que las víctimas. El dolor que ocasionan, los prestigia, se venera su industria criminal y se aclama el poder divino de usurpar el derecho a la vida.
Incluso Laurie, víctima, exhibe en su dormitorio un gran cartel de Charles Manson con una leyenda: In Charlie we trust. Síntoma de una sociedad que construida sobre relaciones de violencia, casi siempre implícitas, pero que en ocasiones precisa exhibir, acaso a modo de exorcismo, para librase de sus demonios, o puede que sea simplemente masoquismo, un tributo simbólico a Tánatos.

Ponerse la máscara...

Michael no echa mano del cuchillo en esta ocasión, su modus operandi se altera ligeramente. Juguetea con el joven interponiéndose en su camino, haciendo valer su envergadura de gigante, provocando sus bravuconadas. Pero lo más significativo es que lleva el rostro descubierto y Zombi nos lo muestra por vez primera de forma clara. Luego le derriba con un golpe en el pecho y, un una vez en el suelo, procede a pisar repetidamente el rostro hasta reducirlo a una masa pulposa, indistinta y anónima.
En el interior del local por cuya barra americana deslizara la señora Myers su suculenta anatomía tantas veces, Michael sorprende al viejo en plena fruición genital con la ninfa. De nuevo repite la actitud lúdica, la careta goza del momento, encaja estólido las amenazas inermes que le dispensa el viejo mientras empuña un 38 fanfarrón, saboreando con delectación el miedo que suscita su presencia en un hombre que a buen seguro montó en más de una ocasión a su madre sobre ese mismo escritorio con desorden de facturas sin pagar, ceniceros llenos y un espejo sucio de blanco.
El radio atraviesa la carne con un chorro oscuro, apenas un crujido seco sobre el alarido.
El portero sin cara cuelga de una guirnalda de luces (es un gesto habitual en el slasher que el asesino exhiba con cierto orgullo su obra en la galería de los horrores), para disgusto de la ninfa que ha huido mientras a su jefe le arrancan gritos de dolor (que próximos se hallan el placer y el dolor en esta carne sentiente)
Michael golpea el rostro de la chica contra una luna con su habitual furia hasta hacerlo desaparecer. El espejo que muestra la cara ahora la oculta, el principal elemento identitario es diluido en el anonimato de una geografía ignota de músculos, tendones y huesos.
Sin embargo, ella le ha arrancado un pedazo de látex, descubriendo el ojo de Michael. El rostro emerge bajo la máscara, ambos comienzan a ser uno.









Existe una versión alternativa de esta secuencia, en la que Michael da alcance a la chica en el exterior y le rompe el cuello con rutina, inferior a todas luces al privarla de todas estas connotaciones.

...o quitarse la cara.

En una secuencia anterior, era golpeado por unos granjeros molestos por la presencia de lo que piensan es un mendigo en sus campos. Michael, encaja sin resistencia, inmóvil, hasta que se pone la máscara.
La silueta recortada contra la luz de los faros y la imagen ralentizada, subraya el valor del gesto, sin la máscara Michael era inerme, ocultando el rostro barbado de pordiosero, adopta la identidad del ángel exterminador.







Pero nunca antes se había afanado en destruir las caras de sus víctimas. Él necesita encubrir la cara para ejercer su labor en el largo regreso al hogar. Que prescinda de su herramienta dilecta y sin mediación, mate haciendo uso tan sólo de la fuerza, sugiere una empresa vengadora, una ira mayor de lo habitual concitada por la presencia de ese espacio degradante para la memoria de su madre y que él convierte en un culto a la muerte, como se vemos en la secuencia alternativa, cuando el “hombre de la cerveza” acuda a entregar el pedido.

Ahora, máscara de Michael apenas llega a velar la identidad del niño que no asume la muerte de su madre y la destrucción de la familia, y vive un delirio, una relación pervertida con la realidad en la que todo significa.
Michael rompió con la realidad exterior asumiendo un nuevo orden de valoración simbólica en la que la máscara y la cara asumen una relación dialéctica.




domingo, 13 de mayo de 2012

UNA TARDE DE SÁBADO.





Un año ya de aquel movimiento de indignación ciudadana.

Recuerdo que dos días después, me tocó de presidente de mesa en las Autonómicas y Municipales. Los deberes cívicos, ya se sabe.
Un año ya.

Celebración del aniversario en la Plaza Mayor, ambiente festivo de sábado por la tarde, entre niñas vestidas de Primera Comunión y parejas que devoran el helado o las pipas (igualito que cuando van de procesión). El inevitable turista con su canon saqueando imágenes del casco histórico y la gente de bien con la caña y el pitillo en las terrazas. Los niños corren tras las palomas y las barriguitas hinchan las camisas de los paseantes ociosos e indiferentes al sarao.
Y mucha, mucha policía.
Casi daba miedo acceder a la citada plaza, uno, que iba con la niña y su patinete.
Luego, los discursos, el morao de las banderas, cuando no la hoz y el martillo, surcan el aire espeso de este estío primaveral y prematuro que sufrimos. Discursos llenos de reivindicaciones de derechos pisoteados y represiones varias.
Mientras le echo un ojo a la niña, que sigue a lo suyo, escucho palabras como “libertad de expresión”, “derecho a manifestarse”, “políticos”, “censura”, “el futuro de nuestros hijos”, “compañeros y compañeras” (jóvenes y jóvenas, la lengua no discrimina, son los hombres, y en español, el masculino es el género no marcado, inclusivo, qué se le va a hacer) y esa hermosa palabra que, acaso por la fruición que nos exige su articulación, el recorrido trabajoso de la lengua de una posición ápico-alveolar a la localización interdental, llena la boca de tantos con tanta frecuencia: FASCISTA.

Pienso, estos chicos estaban ansiosos de que el PP tomara el poder para esgrimir la palabreja con alguna oportunidad. Estos chicos que, en apenas cinco días, estarán meneándose en la enésima edición del WOMAD, con la litrona y el canuto (eso sí que sería una revolución, la plaza vacía el próximo jueves), añoran correr delante de los grises.

Y como fin de fiesta, un tipo nos canta “Ay, Carmela”: rumba la rumba la rumba la.

Y uno piensa que no faltan motivos para echarse a la calle, pero que estos chicos andan pelín perdidos. Que sus argumentos son de otra época, anacrónicos, falacias populistas que levantan aplausos pero inermes como las quejas de un niño de pecho, salvas que sólo asustan palomas.
Por lo mismo que la huelga como forma de reivindicación obrera, tenía sentido únicamente en el contexto de una sociedad industrial, productora y resulta inútil en un país terciarizado.
La dialéctica combativa de la izquierda de otro tiempo no ha sabido adaptarse al siglo XXI, cuando los mecanismos del sistema son demasiado sutiles y perversos. Precisamente porque no oponen resistencia, toleran la disidencia, la discrepancia, cierto alboroto que dispensa la ilusión de libertad, y libera la mala sangre. Pero en realidad no hay un afuera del sistema.
Estos chicos añoran al dictador, al censor, al carcelero, al que acusar puño en alto. Añoran obstáculos contra los que hacerse fuerte. Pero no los encuentran


Un amigo me objetaba, tiempo atrás, la conveniencia de este movimiento (me advertía de su peligro) por lo que tenía de apolítico. En democracia hay que acatar la reglas del juego y hablar en las urnas, me decía él. Pero no son los políticos quienes nos gobiernan, como sabemos los que queremos saber. Y desde nuestra posición, la que nos permite pagar el alquiler y dar de comer a nuestro hijo, tratamos de que la próxima generación, vaya tomando conciencia de la situación. Sin escudarnos tras estandartes obsoletos ni expresiones vacuas que no hacen más que desviar la atención.

Gandhi hizo tambalearse el imperio británico persuadiendo al pueblo indio a prescindir de los servicios de la metrópoli: obtener su propia sal, tejer la ropa. El consumidor tiene más derechos que el ciudadano. Encontramos hojas de reclamaciones por doquier. Asumir esto, es un comienzo, acaso, sea el único poder real con el que contamos, el único ámbito en el que poder actuar.

El concepto de ciudadanía moderno informa al ciudadano como receptor pasivo de derechos, algo impensable para Aristóteles. Para él, el ciudadano, es el hombre que participa en la cosa pública, que tiene poder político de facto.
Nuestra única participación política cotidiana es tributaria, como pagadores de impuestos. Para lo otro, tenemos que esperar cuatro años.
Así nace el concepto de “sociedad civil” auspiciado por el pensamiento liberal, como medio para mantener al ciudadano alejado de la fuente de poder. En EE UU, la aportación del ciudadano se vuelca sobre la comunidad como elemento cohesivo. Se fomenta el voluntariado, la participación en comedores sociales en los que se palía una situación dramática y se evitan así que enojosas preguntas por las causas de las desigualdades. Un lavado de las conciencias, el modo más eficaz de desactivar la participación ciudadana en las decisiones de Estado y fomentar la desmovilización, la apatía, la desinformación.

Entre la sentada pacífica de la Plaza Mayor cacereña y las bengalas neonazis que tiñen de rojo el mármol del Partenón, hay un suspiro. Entre la indignación perroflautil y festiva, y el sartal de soluciones finales de los nietos de Nüremberg que avanzan rompiendo cabezas, median los pocos años en los que tarde en desaparecer la clase mileurista, las terrazas se vacíen y las niñas ya no celebren el día de su Primera Comunión.

Y uno piensa, el segundo aniversario del 15-M tendrá lugar en un contexto económico y social aún más difícil, con medio millón más de parados en España y Europa rota.
La noche cae lentamente como una mortaja sobre la concurrencia que ya comienza a dispersarse con sus banderas republicanas, en las que tono del rojo se va confundiendo con el morado, para dar una suerte de gris indistinto y sucio.

Todo está revestido de una triste pátina gris. La niña me pide que volvamos a casa.
Vámonos hija.


sábado, 12 de mayo de 2012

ARDE MISSISSIPPI.





La trama de Arde Mississippi (Mississippi Burning, 1988; Alan Parker) gira en torno a la investigación de la desaparición de tres activistas de los derechos civiles por parte del F.B.I. La pareja protagonista, siguiendo las convenciones del thriller de la década, manifiesta caracteres y métodos harto diversos.
El joven agente Alan Ward (Willem Dafoe), es un pulcro seguidor de la metodología de su jefe, John Edgar, en cuanto a la adquisición y procesamiento de la información, la posterior aplicación de técnicas científicas en su análisis, así como un observador puntilloso de los procedimientos legales en su colecta. Sin embargo, con la aparatosa presencia intimidatoria de medio centenar de agentes, es incapaz de rendir el silencio de los lugareños.
Naturalmente su actitud choca con la heterodoxia y el pragmatismo de la vieja escuela de Rupert Anderson (Gene Hackman), quién se olvida del manual a sabiendas de que los canales por los que circula la información, rumores, chismes y, finalmente, la ansiada verdad, son los foros de reunión y charla comunitarios: el bar, la barbería y la peluquería, espacios, donde la confidencia y el secreto se enredan con la crónica deportiva o el comentario del día. La verdad está más allá del lenguaje, pero en él se manifiesta.
Pero para llegar a ella, primero tiene que ganarse la confianza de los sabios.
La hostilidad de los varones ofrece una resistencia insalvable, por su involuntaria arrogancia de hijo pródigo que pudo escapar del légamo provinciano y el mal olor de las ciénagas. Se sienten insultados, pone demasiado en evidencia un fracaso unánime, el de una cultura perpleja en su pasado rutilante de villas y plantaciones que emboscaba la gusanera.
Pero las mujeres sucumben a los encantos del hombre de la gran ciudad, por lo mismo que sus maridos lo odian, en su traje espejean aquellos anhelos adolescentes que penden de la mirada soñadora y con manchas de hollín de las chicas de pueblo.

En una peluquería conoce a Mrs. Pell (Frances McDormand), mujer del Sheriff Clinton Pell (Brad Dourif), el primer chico que le hizo reír, aunque ahora sólo le arranca lágrimas amargas.
En la peluquería, ella le revelará el paradero de los tres chicos.
El espectador sabe desde la primera secuencia que fueron asesinados y deduce fácilmente el tenor de unas palabras que no escucha. Parker filma a través de la luna del local a Hackman contemplando una temeraria manifestación de los miembros negros de la comunidad, momento en el que Mrs. Pell se acerca a Anderson y le suministra la ansiada información. El espectador sólo escucha el bullicio de la marcha fuera de campo sobre el plano-medio de la pareja, sobre esa expresión inquieta del rostro que publica la ominosa verdad con palabras mudas.
Esa verdad más allá de las palabras.
Hackman recibe la noticia impasible, masticando cacahuetes y más palabras, sabedor de que ofrecen un escaparate inmejorable a la concurrencia, podría comprometerla de forma fatal. En ningún momento se buscan sus miradas.

Más adelante, cuando se trate de depurar responsabilidades y colgar culpas, será el nombre de su marido el que salga a colación.
De nuevo, Parker elije una solución visual que distancia al espectador de la verdad. Ahora será la lejanía en el espacio. Tras demorarse en el rostro doliente de Frances en un gran primer plano, ella domicilia los prejuicios racistas en la educación: Nadie nace odiando. Se te enseña. Premisa, nunca exculpatoria, pero con fuerza causal. Se retira al fondo del decorado seguida por Anderson, apenas llega la luz, y allí, entre tinieblas, se hace la claridad. Apenas son dos sombras recortadas contra la noche. Allí se libera del pesado fardo que la oprime. Cada hombre es responsable de todos los hombres. Ella sabe que con su silencio es tan cómplice como el criminal que accionó el disparador.
Ella sabe que sólo hay dos bandos y la ética está por encima de la moral, la costumbre, las normas que rigen en cierta comunidad.
La noticia de la verdad sólo puede ser puesta en forma a través de la distancia, con la barrera del sonido o la luz, por que es lo que está más allá, oculto.

El término griego para “verdad” era aletheia, desocultación. El prejuicio heleno acerca del carácter especioso de la apariencia, sigue informando nuestra percepción. Ahora sabemos que el responsable directo de nuestra configuración de eso que llamamos “realidad”, es el lenguaje: trama de fenómenos articulados en un sintagma bipolar: sujeto y predicado.
La verdad nunca es el sujeto. Es un mero valor que le otorgamos a una proposición. Un predicado. A efectos pragmáticos, un enunciado emitido en una situación comunicativa adecuada. Pero el enunciado de Frances viola, no una máxima pragmática, sino social. Es inadecuado en cuanto transgresión del acuerdo comunitario de silenciar la felonía, al tiempo que traiciona al hombre que prometió amar y respetar. Arrumba todo el edificio de principios atávicos del viejo sur. En la escuela se nos decía que la segregación ya estaba en la Biblia.
Es inmoral en la medida en que es ético. Pero la moral es coercitiva y castiga el desacato.
Su observancia, por otro lado, podría haberla conducido al suicidio, como hace el Alcalde (Lee Ermey) corroído de culpa.

No existen zonas grises, o se denuncia a los verdugos o se es uno de ellos.