Exterior-noche.
El slasher nos
tenía
acostumbrado
a
retratar
las
víctimas
incidentales
del
psicópata
de
turno
de
forma
sumaria,
figuras
vicarias
cuya
única
razón
de
ser
es
ofrecer
su
efímera
existencia
con
rutina
y
sin
atisbo
de
drama.
Su
sufrimiento
es
tan
fútil
como
su
psicología.
La
identificación
que
se
pretende
apenas
llegaba
para
crear
suspense
y
nunca
percibir
la
humanidad
que
sucumbe,
su
sacrifico
está
al
servicio
del
regocijo
de
la
audiencia.
En
unos
casos
la
muerte
sorprende
a
espectador-víctima,
como
le
ocurría
al
joven
Kevin
Bacon
mientras
fumaba
el
delicioso
cigarrillo
post coitum en
Viernes 13 (Friday The
13th, 1980; Sean S.
Cunningham)
En
otros,
asistimos
a
la
típica
secuencia
de
suspense,
basada
en
la
asimetría
cognitiva
entre
espectador
y
víctima.
La
demora
temporal
es
imperativo,
el
resultado,
idéntico.
La
playmate de
Bacon
correrá
esta
suerte.
Con
habilidad
Cunningham
nos
golpea
a
traición
con
el
salvaje
asesinato
del
joven
y
sin
tiempo
para
reponernos
del
shock, nos
adentra
en
la
larga
secuencia
contigua
en
la
que
sabemos
que
el
asesino
anónimo
actuará
pero
ignoramos
cuando.
La
casuística
de
la
sorpresa
y
el
suspense
como
la
describió
el
maestro
Hitchcock.
La
tercera
variante
es
la
que
frustra
las
expectativas
de
la
audiencia
a
partir
de
la
violación
sistemática
de
los
códigos
genéricos,
algo
frecuente
en
la
magnífica
Desmembrados (Severance, 2006; Christopher Smith),
propio
del
momento
revisionista
que
experimentó
el
slasher a
mediados
de
los
90
a partir de Scream (Ídem, 1996;
Wes Craven)
Pero
siempre
estamos
ante
figuras
funcionales
que
nacieron
para
morir
(como
todos,
esa
es
la
gran
verdad
que
comunican)
Con frecuencia se trata de adolescentes lascivas que parecen recibir
un severo correctivo por le serial-killer de
turno, erigido en instrumento vengador de una moral judeo-cristiana.
El
panorama
era
este
hasta
que
Rob
Zombie
se
ha
puesto
a
los
mandos
de
la
cosa, en especial desde su
remake de Halloween
(Ídem, 2007) y la secuela de
aquél, Halloween II (Ídem, 2009).
Una
sala
de
streptease.
Pero
no
una
cualquiera.
En
el
interior
asistimos
a
un
sainete
protagonizado
por
un
triángulo
amoroso,
el
joven
enamorado,
el
viejo
regente
del
local
y
la
striper
que
juega
con
el
deso
de
ambos
para
conseguir
sus
propios
fines.
El
viejo
ejerce
su
imperio
para
deshacerse
de
su
celoso
y
molesto
portero
de
forma
elocuente,
lo
manda
a
sacar
la
basura,
propiciando
la
ansiada
intimidad
para
montar
a
la
ninfa,
sin
olvidar
la
máscara
del
monstruo
de
Frankstein,
en
realidad,
sólo
el
anguloso
frontal.
¡Eh,
que
estamos
en
Halloween!
Sexo
y
poder
enredan
la
situación
dominada
por
la
chica,
por
un
cuerpo
que
es
vehículo
del
deseo
inextinguible.
El
portero
muerde
reproches
relativos
al
pago
de
los
implantes
que
ella
luce
y
el
viejo
gozará
a
su
cuenta.
El
sainete
acaba
de
forma
nada
inesperada
cuando
Michael
irrumpa.
Pero
lo
interesante
es
como
se
nos
ha
ofrecido
un
pedazo
de
vida,
el
modo
en
que
se
ha
anudado
un
conflicto
obrado
por
personajes
típicos
y
a
partir
de
unas
constantes
universales:
codicia,
dominio,
celos
y
sexo,
siempre
el
sexo.
Aquí
trabajó
la
madre
de
Michael
Myers.
Inmejorable
reclamo
publicitario
en
Haddonfield.
Todos
tratan
de
sacar
tajada
del
drama,
derecho
legítimo
del
libre
mercado.
Los
monstruos
son
infinitamente
más
fascinantes
que
las
víctimas.
El
dolor
que
ocasionan,
los
prestigia,
se
venera
su
industria
criminal
y
se
aclama
el
poder
divino
de
usurpar
el
derecho
a
la
vida.
Incluso
Laurie,
víctima,
exhibe
en
su
dormitorio
un
gran
cartel
de
Charles
Manson
con
una
leyenda:
In
Charlie
we
trust.
Síntoma
de
una
sociedad
que
construida
sobre
relaciones
de
violencia,
casi
siempre
implícitas,
pero
que
en
ocasiones
precisa
exhibir,
acaso
a
modo
de
exorcismo,
para
librase
de
sus
demonios,
o
puede
que
sea
simplemente
masoquismo,
un
tributo
simbólico
a
Tánatos.
Ponerse
la máscara...
Michael
no echa mano del cuchillo en esta ocasión, su modus
operandi se
altera ligeramente. Juguetea con el joven interponiéndose en su
camino, haciendo valer su envergadura de gigante, provocando sus
bravuconadas. Pero lo más significativo es que lleva el rostro
descubierto y Zombi nos lo muestra por vez primera de forma clara.
Luego le derriba con un golpe en el pecho y, un una vez en el suelo,
procede a pisar repetidamente el rostro hasta reducirlo a una masa
pulposa, indistinta y anónima.
En el interior del local por cuya barra americana deslizara la señora
Myers su suculenta anatomía tantas veces, Michael sorprende al viejo
en plena fruición genital con la ninfa. De nuevo repite la actitud
lúdica, la careta goza del momento, encaja estólido las amenazas
inermes que le dispensa el viejo mientras empuña un 38 fanfarrón,
saboreando con delectación el miedo que suscita su presencia en un
hombre que a buen seguro montó en más de una ocasión a su madre
sobre ese mismo escritorio con desorden de facturas sin pagar,
ceniceros llenos y un espejo sucio de blanco.
El radio atraviesa la carne con un chorro oscuro, apenas un crujido seco
sobre el alarido.
El
portero sin cara cuelga de una guirnalda de luces (es un gesto
habitual en el slasher
que
el asesino exhiba con cierto orgullo su obra en la galería de los
horrores), para disgusto de la ninfa que ha huido mientras a su jefe
le arrancan gritos de dolor (que próximos se hallan el placer y el
dolor en esta carne sentiente)
Michael
golpea el rostro de la chica contra una luna con su habitual furia
hasta hacerlo desaparecer. El espejo que muestra la cara ahora la
oculta, el principal elemento identitario es diluido en el anonimato
de una geografía ignota de músculos, tendones y huesos.
Sin
embargo, ella le ha arrancado un pedazo de látex, descubriendo el
ojo de Michael. El rostro emerge bajo la máscara, ambos comienzan a
ser uno.
Existe una versión alternativa de esta secuencia, en la que Michael
da alcance a la chica en el exterior y le rompe el cuello con rutina,
inferior a todas luces al privarla de todas estas connotaciones.
...o
quitarse la cara.
En una secuencia anterior, era golpeado por unos granjeros molestos
por la presencia de lo que piensan es un mendigo en sus campos.
Michael, encaja sin resistencia, inmóvil, hasta que se pone la
máscara.
La silueta recortada contra la luz de los faros y la imagen
ralentizada, subraya el valor del gesto, sin la máscara Michael era
inerme, ocultando el rostro barbado de pordiosero, adopta la
identidad del ángel exterminador.
Pero
nunca antes se había afanado en destruir las caras de sus víctimas.
Él
necesita encubrir la cara para ejercer su labor en el largo regreso
al hogar. Que prescinda de su herramienta dilecta y sin mediación,
mate haciendo uso tan sólo de la fuerza, sugiere una empresa
vengadora, una ira mayor de lo habitual concitada por la presencia de
ese espacio degradante para la memoria de su madre y que él
convierte en un culto a la muerte, como se vemos en la secuencia
alternativa, cuando el “hombre de la cerveza” acuda a entregar el
pedido.
Ahora,
máscara de Michael apenas llega a velar la identidad del niño que
no asume la muerte de su madre y la destrucción de la familia, y
vive un delirio, una relación pervertida con la realidad en la que
todo significa.
Michael
rompió con la realidad exterior asumiendo un nuevo orden de
valoración simbólica en la que la máscara y la cara asumen una
relación dialéctica.