viernes, 20 de septiembre de 2013

SKYFALL (II)

Bond es abatido por el fuego amigo mientras pelea con el sicario de turno para arrebatarle el McGuffin de rigor (una lista con la identidad de los agentes del MI6) y en lo alto de un decorado no menos frecuente,  un tren en marcha. Su cuerpo, con dos impactos de bala visibles (el primero se lo propina el tipo al que perseguía) se precipita hacia un río, y será arrastrado por la fuerte corriente hacia una cascada, tras la que se hunde como un aparejo de plomo. Fade out.

Comienzan los créditos y la imagen se estiliza, la continuidad metonímica entre los planos se vira en una contigüidad asociativa, metafórica.  La mímesis realista cede ante el símbolo y la alegoría que anticipan motivos temáticos y argumentales del film.

La “muerte” de Bond se significa siguiendo un itinerario espacial vertical. Cae literalmente del cielo. Sin embargo, una vez su cuerpo se sumerja en el elemento líquido, la caída no se detiene. Vemos una mano reconociblemente femenina, que toma su muñeca. ¿Acaso una sirena salvadora?


Pronto aparece otra mano descomunal que tira hacia el fondo de un minúsculo 007. El motivo femenino se configura como un principio de muerte. “M” ha ordenado fuego a pesar de que la agente innominada, por el momento, le advierte de que el blanco no es limpio. Las consecuencias ya las conocemos.



Una grieta se abre en el fondo y el abismo engulle a Bond. La grieta surge como nueva representación imaginaria de “lo femenino”. El cuerpo de Bond penetra a la tierra, principio femenino por excelencia revestida de los valores simbólicos de Gea, madre generadora y nutricia. Figuras de bellas mujeres ascienden y flanquean la interminable caída del agente, marcando la oposición dinámica entre el principio masculino y el femenino.


En adelante adoptaremos el punto de vista del alma errante de Bond. Se ha convertido en un psiconauta a la busca su cuerpo para encarnarse de nuevo. Se resiste a morir.



Surca una lluvia de objetos. Pronto veremos que se trata de efigies suyas, lo primero que sale a su encuentro son trasuntos, un boscaje de dobles de cartón, blancos de tiro con una ostensible hemorragia.

En este nuevo itinerario se mantiene el motivo de la caída, ahora son objetos caracterizadores de la actividad de 007.
Su metonimia, la imprescindible Walter que tantas vidas se ha cobrado. Al cortinaje de pistolas siguen puñales que acuchillan el fondo y en una implacable lógica asociativa, los siguientes objetos en caer son cruces.
 Y sobre ese camposanto recién sembrado aparece el nombre de Judy Dench, en claro anticipo de la muerte de “M”.


La imagen adquiere un intenso tono rojo sangre al superar el cementerio marino y  adivinamos el perfil de un caserón justo cuando la letra de la canción llega a “let the skyfall …”


Atraviesa el edificio y sobre uno de sus viejos muros, una grieta deja ver los ojos de Bond. 007 reaparece, oculto tras su pasado, como sabremos después. 


Skyfall es el lugar en el que nació y al que acudirá para ocultarse, como a un útero protector.
Está siguiendo un itinerario que consiste en el regreso imposible al hogar.

El ojo de la mente es la más originaria metáfora epistemológica. La visión que aprehende las formas de las cosas ha significado desde Platón el elemento activo de la cognición. Pero ahora la mirada es pasiva, no es ella la que mira hacia algo, sino ese algo que viene de afuera el que se allega y cae en ella, la penetra y mira hacia “adentro”. La conciencia de Bond claudica de su carácter intencional y se refleja a sí misma.
El ejercicio introspectivo devela sus miedos y el destino que le aguarda se hace manifiesto.



Bond se ha encontrado. Abandonamos ahora momentáneamente el  medio acuático. Tras la mirada de 007 se nos localiza en un escenario desértico sobre el que se elevan formas arquitectónicas clásicas, soportales, arcos de medio punto, ecos de Chirico y la pintura metafísica, para localizar la alegoría de un hombre disparando contra sus sombras, en lucha consigo mismo. 


Se introduce uno de los motivos argumentales sobre los que se articula la trama de Skyfall: el doble, el simulacro, la copia impostora que aspira acabar con el original.  La antítesis del héroe. Un 007 invertido en todos los sentidos.


No será tan rápido como para matarlas a todas, y una de ellas, en la que reconocemos a su antagonista, le dispara. Bond da el alma una vez más. Quiero decir, que muere.


Su alma cae a través de los 9 mm del orifico dejado por el proyectil de su doble-enemigo, y regresamos al fondo acuático. 


Atraviesa tupidas formaciones que semejan algún tipo de vegetación subacuática, algas, sargazos, aunque pronto reparamos en que se trata de hemorragias que emanan del suelo. Sus formas caprichosas alcanzan a formar una calavera, con lo que el tema de la muerte se hace explícito.


En solidaridad con aquel encontramos siempre el principio femenino. Una bella joven asiática empuña una pistola por cuyo cañón nos colamos hacia un entorno ígneo, llamas que se metamorfosean en dragones chinos. Siempre seguimos el mismo trayecto. De fuera hacia adentro. 


Sendos temas, la muerte y lo femenino, se imbrican definitivamente con el tercero del doble.
Un caleidoscopio incide en las sugerentes siluetas de sensuales curvas que se desdoblan y sugieren las formas caprichosas de las manchas de las tarjetas del Test de Rorscharch.
Referencia al análisis que tendrá su correlato en la narración. Todo el viaje del alma es una búsqueda de conocimiento de uno mismo. Reconocimiento. Al fin, no se aprende nada que ya no se supiera con anterioridad.


El  delirio visual se corona con una nueva presencia de la amenazante calavera. Más allá del placer siempre aguarda el beso gélido de la Dama de Blanco.


Tras superar el ominoso memorando, nos precipitamos en una tumba abierta. De nuevo el abismo, la hendidura, la oquedad.  La vagina .


Nos encontramos una vez más con Bond encarnado pero flanqueado por dobles que le disputan su lugar. 


Dispara contra esos reflejos "pretendientes", las réplicas que le amenazan y sobre las que deberá vencer para afirmar su identidad. 


La imagen se aproxima al desgarro abierto en su pecho.


La grieta es atravesada y una vez más 007 regresa su hogar.


Entre una lluvia de pavesas, bajo un cielo abrasado que se estremece y despedaza, adivinamos las ruinas de Skyfall, último reducto de la identidad del agente.


Más allá de sus muros decrépitos a los que falta el aliento,  más allá de un último latido legatario de orfandad y abandono, más allá de la soledad y el tiempo, sólo queda un individuo: James Bond.


La imagen se abisma hacia el centro más oscuro de su ojo.



El alma se encarna. La caída se detiene. 007 vuelve de entre los muertos para seguir cultivando la muerte. La lleva alojada en su ser. Ha vuelto para continuar perdiendo, ser una vez más aquel niño que perdió a su madre en el páramo escocés.
Ha vuelto porque el superhombre quiere repetición, eternidad, ver una y mil veces la misma función, sin lamentos, sin resentimientos, sin apartar la mirada. Sin piedad.

El drama hegeliano de la identidad se reedita, el desgarro, el extravío, el peregrinaje por lo radicalmente otro es superado en una unidad sintética que adopta la forma de un retorno a sí mismo, la vuelta al hogar.

Bienvenido, James.    




  

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