Pour
Dario Argento.
Permitidme
una
digresión
de
las
mías.
Toda fe se asienta en el
testimonio del profeta o iluminado de turno que tuvo vivencia, al
parecer, de la trascendencia. Luego, su testimonio se recoge en
textos “revelados”, es predicado por epígonos o enemigos, y
revivido de forma vicaria por los fieles a través del rito.
El testigo puede ser hijo
de Dios o del Hombre, pero su experiencia ha de ser necesariamente
extrema, tiene que ser objeto de una vivencia sobrehumana para
obtener el certificado de credibilidad. Pero en un ser humano, toda
experiencia extrema incluye y concluye, diría, en el sufrimiento
físico, toda vez que para llegar al alma hay que dar el rodeo del
cuerpo, la carne sentiente y doliente, límite del sujeto con el
mundo. Para que nuestra materialidad precaria y corruptible llegue a
la plenitud del todo, alcance la perfección y la eternidad del Ser,
necesariamente esta ha de ser deglutida, desgarrada, hecha jirones en
el tercer momento dialéctico: la síntesis.
Ergo, el
elemento trascendental (en
el
sentido
kantiano
de
condiciones
de
posibilidad
de
algo)
de
todo
testimonio
radical, esto es, trascendente,
es
el
dolor.
Ese
fue
el
arancel
que
debió
pagar
Adán
para
ser
tan
sabio
como
Dios.
Sólo
qué
resulto que lo
único
que
Dios
sabía
es
que
había
creado
al
hombre
para
morir,
el
ser-para-la-muerte
heideggeriano.
¿Valió
la
pena,
Adán?
La
meditación
Zen
se
ofrece
como
un
método
para
alcanzar
la
trascendencia
a
partir
de
la
influencia
del
cuerpo
sobre
la
mente
gestionando
adecuadamente
la
sinergia
física
(el
asiento
que
incide
sobre
el
bajo
vientre,
depósito
de
la
energía
corporal,
la
respiración
ventricular,
etc.),
se actúa
así sobre
la
conciencia
anulando,
tras
largos
años
de
práctica
o
en
unos
pocos
días,
si
acepta
uno
la
tortura
de
su
ejercicio
ininterrumpido,
su
transitividad,
abriendo
la conciencia a la reflexividad y
la
comunión
con
la
totalidad,
disolviendo
sus
límites
en
la
supresión
de
la
dualidad
sujeto-objeto.
Esto viene siendo la mística. Meditación, ascetismo, martirio,
sendos ramales de la misma arteria.
Cristianismo
e
Islam
nacen
bajo
el
signo
de
una
violencia
que
la
madre
de
ambas,
el
Judaísmo,
supo
conjurar.
Pero
ya
no
bastaba
con
el
sacrificio
de
un
cordero
para
fundar
una
nueva
fe,
establecer
una
alianza
más
amplia,
había
que
cargarse
al
hijo
de
alguien,
y
no
de
cualquier
manera,
debía
ser
una
forma
inspiradora,
que
conmoviera
las
almas
y
revolviera
los
estómagos.
Aquí
nace
el
mártir.
Nadie
ha
interpretado
mejor
la
esencia
del
acto
fundacional
de
nuestra
religión,
nadie
ha
transitado
mejor por la besana del
suelo
fertilizado
con
sangre
del
que
brota
lozana
la
devoción como Mel
Gibson
en
La
Pasión,
film,
me
temo,
que
no
ha
sido
suficientemente
pensado
por
los
prejuicios
que
el
tema
apareja.
Sabemos
que
a
la
chavalada
progre
se
le
embota
el
sentido
crítico
ante
cualquier
artefacto
que
huela
a
religión,
o
quizá,
porque
para
la
intelectualidad
europea,
un
australiano
ignorante
nada
puede
aportar
al
tema.
Y
ahí
está
la
cosa,
en
la
mera
exposición
visceral,
espectacular,
litúrgica
de
un
acto
de
violencia
extrema,
sin
glosa
ni
comentario
(discurso
siempre
hay),
que
alienta
una
ética,
soportal
de
unos
valores,
los
de
nuestra
civilización
cansada,
y
el
clavo
ardiendo
al
que
se
agarran
diariamente
los
infelices
fieles de Mahoma que
llevados
por
la
desesperación,
explotan
su
carga
de
odio
y
terror
junto
a
la
garita
de
turno.
¿Mártires
o terroristas?
Si
la
violencia
nos
interesa
y
nos
fascina,
más
allá
de
que
su
ejercicio
constituya
un
elemento
basilar
de
nuestra
naturaleza
y
nuestra
cultura
(¿podemos,
es
legítimo,
seguir
estableciendo
una
diferencia
entre
ambas?),
es
porque
siempre
comunica
una
verdad;
dolorosa,
como
lo
es
la
verdad
(no
nos
cansaremos
de
repetir
la
sentencia
que
enuncia
Sófocles
por
boca
de
Tiresias:
Qué
dañino
es
el
conocimiento
que
no
aporta
beneficio
al
sabio),
necesaria,
como
lo
siempre
la
verdad,
suceptible
de
ser
ocultada,
edulcorada,
elíptica.
Mentiras
piadosas
que
en
este
momento
de
la
Historia,
maldita
la
falta
que
nos
hacen.
En
El
club
de
la
lucha,
Tyler
vertía
una generosa cantidad de lejía
pura sobre
el
dorso
de
la
mano
de
Jack.
En el acto, el sufrido amanuense, para
zafarse
del
dolor,
huye a su cueva
de
hielo
mental cimentada en el discurso de la autocomplaciente nueva
psicología, huérfana de Freud, y su optimismo ramplón, amparado en
el prejuicio dualista de la superioridad de la mente sobre el cuerpo
que estamos tratando de refutar.
No
comprende
aún
el
magisterio
del
dolor,
no
se
atreve
a
mirar
a
los
ojos
del
abismo,
no
sabe
que
hasta
que
no
se
toca
fondo,
como
le
dirá
Tyler,
no
se
es
libre
para
actuar.
No
nos
liberamos
hasta
que
no
dejamos
de
temer
a
la
muerte,
claro
que
eso
suele
ocurrir
cuando
la
vida
se
antoja
intolerable,
cuando
nos
asomamos
al
martirio.
La
fe
es
el
clavo
ardiendo
al
que
se
aferra
el
hombre
cuando
las
condiciones
materiales
de
la
existencia
se
tornan
intolerables.
- Primera revelación: el hombre es un ser para la muerte (Génesis).
- Segunda revelación: el miedo a la muerte nos impide ser libres; promesa de la resurrección (Evangelio).
- Tercera revelación: cuerpo y mente son un continuo (monismo místico)
Pascual Laugier nos golpeó el escroto hace cuatro años con esta
pieza de cámara más cercana, en sus planteamientos, que no en su
estética, a Haneke que a Ajá; un salvaje balbuceo desde la orilla
ignota del dolor que pulsa emociones confusas y sacude con violencia
el pensamiento.
Una historia sinuosa llena de meandros que recuerda a los guiones del
mítico tándem Fulci-Sachetti, en los que el capricho era ley y el
fin, únicamente, ensayar las variaciones Goldberg del horror visual,
gratuito, como un bello arte. Sin embargo, la ambición de su
discurso, los giros de la trama que tan poco satisfacen a algunos,
están al servicio de la dialéctica de la violencia, irreductible a
un tratamiento maniqueo.
La venganza de Lucie no nace tanto del odio o reclamo de una
satisfacción personal como del deseo de exorcizar la culpa por haber
abandonado, cuando tuvo la ocasión de huir de su cautiverio, a una
mujer anónima encadenada a una silla y en un notable deterioro
físico, retenida y torturada por las mismas oscuras razones que
ella. En los años siguientes, esta mujer, convertida en un famélico
fantasma surcado de cuchilladas, acechará en la oscuridad a Lucie
para castigar su omisión y la joven se autolesiona con virulencia en
momentos de tensión.
Su brutal matanza nace del deseo de hacer justicia a aquella
desconocida. Sin embargo, una vez consumada la venganza, los ataques
de la “criatura” se recrudecen. Naturalmente, el asesinato de una
familia no puede menos que concitar una culpa mayor, nunca un alivio.
Aunque ella sepa lo que la audiencia ignora aún de esa familia
“normal”. Lucie había encontrado a sus captores, pero la sangre
no trae la paz.
Anna no participa en el crimen de Lucie, pero está dispuesta a
encubrir la masacre por amor hacia su torturada amiga, aunque no esté
convencida, no pueda estarlo, de que esos cuerpos que yacen
destrozados por las postas sean un grupo de secuestradores y
torturadores, por eso, cuando descubra que la mujer aún vive,
tratará de salvarla en vano de la furia de Lucie.
Un nuevo giro de la trama, conduce a Anna, una vez que la “criatura”
se ha cobrado la vida de Lucie, a descubrir unas galerías en el
interior de la casa que conducen hasta el habitáculo donde yace una
mujer con su cuerpo estragado por la desnutrición, los golpes y
cuchilladas.
Anna tendrá su segunda oportunidad de erigirse en salvadora, pero de
nuevo fracasa. Anna permanece incomprensiblemente en la casa,
amortaja el cadáver de Lucie, trata de ayudar a la mujer del sótano,
¿por qué? ¿Acaso se trata de sugerir una naturaleza bondadosa que
la conducirá a la santidad?
Su situación cambiará en un nuevo quiebro narrativo que nos
introduce en el segundo bloque del film, cuando se revela el sentido
de los secuestros y torturas, el deseo por parte de una secta de
crear un mártir que pueda dar testimonio de lo que hay al otro lado.
Fabricar a una víctima es fácil. Un mártir es otra cosa, hay que
cultivarlo como a un hongo.
El mártir es una persona que logra encontrar una puerta en la
habitación negra del dolor, una puerta al otro lado que se ocultaba
entre los pliegues del miedo. Sólo cuando se toca fondo somos
libres, cuando se pierde el miedo a la muerte o cuando la muerte se
antoja el único medio para escapar de la carne doliente y la celda
del cuerpo, la víctima se erige en mártir.
Anna vence al miedo, al odio hacia sus captores, al dolor, y vive
para dar testimonio. Anna entra en los predios de la santidad. Anna
logra la fin salvar a alguien, se salva a sí misma. Quién sabe si
también a sus captores.
En el primer bloque, el protagonizado por Lucie, se plantea el tema
de la inversión de víctima en victimario, la pertinencia moral de
la venganza, la culpa solidaria de la víctima con sus iguales, en
última instancia, lo fácil que resulta para cualquiera “fabricar”
una víctima, y lo difícil que es abandonar dicha condición.
El segundo bloque, protagonizado por Anna, muestra un medio para
dejar de ser víctima sin convertirse en verdugo.
Laugier traza el tortuoso itinerario que conduce a la santidad, a una
reescritura bastarda del Evangelio, hartos de esperar al Mesías, un
grupo de ricachos, hastiados, suponemos, de la abundancia material en
que bogan sus vidas huérfanas de espíritu, decide fabricarse uno
para uso propio, forzar un segundo advenimiento.
La
postura distante del francés ante lo narrado contribuye a acentuar
el horror. No obstante, se desmarca de las tendencias “autorales”
en la representación de la violencia. Imposible no pensar en Haneke,
la misma mirada gélida, la misma ausencia de juicio, sin embargo,
Laugier no ahorra en recursos formales para poner en escena los actos
violentos, evitando sostener el plano (de hecho, multiplica los
raccords),
la elipsis y el fuera de campo. La focalización narrativa es
altamente convencional y busca maximizar la implicación de la
audiencia. Bascula de Lucie a Anna, y la familia del comienzo, así
como de Anna a sus captores durante el segundo bloque.
Puesta
en escena y narración al servicio siempre del espectáculo, un
espectáculo nada complaciente con el espectador, sin duda, pero
espectáculo al fin, aunque su razón de ser sea la de joder a una
audiencia que se creía curada de espanto tras la interminable y
soporífera serie de Saw,
o
el soberbio díptico de Hostel,
donde
el gore se ve con la mueca de asquito o regocijo, pero siempre al
servicio de un goce perverso.
Nada
que ver chavales, esto va en serio, aquí no podréis llenar la
carrillada glotona con una narración complaciente a la busca de un
clímax espectacular y atropellado, ¡cha-chán!
Aquí no podréis agarraros la erección mientras hacen jirones la
carne trémula de una ninfa casquivana de braguitas húmedas.
Estamos
ante una agresión de proporciones similares a la de El
perro andaluz, versión
blockbuster, una
muestra de terrorismo cinematográfico que obliga, navaja al cuello,
a mirar, a no apartar la mirada, a seguir mirando cuando mirar duele,
y, como era habitual en Fulci, se lloran lágrimas sanguinas.
Lo que nos desconcierta de Laugier es que un contenido tan ambicioso
e insólito se informe en una puesta en escena tan funcional,
convencional, poderosa. Hay una cierta falta de adecuación incómoda
entre forma y fondo (quizá por que nos tienen acostumbrados a que
un contenido de enjundia se informe de manera epatante, rompedor con
los usos acostumbrados), que pone en una tesitura el crítico a la
hora de pronunciarse sobre su obra, decidir si hay un planteamiento
sólido o estamos ante un balbuceo, un ensayo sin previsible
continuidad. Acaso la razón de ser del film sea simple y llanamente
esa, incomodar a base de ser ambiguo, moral y estéticamente.
Epílogo.
No
podemos dejar de señalar, por lo que nos satisfizo en el momento de
su visión, la dedicatoria final a Argento, que pese a que sus
últimas obras nos obligan a bajar la mirada con dolor y sonrojo, el
brillo de su cine de los setenta y parte de los ochenta, lo mantienen
como el maestro indiscutido del fantástico europeo. Y Martyrs,
un homenaje a la altura.
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