domingo, 13 de febrero de 2011

EL MAL DE MONTANO





                                                                                                 “Entre la vida y los libros,
                                                                                                     me quedo con estos, que
                                                                                                     me ayudan a entenderla”.
                                                                                                                            


   Nacido en Barcelona en 1948, comenzó su andadura literaria a mediados de la década de los setenta sin suscitar especial interés hasta la publicación de Historia abreviada de la literatura portátil (1985), con la que se granjeó la fama de raro y pasó a ser un autor de culto. En esta obra aparecen ya plenamente definidos sus motivos recurrentes: las relaciones entre literatura y vida, el viaje, la soledad, la locura o el drama del creador ante el bloqueo, el ágrafo trágico. Este será el tema de la obra que marcará, ya en los años noventa, el principio de su salida de los círculos minoritarios y supondrá su  pleno reconocimiento como uno de los autores fundamentales del momento, "Bartleby y compañía" (2000), primera parte de una trilogía que prosiguió con "El mal de Montano" (2002) y "Doctor Pasavento" (2005). Todas ellas distinguidas con diversos premios.
            En El mal de Montano nos ofrece un jugoso esbozo de su biografía literaria: “Por ejemplo, durante años actué en literatura como un perfecto parásito. Posteriormente me fui liberando de mi atracción por  la sangre de las obras ajenas y hasta, con la colaboración de éstas, me fui haciendo con una obra inconfundiblemente mía: discreta, de culto, medio oculta, tal vez excéntrica, pero que me pertenece y está muy alejada ya del uniformado ejército moderno de lo idéntico”. (pag. 220)
Toda su producción está marcada por una actitud combativa y de rechazo hacia el más rancio realismo carpetovetónico lo que se evidencia en la renuncia de los modelos de la tradición hispánica en favor de la germánica: Kafka, Musil, Walser, Benjamin o Gombrowitz son algunos de sus autores dilectos y de los que se percibe una mayor influencia, especialmente en su peculiar sentido del humor, tan extraño al de estas latitudes y al que debe buena parte de su fama de excéntrico; recordemos que una de sus obras se titula Hijo sin hijos (1993), en clara alusión y homenaje al escritor checo. Sin embargo, en su actitud ante la vida y la literatura, se emparenta con dos escritores más cercanos, Pessoa y Borges, acaso dos de los escritores que junto con Kafka, mejor representan la literatura del siglo pasado en cuanto a su espíritu, si la obra de éste es un testimonio desgarrador de la quiebra de la esperanza, premonitoria de Auswitz e Hiroshima, la de aquéllos, de la disolución de la identidad del hombre posmoderno bajo la proliferación de las máscaras y la multiplicación de los espejos. En Extraña forma de vida (1997) rendía  tributo al poeta y ensayista luso, mientras que el argentino habita en cada rincón de su lacónica prosa, de arquitectura sólida y ágil, rica en matices; de una serena complejidad. En cuanto a sus contemporáneos, ha reconocido el magisterio de Sergio Pitol, también germanófilo aunque en absoluto reñido con la tradición de la lengua en que escribe, e interés por autores coetáneos como Pombo, Bolaño o Marías, con los que mantiene claras afinidades estéticas.
Su tardío reconocimiento o lenta maduración, según se mire, ha mantenido su nombre excluido de agrupaciones generacionales. Sin embargo, su actitud reflexiva ante el hecho literario, tanto como escritor como lector, así como su querencia por tradiciones foráneas en abierta polémica con la tradición inmediatamente anterior del realismo social, o la recurrencia al cine y la música como formas artísticas que urden el entramado simbólico en que habita el hombre posmoderno cuando la quiebra de los  grandes ideales colectivo lo han relegado al solipsismo, lo emparentan con algunos de los novelistas del círculo de Benet, tales como Azúa, Gándara o el propio Marías, y los poetas antologados por Castellet, entre otros, Molina Foix, con el que compartió una etapa como crítico en la publicación mensual Fotogramas, o Gimferrer, quién interviene como personaje en El mal de Montano.
Es destacable que haya cosechado sus mayores éxitos en medio de un panorama literario en el que hace tiempo que dejaron de prodigarse las llamadas “ficciones metanovelescas” de raigambre vanguardista. Si echamos un vistazo a las últimas novelas de algunos de los llamados “posmodernos”, como Mendoza, con Mauricio o las elecciones primarias, Millás con Laura y Julio o Pombo (ganador del Planeta, lo que da una idea de su plena asimilación a los circuitos más comerciales) con La fortuna de Matilde Turpin, todas ellas del 2006, veremos un giro hacia formas tradicionales de narrar.
La novela de principios del siglo XXI, demasiado encorsetada por las exigencias del mercado, se caracteriza por una recurrencia temática al guerracivilismo, que dijera Umbral, o a la novela histórica, como mero pretexto para desarrollar tramas manidas en un contexto atractivo y exótico, que maquille otras carencias. No faltan las infantiles tramas esotéricas importadas del bazar anglosajón. En el cultivo de unas y otras, se prodigan los periodistas, artesanos de la escritura capaz de llegar al gran público con una prosa asequible y tramas lineales, en definitiva desprovistos de cualquier pretensión de generar literatura, fórmula infalible de todo best-seller.
Pasemos ahora al análisis de El mal de Montano. La obra está dividida en cinco grandes apartados de similar extensión, en el que se propone un viaje tanto exterior como interior por parte del narrador, naturalmente crítico literario, de lo contrario no sería verosímil su continuo meditar sobre las fronteras entre literatura y vida que deviene en una auténtica investigación detectivesca, y que nos lleva desde Nantes a las Azores, de Barcelona a Budapest, así como a la aniquilación o la absorción de la identidad de nuestro atribulado Ulises en el proceloso mar de tinta de la tradición libresca, en la miríada de voces que lo componen y lo habitan y con las que acaba por confundirse.
El motivo del viaje, tan viejo como la propia literatura, se erige en elemento estructural central. En el primer capítulo viaja a Nantes para visitar a su hijo Montano, escritor, en  una inversión paródica de la Telemaquia. Allí lo encuentra aquejado de una curiosa enfermedad (la literatura como enfermedad) parálisis literaria, debida a que:”…soy visitado por ideas de otros, ideas que me llegan de improviso, que me vienen de fuera y se apoderan de mi cerebro…y así la verdad es que no hay quien escriba.”(pag. 19) Unas líneas más abajo declara: “Se ha infiltrado en mi memoria la de Julio Arward y he visto un rincón de la calle Garriga Vela de Málaga, donde Arward vive.”
De forma sintética se han planteado ya las líneas temáticas centrales del texto. De un lado la pérdida de la identidad personal del escritor en el mar de la memoria colectiva, de la tradición que opera a la manera de puente entra las conciencias individuales. La tradición como una totalidad orgánica y no una mera colección de obras individuales, es una idea presente ya en T. S. Eliot. Relacionado con lo anterior se halla el fenómeno de la intertextualidad: “Decía Benjamin que en nuestro tiempo la única obra dotada realmente de sentido -de sentido crítico también- debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras.” (pag. 124) Se diría que Vila-Matas parodia el célebre dicho de Gómez de la Serna de que todo lo que no es autobiografía es plagio, pues la memoria del atribulado Montano se confunde con la de otros individuos, en concreto con la de Julio Arward. Ignoramos si éste fue alguna vez un pseudónimo empleado realmente por Justo Navarro (Granada, 1953), pero que en cualquier caso le sirve para introducir de paso el  motivo del “doble” y del heterónimo, la máscara literaria. En cualquier caso, recordar con una memoria extraña es una metáfora de la propia creación literaria.
El húngaro Tongoy, “el hombre más feo del mundo” y de aspecto vampírico (por su nacionalidad podría parecerse a  Bela Lugosi, sin embargo el narrador menciona a Christopher Lee y no obstante, por la descripción que nos ofrece recuerda más a Max Schreck en Nosferatu; hábil recurso para fundir a los tres Dráculas más célebres en un solo personaje, el paradigma del vampiro, otra metáfora del escritor), será uno de los  alter ego en el que el narrador se desdoble, su Sancho Panza, su M. Teste, “compartimos un inequívoco aire de familia” (pag. 220); quién ponga una dosis de realidad en su monomanía por litaraturizar el universo, “…un escudero está obligado a devolver a sus señor a la realidad…”. (pag. 86)
Al término del capítulo descubriremos que El mal de Montano es una novela corta en la que el narrador ha estado trabajando, y cuya urdimbre nos es revelada, “…me inventé un hijo que se llamaría Montano -acababa de ver una traducción al francés de un libro de Arias Montano…un hijo que viviría allí, en Nantes y sufriría un bloqueo literario muy serio…recibiría la visita de su padre…para que superara la condición de ágrafo trágico en la que había quedado sumido tras publicar un libro sobre los escritores que renuncian a escribir” (pag. 115)
En este capítulo prepara una conferencia que tendrá que pronunciar en Budapest acerca del diario como forma narrativa. Ahora descubriremos el matrónimo del narrador, Rosario Girondo, el nombre con el que firma sus libros, y que se corresponde con el de su madre, letraherida, como el hijo, y dada a imaginar suicidios que ponía luego en verso (una de las obras de Vila-Matas se titula Suicidios imaginarios), mientras la reflexión entre las tenues fronteras que separan la realidad de la ficción, y el juego de espejos que ambas producen es explorado en profundidad. Recordemos que la fecha y el lugar de nacimiento de Girondo coinciden con los de Vila-Matas. De igual modo, hace intervenir a Gimferrer en la narración con el pretexto de documentarse para su conferencia, dando pie, por cierto, a uno de los pasajes más desternillantes de la obra.
           A medida que la obra avanza  la tupida red de intertextos,  y los continuos juegos de espejos  multiplican la tenue realidad del narrador y a la postre acaban por vampirizarla, por desdibujar sus límites, por erigir el abismo en último referente. El universo deviene biblioteca de Babel, “…nuestro afán debería centrarse en la necesidad de desaparecer en la obra…Hoy eres Girondo y mañana Walser y tu nombre verdadero se pierde en el universo…” (pag. 297)
            En última instancia, más allá del elemento lúdico de la obra, bajo la maraña de citas, nombres y alusiones que el lector ha de desentrañar para su regocijo; de su fino o extravagante, según tercie, sentido del humor;  la obra contiene una grave meditación existencial de raigambre genuinamente posmoderna:”…y en vista del sinsentido de la realidad de tú época, te propusiste adentrarte en la irrealidad”.
            Más arriba dijimos que Vila-Matas se había acogido a modelos foráneos para construir su obra, sin embargo es incapaz de sustraerse (seguro que ni lo pretende) a la influencia del mayor novelista de la historia; los juegos de espejos entre realidad y ficción, la enfermedad del protagonista empeñado en leer la realidad y vivir los libros, el relato estructurado en torno al motivo del viaje, la inclusión de textos ajenos al núcleo argumental o la relación dialéctica con los otros personajes, son los elementos integrantes de El Quijote.
            Lo peculiar de la obra, desde el punto de vista del lector, es que exige de éste una pasión por la literatura análoga a la del propio autor y que acierta a contagiar con éxito desde las primeras páginas. Su grado de exigencia es proporcional a al deleite que dispensa el desvelamiento de sus claves para lo cual, estar familiarizado con su obra anterior y con la tradición que la alienta, facilita la comprensión de un texto, en cualquier caso, paradójico, ya que su hermetismo semántico,  cimentado sobre una miríada de textos es atenuado por una prosa ágil y fluida, lejos de la intrincada y laberíntica sintaxis con que han contorsionado el idioma aquéllos que se han acogido a tradiciones foráneas, especialmente a la lengua alemana.
            Por último, es de agradecer que un texto además del placer que pueda proporcionarnos por sus valores estéticos, nos de a conocer con una cantidad considerable de escritores y nos invite a su lectura. 
Debo a Vila-Matas el descubrimiento del relato de Melville, "Bartleby, el escribiente", así como la lectura de Robert Walser y el aliento necesario para concluir "El hombre sin atributos" de Musil. No conozco mayor recompensa.
      
        








                                                                         



[1] Enrique Vila-Matas, El mal de Montano, Barcelona, Anagrama, 2002.

No hay comentarios:

Publicar un comentario