Hijos del azar y huérfanos de la necesidad.
Su cine ni es político ni moral. Tampoco son unos estetas preocupados por la construcción visual de determinadas secuencias. Así, podemos definirlos por vía negativa. Sus criaturas no actúan y cuando lo hacen se muestra la inanidad de sus acciones en el corazón de un universo determinista. Pero no hay tragedia porque no se percibe el fracaso de la acción como una rebeldía ni su derrota como el triunfo de una voluntad tiránica y todopoderosa. Sus personajes actúan accidentalmente no sustancialmente, sin necesidad o voluntad de lograr el objetivo propuesto, sumidos en el devenir de la trama con el desconcierto o la indiferencia en la mirada.
Sus historias tampoco son dramas porque no implican el problema del conocimiento ni de la identidad dado que no hay dimensión temporal alguna. No hay conflicto entre realidades (ficticia, onírica) ni dialéctica en virtud de la que se produzca el proceso de identificación: el tiempo no descubre la verdad de los hombres (herencia de Beckett) No hay conflicto entre fuerzas antagónicas que aspire a ser resuelto. No hay telos implicado en las acciones con lo que su carácter transitivo se desvirtúa y no son más que un eslabón en el devenir sin propósitos de la trama inexorable. ¿Por qué ayuda Tom a Leo en Miller`s Crossing (1990)? Por orgullo herido, por demostrar que, como siempre, tenía razón, por amistad, porque así lo dice el guión.
Y así llegamos a la mayor objeción que se amerita su cine, la perfecta arquitectura de sus guiones deja en el paladar un regusto a herrumbre por la rutina mecánica de unos textos que si bien son rotundos y redondos en su ejecución lo logran al costo nada desdeñable de privar de verosimilitud psicológica a sus personajes carentes de un albedrío que se subordina a la coherencia implacable del conjunto y cuyos retratos orillan en ocasiones deliberadamente lo grotesco. Porque los hermanos Coen son unos misántropos que arrancan al espectador una sonrisa helada mostrando la estupidez, la crueldad unánime y solidaria a toda la especie.
Su mayor virtud deviene en la única limitación que parece han comenzado a superar abrevando su creatividad en textos ajenos. Pero vayamos por partes.
Sangre Fácil (Simple Blood, 1984) La obra maestra de dos alumnos aventajados de la escuela de cine. El film es un prodigio desde su concepción hasta su ejecución. Tan brillante como gratuito, tan perfecto como prescindible. Su mayor logro radica en la implacable construcción visual de sus secuencias y en la brillante expresión de ideas que cristalizan en el desarrollo de una historia que halla su basamento en la incomunicación entre sus personajes y su error en la interpretación de unos hechos tan equívocos como las intenciones de algunos de ellos. Nunca antes la naturaleza del McGuffin hichtcockiano había sido explorada con tanto descaro y más alegría. Los personajes mueren sin saber lo que pasa lo cual produce en el espectador una hilaridad infinita y testimonia la mala leche de la pareja de hermanos.
El cine de los Coen prioriza el espacio sobre el tiempo. La dilatación temporal, constante del modo de representación barroco y manierista (frente a la acumulación de episodios típicamente novelesca que caracteriza al clasicismo) acaba por disolver el tiempo en el marco impreciso de un espacio sin líneas de fuga, obsesivo, que se pliega sobre sí mismo, infinito.
El prólogo nos sitúa en la aridez de los parajes texanos y revela el gusto de los Coen por los paisajes agrestes, nunca urbanos, las grandes extensiones vacías y opresivas que cercan a sus personajes, predios del vacío moral.
El “marido” sospecha de la lealtad de su “esposa” y contrata a un “detective” para confirmarla. La “esposa”, que era fiel, comete adulterio casi empujada por el “marido”, para que el “detective” tome sus fotografías inculpatorias. Late una audaz parodia del esquema clásico de la novela negra al invertir la jerarquía causal. Luego, la pérdida de un encendedor por parte del pérfido “detective”, obra el resto. Débil argamasa para soportar la bóveda de crucería que es el film mediado su metraje pero que a esas alturas, el espectador fascinado por la secuencia del enterramiento, ayuda con su indulgencia a llevar la cruz de la inverosimilitud hasta abismarse en el brillante desenlace. No hay que dejar que la coherencia arruine una buena idea.
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