Por alguna extraña razón
que se nos escapa Los señores del acero (Flesh and Blood, 1985)
abre las puertas de Hollywood a
Paul Verhoeven, y digo que se nos escapan (a mí y mi legión de
demonios) porque es una cinta que presumiblemente debería haber
haber horrorizado a los mojigatos ejecutivos de los grandes estudios
por su visceralidad, por su lucidez, por su voluntario alejamiento de
los tópicos de la épica de los que apenas subsiste la banda sonora
de Basil Poledouris.
Claro
que luego le dejarían estrenar la mayor salvajada de la década y el
más demoledor alegato contra las políticas neoliberales jamás
realizado, Robocop. Qué
cosas.
Pues
bien, el estúpido título español nos recuerda que el film se
financia al socaire del auge del llamado género de “espada y
brujería” iniciado con la magnífica Excalibur
de John Boorman y continuado por Conan, el bárbaro e
infinidad de ínfimas secuelas e imitaciones varias sin interés, con
las que Verhoeven nada tiene que ver, de hecho, su película es casi
el negativo de las leyendas del ciclo artúrico.
La
sensibilidad del holandés se encuentra más próxima a Boccaccio o
Chaucer que a Chrétien de Troyes, a ese espíritu carnavalesco que
Bajtín defiende como propio del período medieval y sus postrimerías
complacido en la parodia grosera de lo cortesano y la exhibición de
un hedonismo soez que desdice al platonismo de la literatura culta y
donde poco o nada hay de temor de Dios.
El
ideal caballeresco declina, estamos en 1501, la Europa inmediatamente
anterior a la constitución de los estados absolutistas se desangra
en guerras nobiliarias oficiadas no por vasallos fieles que han
prestado juramento sino por rapaces mercenarios cuyo valor y lealtad
está en función de la cuantía del botín.
Martin
(Rutger Hauer), al que en su primera aparición mientras es bendecido
durante el cerco a una ciudad se llena la boca con un puñado de
hostias trasegadas oportunamente con un generoso trago de vino, es
reconocido como líder mientras procura riquezas a sus hombres y
cantineras. Los avales de su poder son la avaricia de aquellos que
confían en que los hará ricos, por eso, para imponer su voluntad
lejos de apelar a la palabra persuasora o la fuerza disuasoria,
recurre a tretas, engañifas y vilezas en absoluto nobles que
triunfan al amparo de la superstición. La oportuna aparición de una
figura de San Martín, santo célebre por su generosidad, en el peor
momento para el grupo, cuando han sido traicionados, es interpretada
como el signo de una futura prosperidad procurada por su ministro
terrenal de igual nombre. Verhoeven ofrece un soberbio análisis de
los mecanismos ideológicos al servicio del poder. Martin se apresta
a emparentarse con su santo patrón y reafirma la conveniente lectura
que el Cardenal dispensa de los presuntos designios divinos, sin duda
un arma de doble filo, cómo se verá.
La
réplica femenina a Martin la da Agnes (Jennifer Jason Leigh),
contrahechura del ideal de dama en la misma medida en la que aquél
lo era de caballero. Su habilidad para comerciar con los valores de
su sexo es notable. Ante la renuencia de su prometido a desposarse
con singular astucia le invita a comer mandrágora para que un amor
inmarcesible surja entre ellos, Steven (Tom Burlinson) pese a
dárselas de erudito se dejará llevar por la superstición o quizá
simplemente le sigue el juego a una joven cautivadora de mirada
lúbrica anunciadora de noches de gozos sin cuento, que delata una
comezón febril y urgente bajo enaguas templadas tras los muros
del convento, que auguran una voluptuosidad privada al sabio, un
placer infinitamente más intenso que el que se pueda obtener entre legajos, esbozos y diseños de Leonardo.
Cuando
Agnes sea raptada por los renegados de Martin, ante la perspectiva de
ser violada por el grupo y confiada en sus encantos, no ofrece la
menor resistencia a éste, ceñirá con sus piernas la grupa del guerrero
para ayudarle en la faena ante el regocijo y la excitación de los
mirones que aguardan su turno.
El desparpajo de la joven sorprende
por los años de vida conventual, es tan diestra manipulando a
Martin con el oficio de sus encantos como éste a sus compañeros
apelando a la avaricia unánime. Naturalmente los derechos de exclusividad en
el usufructo de la joven no le son fáciles de conservar, y así,
para evitar cederla y evitar conflictos, provoca primero un incendio
que de nuevo es tomado por una señal, y más tarde propicia que la
espada generosa del santo señale hacia un castillo que tomarán de
inmediato con éxito, lo que supone la feliz coronación de la
prosperidad augurada y garantía de pertenencia de Agnes.
Pero
Steven no renuncia a la chica, ya sea por acción de la mandrágora o
por deseo de vengar la afrenta. El tercero en discordia guarda
notables semejanzas con los otros dos. Su personaje se construye
sobre el tipo del joven enamorado que tiene que rescatar a la
princesa cautiva confiado más a su inteligencia que a su brazo. Su
saber enciclopédico le permitirá salvar muros y amenazas víricas y
finalmente arrancar a la dama de las fauces del dragón. Para
entonces Martin ha sido traicionado por sus hombres, se sabrá
traicionado por Agnes, a la que trata de dar el mismo destino que
Otelo a Desdémona (aquí brilla la huella de Welles), pero Verhoeven
lejos de deparar un final trágico para su trío nos lo salva,
recordando que en este mundo no hay lugar para grandes finales
dramáticos como no lo hay para nobles sentimientos. Con todo, se
muestra menos cínico de lo que se le acusa y deja claro que Agnes,
al derramar el agua contaminada para evitar que Martin la beba siente
algo por el mercenario, amor o deseo, pero algo es lo que lleva a la
joven a correr un riesgo golpeando la copa fatídica. Si bien luego,
las comodidades de la vida cortesana enmudecen al corazón y
resuelven el conflicto en favor de Steven, el amor que Martin le
confiesa es correspondido. Victoria pírrica, pero victoria al fin.
Verhoeven
no cree ni en la épica ni en la tragedia y a buen seguro suscribiría
los argumentos de Lope en su Arte Nuevo relativos a la mixtura tragicómica. La
empresa de sus héroes no es la búsqueda edípica del conocimiento
ni su destino se encuentra a merced de una cruel providencia que
coarta su albedrío y urde su perdición. Sus vidas no son guiadas
por nobles valores ni arquetipos inmortales inspiran sus designios,
todos esos principios no son más que mecanismos ideológicos para
mantener las relaciones de dominio, el statu quo, llenas
las barrigas de nobles y curas, y a buen recaudo sus feudos. Verhoeven sabe que la vida no es más
que una lucha hoy para seguir luchando mañana, como reza una
letrilla satírica que se canta en algún momento del film, y que lo
mejor que se puede hacer es comer, beber y follar cada vez que haya
ocasión y como si fuera la última vez, porque tal vez lo sea.
Verhoeven
sabe que el hombre no es más que carne y sangre. La razón, lejos de
ser un principio universal, prioritario y bondadoso, es tan sólo un
arma poderosa al servicio de la conservación de la propia vida
aunque, al menos en el varón, subordinada a los genitales.
Paul
Verhoeven, cineasta dilecto de mi adolescencia furiosa y silente, se
nos antoja como uno de esos llamados por Scorsese “contrabandistas”
que importaron malas ideas a la nación de las barras y estrellas
durante el periodo clásico, de forma taimada y en un troyano que se
vendió como una cinta de aventuras para degustar entre palomitas y
bidones de refrescos, contaminó el patio de butacas con una
misantropía de ecos buñuelianos y una poética y política de fauno
complacido de haberse conocido. Y no le vino mal a una industria
atrofiada por los productos familiares de la Touchstone y la Amblin
un poco de carnaza y cinismo, negrura y rojo oscuro como el vello de
una meretriz. La irrupción de Verhoeven en la industria en aquellos
tiempos en los que Coppola y Cimino habían acojonado a los grandes
estudios resueltos a evitar riesgos marginado el talento y seguir
fórmulas resultonas, su acomodo al sistema y su éxito comercial
indiscutible, sigue siendo un enigma en parte comprensible desde la
habilidad del holandés para facturar productos accesibles al gran
público, pero con todo, un enigma.
La
osadía del holandés tendría su justo castigo una década después,
cuando otro de sus grandes títulos Showgirls puso
el madero y los clavos para que quedara claro que el sistema sólo
tolera el desacato del lobo solitario para justificar un castigo
desproporcionado.