Qué la vida iba en serio,
uno lo empieza a comprender más
tarde...
Todos fuimos soñadores, viendo
declinar el día acodados en el alféizar mellado, con Janes Joplin
atronando el cuarto de invitados, los ceniceros demasiado llenos y
las botellas siempre vacías. Tratando de adivinar si la realidad que
se filtraba entre el cortinaje de lágrimas era también un sueño o
la gran broma final.
Pero Marcuse se nos iba cayendo de las
manos y apenas nos dábamos cuenta.
Hay un fulgor en el cielo, triste por
ser el último fulgor del día, triste, como lo es toda despedida.
Hay también un rojo pálido en el
interior, triste por ser una mentira apenas, una excusa.
Ningún amarillo, el color que sólo la
música puede hacer sonar.
Asomados a la ventana, vemos las chicas
pasar, con sus faldas ajustadas de negro vinilo, ninguna con sostén.
Todos esos libros bajo el brazo, de ida o de vuelta (como nos
creíamos entonces), y todas exhibían ese lustre en su piel que es
la materia de que se hacen los sueños.
Pero Cirlot se nos caía de las manos.
Y apenas nos dábamos cuenta.
Todos fuimos soñadores durante un
amanecer cualquiera, distrayendo la espera entre los versos de
“Pandémica y Celeste”, suspendidos en la cresta de una pregunta:
Won´t you, come see
me, Queen Jane?
Antes
de
saber
que
las
reinas
nos
estaban
prohibidas
a
los
chicos
pobres
del
barrio,
cuando
creímos que
el
placer
era
algo
sencillo,
que
bastaba
una
razón
para
demoler
el
prejuicio,
la
costumbre,
una
moral
que
se
rendiría
sin
más
a
los
violadores
de
la
Ley
del
Padre.
Pero
la
Razón
es
una
puta
que
se
presta
a
todos
los
fines.
Y
lo
supimos
demasiado
tarde.
Mientras,
los
hombres
se
afanaban
en
la
descarga
de
grises
camiones
que
aparcan
en
petaca
y
los
niños
componíamos
enardecidos
versos
herrumbrosos sobre
las
bondades
del
trabajo.
Pero hacía una
eternidad que habíamos silenciado a Horkheimer.
Todos
fuimos
soñadores
bajo
las
sábanas
prestadas
de
un
albergue
extranjero,
cuando
quisimos conquistar
París
con
When you`re strange
resonando
como un clamor, una súplica, contra una
diminuta
lápida
de
Peré-Lachaise.
Y
fatigamos
Montparnasse
con
Darío
y
Verlaine
en la mochila,
la
absenta
ardiendo
en
las
venas,
las imágenes
de
Becker
surcando heridas en
el
alma
(y cómo
escocían)
Y
buscamos
en
vano
el casco de oro de Simone
Signoret
en
cada
extraña
que nos salía al paso o
un
pasaje
al
fin
del
mundo
en
L`Atalante en
compañía
de
Jean
Seberg.
Todos
fuimos
soñadores
al
volante
con
Pierrot
(Je Mapelle
Ferdinand),
el
brazo
sobre
el
hombro
de
Lula,
escuchando a Chris Isaak por carreteras perdidas, bajo la noche
oscura, ante la realidad que nos abrían las luces, camino
a la improbable la
isla
Utopía,
creyendo
que
la
revolución
la
harían
por
nosotros,
creyendo
que
la
belleza
era
habitable,
hospitalaria,
inexpugnable,
una
huida
posible
a
cualquier
parte,
al
fondo
de
todos
los
corazones.
Pero
Foucault
ya
era cenizas y la revolución requería quemar más libros, caminar
sobre sus pavesas.
Y los
amamos tanto.
Cabrones.
Todos
fuimos
soñadores
abrazados
al
cuello
de
una
botella,
creyendo
que
sería
una
mujer
o
(peor
aún),
al
cuello
de
una
mujer
creyendo
que
sentiríamos
la
embriaguez
que
nos
ofrecía
esa
botella
ausente,
para
acabar
lamentando,
corrigiendo
a
Alberti,
dame tú, vodka, a
cambio de mis penas,/
todo lo que perdí
para tenerte.
Pero
Los versos del Capitán
abrían
un
hueco
sin
remedio
en
nuestra
biblioteca.
Todos
fuimos
soñadores
cuando
pensamos
(ilusos)
que
este
sería
el
mejor
de
los
mundos
posibles
para
siempre
(¡barra
libre,
chicos!),
y
añoramos
la
épica
de
Street fighting, man,
enredados
en
el
tul
azul
del
canuto,
antes
de
que
la
realidad
nos
cogiera
a
traición,
con
la
musculatura
laxa,
entumecida, sin las botas puestas, incapaces
de
salir
a
defender
lo
que
otros
más
dignos,
pelearon
y
ganaron
para
nosotros.
Y
lamentamos por
redes
y
fronteras,
y
colgamos
“mordaces”
consignas
que
ocultan
una
desidia,
la cobardía acomodaticia y burguesa, a
la
espera
resignada, consentida y cómplice de
la
consabida
declaración de victoria mil
veces
rediviva: Cautivo
y desarmado...
Todos
fuimos
soñadores
en
el
bar
de
la
esquina,
volcando
la
rabia
ante
la
cerveza
tibia
y
el
mechero
sin
piedra,
contra
el
contenedor
inocente
que
nos
encontraba
a
la
salida:
era
un
conato
de
subversión,
un
acto
de
rebeldía
total
que
pondría
el
sistema
patas
arriba,
tan
sólo
una
sandez
trasnochada
e
inútil,
rubricada
con
la
torpe
ejecución
de
un
grafiti o
la
cita
trastabillada
de
Brecht,
cuando
ya ni
en
las
ideas
creíamos:
Toda filosofía es
también una filosofía,
toda opinión, un
escondite. Toda palabra,
una máscara.
Y
aquí
estamos,
veinticatorce años
después,
insomnes,
añorando
ese
sueño
especioso
de
tener
intimidad
con
la
Razón,
pero
igual
que
el
Bruno
de
Houllebecq, ya descubrimos
que
la
principal
meta
de
la
vida
es
el
sexo,
y
es
una
meta
inalcanzable
por
su
exigencia
de
perpetua
renovación,
una
apetecer
ciego
que
de
hecho
es
ajeno
a
la
idea
de
una
meta
final,
tan
sólo
paradas
provisionales
encontramos
en
sus
desoladas
provincias.
Descubrimos
que
el
animal
vive
al
hombre
y
que
ante
su
hedionda
presencia
sólo
queda
otorgar,
en
silencio,
de
hinojos,
humillados
ante
el
imperativo
del
deseo, que es nuestra condena.
Entre tanto,
matamos el tiempo emborronando cuartillas y quemando el reproductor
de DVD, apurando martinis mal agitados y mirando a las chicas pasar,
a la espera de que el tiempo dé sepultura a nuestro cadáver
viviente estragado de nihilismo, poblado de signos e imágenes,
canciones tristes.
Pero, de momento,
nada de adiós muchachos.
Tenemos aún a Dylan,
los Rolling y Platón, Nietzsche, Faulkner y Proust. Kubrick, Truffaut...
Algunos buenos amigos cómplices, bastantes cigarrillos y Absolut suficiente.
Algunos buenos amigos cómplices, bastantes cigarrillos y Absolut suficiente.
Huevos de sobra
para envidar con un farol al órdago de la Dama de Blanco, quién
sabe si para intentar seducirla, deslizar las manos intrusas bajo su
gélida túnica de tul...
Como
dijo
Ian
Flemming
en
su
agonía:
Muchachos, todo es
una juerga.
...envejecer y morir
es el único argumento de la obra.
Jaime Gil de
Biedma.