“El Ser se dice de muchos modos”, sentenció Aristóteles, imputado por Heidegger, en la falta de hacer de aquél un objeto entre los objetos por más que coronara la jerarquía de lo óntico y fuera su máxima expresión, y a cuyo estudio consagró el más alto saber, la onto-teología: metafísica quintaesenciada en la que el individuo (Dios) es coextensivo al Ser. El ser de todo ente se comprende como un tipo de ente dado y representable, se concibe como presencia.
Si bien el Estagirita había observado que la legión de nombres que le convenían al ser, entendido este como la totalidad del ente, era corolario de su comercio con el lenguaje y los usos categoriales, “modos de ser”(objetivaciones lingüísticas de los objetos, su expresión predicativa y, en última instancia, atributos propio del objeto de la predicación) que le son propios, el referente permanecía constante, idéntico a sí mismo según los principios fundamentales de la lógica por él desarrollada, identidad(no es posible que un mismo predicado pertenezca y no pertenezca al tiempo a un mismo sujeto), no contradicción(ente-nada, aliquidad como propiedad trascendental del ente) y tercio excluso, el reproche del filósofo alemán se fundaba en el carácter predicable que le confería, esto es, como mera presencia. Del Ser se podía decir todo y atribuir cualquier cualidad, siempre que fuera en grado superlativo. La diferencia entre el ser y el ente era de grado.
Empleando la terminología fregeniana en una cabriola dudo si lícita en el contexto de la metafísica aristotélica, la verdad del ser residiría en su referencia (la dimensión designativa de la proposición) y su sentido en el principio de no contradicción, dado que este no se demuestra, se muestra en toda afirmación. La verdad es una relación de adecuación entre el ente y el entendimiento. Según la paradoja de Frege, el sentido de una proposición solo puede ser designado por otra y así hasta el infinito (requerimiento siempre de dos elementos de sendas series que se reclaman mutuamente). Vemos pues un elemento que se sustrae a la taxonomía categorial. Lo óntico, las cosas particulares aceptan ser clasificadas, individualizadas, organizadas y jerarquizadas, pero algo residual se obstina a ser atrapado en la proposición, en los diversos modos categoriales (puntos de vista), algo que no es lo designado por ésta, algo que se expresa y cuyo correlato óntico (extralingüístico) no es objeto alguno sino estado de cosas, y su correlato lógico, los acontecimientos (siempre efectos, nunca lo que pasa, lo activo y lo pasivo, coextensivo del devenir). La realidad no es un almacén de cosas que procedamos a ordenar.
La lógica empírica estoica subvierte la relación aristotélica entre el ser y las substancias, como sentido primero, y las demás categorías que se le atribuyen como accidentes. Los estados de cosas, cantidades y cualidades no son menos seres que las substancias, se oponen a un extra-ser que constituye lo incorporal como entidad no existente. El término más alto no es, pues, Ser, sino alguna cosa. Lo ideal deviene efecto. Los cuerpos asumen todos los caracteres de la substancia y de la causa. Todo lo que sucede lo hace en la frontera de las cosas y de las proposiciones. Lo más profundo es lo inmediato, lo inmediato está en el lenguaje: “Estoy aquí/por estar, y la nieve/sigue cayendo.”
¿Cuál es la dimensión proposicional que conviene a los acontecimientos? La cuarta dimensión (designación, manifestación, significación), el sentido. Los estoicos la descubrieron en los acontecimientos. Expresión, el sentido es lo expresado. No existe fuera de la proposición que lo expresa, lo expresado no existe fuera de su expresión, insiste o subsiste, pero tiene una objetividad distinta a aquélla. Es el atributo del estado de cosas (verdear, no es una cualidad en la cosa, sino un atributo que se dice de la cosa) Doble haz del sentido, hacia las cosas y hacia las proposiciones, rostro jánico, frontera entre ambas.
La constitución de un horizonte metafísico poblado de esencias, fundamentos de lo real, ha sido el objeto de la filosofía desde Parménides hasta Heidegger quién dejó al Logos abismarse desprovisto de fundamento en su proyecto superador de la metafísica e incubador de la nostalgia del ser. A la disyuntiva a definir a los objetos en función del anaquel que los sustenta y la disposición que presentan, o dejarlos caer, perderlos y llorarlos, se abre una tercera posibilidad, la enraizarlo en su objetidad, algo previo a su colocación y orden. Diferentes órdenes del extra-ser, momentos abstractos: Aiôn, solo el pasado y el futuro insisten o subsisten en el tiempo, el acontecimiento como atributo lógico del estado de cosas, las que no son sinónimas de los estados de cosas. Su dimensión proposicional sería el sentido, relevo de las transidas esencias. La proposición realiza una designación (cosas) y expresa un sentido (objetos simbólicos).
El sentido es un elemento paradójico, el sentido de una proposición solo puede ser designado a su vez por otra; extraído de la proposición se torna indiferente a la afirmación o la negación; según esto, ningún modo de la proposición puede afectarlo, el sentido es autónomo con respecto a la existencia de lo designado, las proposiciones absurdas tienen sentido, el estatuto de los puros acontecimientos ideales, ajenos a los estados de cosas. La paradoja de la que derivan todas las demás es la de la regresión infinita.
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