Cuando el último fue arrojado quejumbroso sobre la pila, la noche ya había oscurecido los rostros abrumados por el sudor y solo el resuello unánime de la fatiga rompía el silencio cómplice, pero habían rehusado tácitamente encender antorchas y no lo hicieron hasta que hubieron apartados los carros y amarrado las reses, luego de descargar las tinajas y verter su aceite sobre los cuerpos, poco antes de que el cielo se iluminara, ya en la madrugada, con la furia crepitante de la hoguera que habría de devorar al centenar de cadáveres de los valientes que durante los últimos dos días habían defendido en vano su aldea.
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