viernes, 26 de noviembre de 2010

PHILOSOPHICA IV: ADVERSUS CRONOS.



El hombre es un ser en proceso, proyecto o norte, cuya novela ha de ser escrita en gerundio pero que es conminado a dirigir la mirada al inclemente pasado en pretérito perfecto, con su significado léxico que denota conclusión, del alea iacta est y al certero futuro que no deja lugar a la novedad o la sorpresa del memento mori, sendos abismos vertiginosos en cuya encrucijada la voluntad se debate entre la impotencia de lo ya consumado y el compromiso perentorio con el previsible porvenir, para cuya realización y pleno cumplimiento el pasado ha de ser redimido y la voluntad debe aprender la difícil tarea de olvidar.
La tríada en que se desgarra la eternidad, pasado, presente y futuro, no son más que abstracciones que se operan en el seno del instante, el cual no coincide con la determinación temporal de presente más que como un artificio del pensamiento para detener el curso temporal.
El instante es la cesura que restaña el triple hiato aunando pasado y futuro en una totalidad superior que es la eternidad, en la que el pasado cumplido resuelve la incógnita del porvenir.
En el mundo griego la noción de temporalidad excluía el futuro y con ello, la posibilidad de la realización de la vida humana como un proyecto o tarea y el acaecimiento de alguna novedad sustantiva. De modo que el concepto de eternidad en realidad solo abarca una de sus determinaciones temporales, el pasado. De ahí la importancia de la memoria, el recuerdo de lo fundamental y venero de todo conocimiento como se cumple en la reminiscencia platónica.
El mundo judeo-cristiano dota la temporalidad de sentido introduciendo la idea de futuro y acentuando lo que está por venir, el acontecimiento crucial del advenimiento del Reino de Dios. Sin embargo el pasado es depreciado como mera crónica de oscurantismo y dolor, de corrupción y muerte que será redimido en el momento postrero.
El instante semeja al campo de batalla sembrado de los miembros cercenados de los que concurrieron a la liza, así, el hombre, anclado en el pasado o proyectado hacia el futuro, y no plenamente acomodado en el instante, se muestra fragmentado, mutilado, un ser tullido de espantoso aspecto que ni la denominación de “hombre” merece.
El enigma del tiempo que Zaratustra trata de desentrañar es el misterio de la propia condición humana cuya resolución implica a su vez la superación de aquélla. A caballo entre la morada del instante y las eternidades abisales que se alongan infinitamente en dos direcciones opuestas, parecen sugerir la necesidad del ocaso del hombre hodierno para que la aurora del hombre futuro sea posible.
La recolección de los pedazos, la yuxtaposición de miembros con que ha de construirse el nuevo hombre en el futuro sugiere la sucesión lineal del tiempo que discurre en unidades discretas hacia una totalidad en la que mora la mirada pero aún no los ojos, el hombre completo, pero aún no sus miembros, muchos de los cuales siguen volviendo la mirada hacia el pasado, enemigo mortal de la compilación del mañana, del oriente hacia el que debe caminar crepúsculos pisando.
La vida como voluntad de poder, el ser como permanente caída y redención, como superación del presente y su perplejidad supone situar al hombre, fatigador de desiertos y vastas estepas de tiempo cuya línea del horizonte se aleja permanentemente por doquier a medida que este camina en pos de ella, aun permaneciendo a su vista como anhelo o promesa nunca cumplida que sin embargo halla su paradójico cumplimiento en ese continuo peregrinaje, y cuyo punto de convergencia es él mismo, lugar de encuentro de las diversas temporalidades, encrucijada en la que permanece perplejo como morador del instante que se encamina hacia el oeste, el ocaso, lugar al que deben dirigirse los hombres maduros para poner fin a sus días y superarse a sí mismos, muriendo para dejar que el niño creador, el futuro que se anuncia por el oriente, entre en escena y redima el pasado.
El hombre habita materialmente el presente, pero tiene puesto su ser en el futuro, un futuro que cristaliza simbólicamente en el superhombre.
En el corazón de la encrucijada el hombre oficia como equilibrista que camina por la cuerda floja sin red sobre el abismo, al que, de igual modo que dirige su vista hacia delante, a la línea del horizonte, no puede evitar ensimismarse en el pavoroso nadir que se abre a sus pies, tratando de encontrar el suelo en la espesa tiniebla, un fundamento en el más absoluto vacío, mas solo encuentra su propia mirada aterrada, la mirada del abismo que sube a su encuentro, y le obliga a seguir caminando, a buscar el horizonte, superar el vértigo y a aprender a vivir sobre el abismo.
Este conocimiento que acaba de extraer de su mirada a lo que tiene bajo los pies, que es Nada, dista de ser el saber al que aspira la “voluntad de verdad” , constructor de condicionales a la manera de cimientos, que trata de acomodar la vida a las necesidades del hombre, haciéndola llevadera y habitable, adecuada a sus indigencias, nada más lejos de esto, pues el conocimiento desvelado es el del vacío, la angustia de la soledad metafísica y el horror vacui, momento de la interrogación clamorosa ,del Eloí, Eloí, lama sabachtani?
Momento en que el saber no aporta nada al sabio y se torna, por el contrario perjudicial al confirmar su más intima sospecha, aquella que trató de eludir a través de la construcción del edificio de la metafísica , dando respuestas allí donde solo hay sitio para las preguntas, y que a la postre no hizo más que posponer el momento crucial en que el individuo se encuentra con la realidad del desamparo pero que implica a su vez la mayor libertad y condición de posibilidad de la misma, la que le permitirá crear nuevos valores una vez que acepte su nueva situación. No se resigne simplemente a ella, sino que la desee y la afirme.
Pero para ello ha de descargar primero las albardas, dejar de volver la cabeza con rencor hacia el pasado cumplido, onerosa carga que aprisiona el presente y compromete el futuro, siendo pábulo del espíritu de venganza que opera la redención mediante el castigo, corolario inevitable del querer frustrado.
El futuro debe ser creado por un individuo expedito de débitos que parta de un estado de inocencia, un hombre que desande el camino desde la madurez hasta la infancia, desde la caída hasta la inocencia. El hombre es puro tránsito, un puente tendido hacia el niño-creador que no tiene pasado y en consecuencia ignora el rencor con que el hombre mira a lo ya concluso y clausurado, solo él es capaz del olvido liberador, la amnesia lenitiva que predispone a la acción y la construcción del futuro que a la postre habrá de recrear el propio pasado según sentencia del eterno retorno de lo idéntico. Empero, se ha operado un cambio con respecto a ese mismo pasado hacia el que volvía la vista atrás el hombre previo a la metamorfosis, este mismo pasado que se recrea ahora es asumido y aceptado por la voluntad como algo deseado.
La venganza como forma de justicia se basa en un determinado modo de asociar dos hechos independientes que crean la especiosa ilusión de causalidad, de una lógica inmanente a los acontecimientos independiente a la valoración del sujeto pero que precisa de su concurso para el reestablecimiento del orden moral quebrado, ignorando la máxima de que no existen los hechos, tan solo las interpretaciones. No obstante el pasado que es infamado por la voluntad de este modo, ha cristalizado ya para siempre en aquella injusticia y solo puede dar satisfacción a su rencor a través de un castigo a posteriori, con el que se no hará otra cosa que perpetuar la cadena de injusticias, sin que la total redención sea verdaderamente operada.
En realidad, contra lo que se revela la voluntad es contra el dolor inmanente a la vida, un dolor que lejos de ser asumido y aceptado, no ya con estoicismo o resignadamente, debería serlo con alegría y entusiasmo llegando a querer su continua renovación, tan grande sería su deseo vital, y no estigmatizándola con el oneroso sambenito de la culpa que reclama el castigo, constituyendo así un orden moral nacido de la impotencia y de la demonización de la vida, que asocia la justicia con el castigo y la redención con la pena, y grava con su ominosa condena a las sucesivas generaciones. Solo así se entiende la aberración de que el hijo tenga que responsabilizarse y cargar con los pecados del padre, que ya el mero hecho de nacer le haga culpable.
La herencia de las culpas, patrimonio de una humanidad que es incapaz de aceptar su pasado sin resentimiento u odio hasta el punto de confirmarlo y desear que se cumpla en el futuro, verdadera redención, hace pertinente la metáfora del camello para definir este tipo de hombre, beast of burden, espíritu de la pesantez.
El peso de los pecados deviene impedimento para realizar acción alguna y de este modo recluye al hombre en el infierno de la pasividad, la total anulación de sus potencias haciendo que ese rencor de la voluntad al volver la vista atrás, contamine y comprometa todo el porvenir, en el que difícilmente podrá ser otra cosa que una mera espectadora. Espíritu de la negación, de la dubitación, el escepticismo y en última instancia el pesimismo, que surge de la cobardía y del miedo ante la vida y todo lo problemático y atroz que conlleva, lo irracional e incomprensible que representa, la fuerza telúrica que sobrepuja las potencias de la voluntad más determinada, y en última instancia el caos y la nada que la determinan.
La gran especie que propaga el rencor es la teodicea, momento postrero de la historia en que el dios juez juzgará a los vivos y a los muertos, y en cierto modo a sí mismo, indemnizando a las víctimas por los daños sufridos y condenando a los victimarios por las penas infringidas a las llamas eternas, a una tortura perpetua cuyo objeto no será la búsqueda del propósito de enmienda por parte de los malhechores, ni tampoco la ejemplaridad para evitar que determinados hechos nefandos vuelvan a repetirse, pues una vez que el gran teatro del mundo ha bajado el telón, poco sentido tienen semejantes castigos más allá de satisfacer de la forma más sádica imaginable la sed de venganza de una deidad que ha consentido primero que el mal se colara en el mundo, para poder hacer luego una demostración de su poder.
De este modo el espíritu del resentimiento incapaz de dejar de mirar con recelo, por encima del hombro hacia lo que deja atrás encuentra su sanción en la creencia de un orden cósmico regido por la necesidad de obtener una satisfacción por el pasado concluso, una indemnización por aquello en lo que la voluntad se anega y triste consuelo para su no poder devenido en instancia sádica que solo en el castigo haya placer.
La historia es la crónica de la Creación, la Caída y la Salvación, en la que la tarea del hombre es alcanzar esta última antes que el teatro sea clausurado de una vez para siempre o, en cualquier caso, dejando el posible continuará en manos de la Providencia, y sus acciones pasadas sean juzgadas por una instancia superior que oficia de juez, jurado y verdugo, que le libere o le condene, y que en cualquier caso se trata de una ilusoria delegación de poderes que oficia la voluntad impotente, una ficción en la que proyecta su anhelo imposible de querer hacia atrás, ya que no puede hacer que las cosas sean de otra manera, al menos tratar a posteriori de que la voluntad, haciendo un afectado gesto dramático, pueda actuar mediante el castigo, la venganza.
Aún queda un procedimiento alternativo para redimir el pasado y que no supone su plena asunción, el sacrificio, que si bien se ofrece como una forma de redención más refinada al excluir las penas gratuitas de su ideario, con lo que parece que ha cejado el resentimiento, sin embargo sigue presente el efecto subyugante que el ayer ejerce sobre la voluntad, hecho ante el que prefiere suicidarse, anularse, es decir, dejar de querer. Cuando cesa el deseo viene la muerte del yo.
La historia universal desde la óptica judeo-cristiana que una vez secularizada deviene en el historicismo, contempla la andadura humana como un proceso lineal e irreversible abocado a un final inexorable y previsible donde podrá zafarse de la responsabilidad que la atenaza y en la que se concitan el pasado cumplido y el desamparo metafísico, la senda que nunca se ha de volver a pisar y la ausencia de red.
Por ello, el hombre actual debe ser superado. Solo conociendo el caminante el objetivo de su andadura, es decir, manteniendo el rumbo hacia el norte e incorporando y asumiendo el pasado, desaparece el riesgo de extravío y miedo al precipicio.

El supra-hombre es aquel que ha descendido del madero, los clavos han dejado libre los brazos expeditos para actuar. La temporalidad deja de crucificar al individuo sustrayéndolo de la paralizadora acción del pretérito irredento y un futuro, por lo mismo, fatalmente comprometido. Futuro que se muestra como destino que se sustrae a la participación de los hombres concretos, quiénes no tienen otra opción que acatarlo con estoicismo.
En ambos casos marra la voluntad, bien por rencor hacia lo que nunca podrá realizar, bien por la hipoteca del continuo mirar atrás, el instante, verdadera morada de la eternidad, donde la voluntad de poder y querer puede poner en juego la plenitud de sus facultades, pasa inadvertido. Demasiado ocupado de dolerse por lo que no pudo ignora lo que podría. Aquí se manifiesta el nihilismo en todo su esplendor. Si el ser se cifra en la volición y el poder, la pasividad y la impotencia, la derogación de la ley del deseo es igual al deseo de la nada. La negación del mundo y la postulación de una fantasmagoría.
Sin embargo, el supra-hombre es, con todo, siempre un anhelo como lo es la abolición de la temporalidad y la entrada en la eternidad del momento. Un faro entre la bruma al que proar el navío.

Como quedó apuntado, en el resentimiento cristaliza la voluntad impotente que corrompe el presente con la implantación del castigo como retribución y la venganza redentora, que restablecerán un supuesto orden preestablecido, mera proyección de las debilidades de unas criaturas que demandan regularidades para sentirse a salvo, y que se basa en la especiosa ilusión de la conexión causal necesaria entre causa y efectos, correlativa a la sucesión temporal de los instantes, cada cual hijo del anterior y progenitor del siguiente, incardinando el orden de la moral en los predios del intercambio mercantil.
No otra cosa es la celebérrima doctrina vetotestamentaria del ojo por ojo, en pugna, no obstante, con el mandamiento divino de no pagar la muerte de Abel al costo de la vida de Caín, que nos sugiere que la venganza es un acto de suyo contrario a la moral, pero conforme al derecho, distinción que matizaremos, y con el que la víctima deviene victimario en su incapacidad de superar el dolor por la ofensa infringida de la que, a la postre siempre según el mismo razonamiento que le condujo a perpetuar en el presente al acto ominoso del pasado, se hizo merecedor.
La moral se sustrae a la menesterosa naturaleza humana, es algo intangible e incomprensible que no recompensa cuando el dolor preña el alma. Sin duda la violencia que clama venganza tiene la grave consecuencia colateral de, más allá del daño ocasionado, menoscabar la integridad del ofendido o sus allegados, de obligarle su verdugo a degradarse, cederle su maldad, de forma que solo en un acto de la misma jaez encuentran compensación y consuelo, devolviendo mal por mal, por tener una voluntad impotente de acatar la sentencia del tiempo. La venganza no evita la injuria, solo la reitera como un eco abominable corolario de la acción devastadora que el dolor tiene sobre la frágil condición humana.
Aquí halla pábulo el derecho que regula la vida de los hombres, que aunque inspirado en una moral divina, de la proyección del ideal de un determinado pueblo de ciertos valores, se adecua necesariamente a las modestas dimensiones humanas.
El crimen que inaugura la andadura del hombre sobre la Tierra según el relato bíblico, fue juzgado por dios mismo. En adelante, serán los hombres los que legislen y juzguen. Dios se sustrae a la temporalidad que aherroja los destinos humanos, solo él puede permitirse una conducta verdaderamente moral.
Solo la voluntad divina es lo suficientemente poderosa para querer lo pasado y asumir el dolor, sin rencor, sin esperar una indemnización que de todos modos no evitaría la injuria, que una vez perpetrada es irreversible, como el propio tiempo.
Aquí halla suelo la doctrina del “eterno retorno” como variante moral del concepto de eternidad: solo aquel que se encuentra en condiciones de mirar hacia atrás y afirmar: “Así lo quise yo”, y más aún, desear la repetición por siempre de ese mismo pasado, es igual a un dios, es el hombre más allá del hombre.
Borges sentenció: “Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón”.

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