viernes, 26 de noviembre de 2010

PHILOSOPHICA II

1.- La hora de las sombras:
Borges observó que la teología y la metafísica eran sendas ramas de la literatura fantástica. Acaso su intención no fuera tan perversa como pudiera creer, no sin regocijo, un militante de las corrientes de filosofía analítica. Sin embargo, no podemos evitar sentir que semejante aseveración constata un hecho, el de la deriva del discurso metafísico, y por extensión, del pensamiento que informa, por sendas secundarias o perdidas con respecto a la vía mayor por la que transitan otras formas de discurso o saberes, científicos y técnicos, que detentan el apoyo institucional y la sanción social como consecuencia de sus evidentes logros a la hora de ofrecer un mejor conocimiento de la realidad, i.e., hacer la realidad más disponible y manipulable.
Heidegger denuncia una total identificación de la metafísica con la ontología como discurso que dice el ser en su nuda presencia, que lo torna tematizable, algo sobre lo que se puede predicar cualquier cosa siempre que sea en grado superlativo, i.e., reificándolo en última instancia, haciendo caer en el olvido la diferencia ontológica, y comerciar con él como si de un ente prestigioso se tratase, con la nada desdeñable consecuencia de posibilitar el conocimiento científico, y en complicidad con la técnica, maridaje tardío aunque espectacular, culminar la voluntad dominio sobre los entes y sobre el propio sujeto.
La defenestración de los tres pilares doctrinales y vertebradores sobre los que se asienta el edificio metafísico (Dios, Alma y Mundo) fue su corolario inesperado, a la manera de las crías de araña que devoran a su madre.
El desvelo de las ficciones metafísicas y el derribo del platonismo y su versión popular, el cristianismo, fue en un primer momento saludado como un signo de la mayoría de edad del sujeto moderno, la definitiva constatación de su autonomía e independencia. Mass permanecerá el anhelo de esa totalidad e infinitud que tales instancias dispensaban, la plena garantía del sentido del devenir humano, individual y colectivo.
Sin embargo, no podemos sustraernos a la evidencia de que paradójicamente sea el cumplimiento de la voluntad de dominio, culminación del proyecto metafísico, la que haya dibujado un nuevo modo de relaciones políticas y sociales que se desarrollan, en aquellas partes del mundo donde la tecnología impera e impone el horizonte donde se muestran los entes, llevando incluso a profetizar la conclusión del proceso histórico tras la victoria de la democracia y el capitalismo.
En la encrucijada de esta paradoja urge tratar de pergeñar como debemos interrogarnos por el ser en el nuevo horizonte que la técnica nos ha impuesto y que parece llevar aparejado al bienestar material de la especie una progresiva y alarmante aniquilación de los ámbitos en los que el hombre podía relacionarse consigo mismo y con los otros, con el mundo y con la divinidad, ámbito que supone la condición de posibilidad de la ética y la estética, la metafísica y la religión.
En el nuevo mundo trazado por imperio de la tecnología, realización suprema de la voluntad de poder siempre según el pensador de Friburgo, la tipología elaborada por la genealogía nietzscheana resulta anacrónica, pues en ausencia de las relaciones de violencia que motivaban la inversión de los valores vitales por los organismos mórbidos, además, habiéndose mejorado notoriamente las condiciones de vida, todos los individuos que conforman el sistema detentan un papel análogo en el mismo, definido por una doble condición de productor-consumidor en medio de una estructura lineal en la que las jerarquías sociales y demás minorías egregias –resulta significativo la renuncia de las clases intelectuales a participar activamente en la cosa pública, sobornadas por un poder que las mantiene convenientemente en su letargo académico, evitando así su incómoda presencia crítica –han dejado paso a una amplia y satisfecha clase media para la que su bienestar personal es el mejor argumento a favor del sistema.
Los valores directores de este nueva época del ser son aquellos que incentivan la libertad de un sistema que cada vez precisa menos del concurso de los individuos qua individuos, para continuar un desarrollo en que se concitan la tecnología y el liberalismo económico, mostrándose como sinergia óptima, poder homogeneizador y globalizador, que no tiene que imponerse emboscado, tal es su capacidad de seducción.
La creación de valores, otrora en mano de figuras carismáticas, Sócrates o Jesús, es detentada ahora por las grandes multinacionales, entelequias impersonales o manos negras, y la nueva articulación del Lógos como tecno –lógos, un Lógos que en su doble sentido etimológico pensar-decir se presenta como su versión definitiva y conclusa que echa en el olvido su carácter epocal, norte y cumplimiento o punto y final de la Historia, y habiéndose superado el personalismo y la arbitrariedad de un cierto momento como síntomas de su carácter transitorio y precario, histórico, en definitiva, como modo de ser de una humanidad ya para siempre superada.
La nueva configuración onto-tecno-lógica ahora desplegada como culminación de la voluntad de poder sobre el ente, no se ofrece ya como voluntad del sujeto de la modernidad tardía, sino del impersonal poder demoníaco de la técnica y una peculiar gestión funcionarial del ser.
El escenario del nuevo drama es una realidad cubista donde la fragmentación y parcialidad del tráfago de información de que nos proveen los mass medias y la banalización de un tiempo que discurre sin ninguna meta escatológica, o lo que es lo mismo, que permanece perplejo en un eterno presente, en el que el obrar humano es depreciado, sin tarea salvífica ni acontecimientos históricos.
Se configura así un collage en el que el espesor simbólico, ámbito del recuerdo de la unidad primigenia, del retardo y la distancia –sendas acepciones de la diferencia que ofrecían formas parciales de un sentido que apelaba a la condición de hermeneuta del sujeto como ente que mantenía una relación privilegiada con el ser, dispensador y a la vez creador de interpretaciones, que si bien no remitían a ningún sentido último le ofrecían autonomía y libertad en este ámbito irreductible a las relaciones de dominio –ha sido adelgazado por la inmediatez y transparencia del producto que se impone en su obstinada facticidad, y que en ausencia del fenecido sujeto de marras, no emplaza ni remite a ningún sentido extrínseco a sí mismo.
La nueva cultura del ocio con la proliferación de parques temáticos en el que se dispensan emociones puramente físicas, así como la simplificación hasta sus esquemas más burdos de un lenguajes artísticos tradicionalmente populares como el cine o el género novelístico, nunca tan reducidos a un consumo inmediato y más pronto olvido para que el siguiente producto pueda ser deglutido cuanto antes, y así perpetuar la cadena hasta el infinito, ilustran la bancarrota cultural de una sociedad ilustrada como nunca, de ingenieros y periodistas, y que paradójicamente, o tal vez por ello, sin duda en beneficio de las necesidades de un sistema que debe estar ofreciendo y produciendo de continuo novedades para persistir, y por ende la desintegración del espacio simbólico en que el sujeto reclame para sí cierta autonomía.
Y es que las Humanidades fueron sacrificadas en el ara del progreso.
Si nos es posible identificar la diferencia ontológica como el sentido que media entre el ser y el ente, vemos como ha sido totalmente suprimida, obviada. El ser deviene probabilidad de producir-se el ente, cálculo, previsión y ejecución presumiblemente exitosa de su ser.
El ciclo iniciado por el Eléata –quién para no incurrir en un anacronismo que a la postre hubiera sido descubierto, nunca leyó a Heidegger –a culminado, el ser pensado como presencia ha sido totalmente reducido a su inmediatez y dogmáticamente impuesto, a la manera de basamento granítico sobre la que opera la taimada razón instrumental; se ha hecho apto para el consumo. El ser de los entes es remitido al hombre en su plena disponibilidad, y este a su vez busca para ellos usos siempre nuevos. Deviene así en valor de uso.
Pero ha tenido la consecuencia colateral de la devaluación a objeto del propio sujeto, desprovisto también de su naturaleza propia y banalización su experiencia, una vez que es sustraído del ámbito simbólico a partir del cual el mundo devenía comprensible, y por ende, habitable en su condición de hermeneuta.
El Dasein pierde definitivamente su constitución hermeneútica, ya no le interesa recuperar el sentido de un ser que sabe positivamente que se identifica con la nada, y hace tiempo que la nostalgia por el ser como fundamento cayó en el olvido.
El olvido de la diferencia ontológica, olvido propiamente metafísico, derivó en el inevitable olvido del ser incluso en el sentido heideggariano, pues ni tan siquiera es recordado en su ausencia, toda vez que la exégesis textual de sus huellas ha sido preterida por el exoterismo de una realidad dispensadora de cuantos goces pueda reclamar para sí el cuerpo ( ya solo Da, adverbio sin verbo, dis-locado y disociado de su esencia, sin que el sein pueda, en puridad, aplicársele), pura existencia localizada en el espacio, sin historia ni proyección temporal, continuo presente consumidor inagotable de estímulos y sensaciones, nunca vivencias, pues estas remiten a una totalidad que es incomprensible e inabarcable lejos del ámbito simbólico, del arte o la religión.
2.- “La aurora de dedos rosados…”:
Tal vez ello no quiera decir más que ha de renunciarse a toda nostalgia metafísica. El trabajo del duelo debe conseguir que la libido obedezca las órdenes de una realidad reestructurada por la técnica, abandonar la relación narcisista con el objeto de deseo, i.e, el ser, sino se quiere caer una autodestructiva melancolía que engolfe al pensamiento filosófico en una postración estéril y en un debate solipsista.
En el contexto de la nueva temporalidad que hemos esbozado, la vida deja de ser proyecto o tarea, abandona el gerundio por el participio, es ya un producto perfecto, que se relaciona con la realidad sin las anteojeras de ninguna mediación simbólica, libre de las congojas y temores que pudieran suscitarle una presumible mortalidad, sentida como algo irreal precisamente debido a un modo irreflexivo de relacionarse con el propio ente, que ya no se siente determinado por la nada, como enésima consecuencia del olvido ontológico, mero hontanar de estímulos que esperan respuestas adecuadas, siempre prorrogable gracias a la confianza en el progreso continuo de la técnica, y en cualquier caso, ausente de la vida cotidiana como algo más embarazoso que trágico.
El hombre agónico de otros tiempos ha logrado, gracias a las nuevas condiciones de su vida material, exorcizar sus angustias y se entrega confiado a un hedonismo irreflexivo en cuya base lejos de anidar ningún carpe diem que entrañe larvado y convoque a un intranquilizador memento mori, se haya la confianza en sus progresos pasados y la promesa de éxitos futuros: la firme confianza en los avances de la ciencia y nuevas líneas de investigación abiertas recientemente en campos tan prometedores como la ingeniería genética o la informática cuántica, y cuyo estancamiento o regresión, pese a las amenazas de cambios climáticos, agotamiento de los combustibles fósiles y la explosión demográfica asiática, se antojan improbables, augurios apocalípticos que aunque con prudencia, pueden ser interpretados como la inevitable sombra del no-ser a la que el ser impuesto y autosuficiente de la tecnología no puede sustraerse
El exilio divino que deploraba Hölderlin fue pro-vocado por el imperio de la razón moderna y su instrumentalización de la naturaleza que llevó aparejada la trivialización de la experiencia humana, ante el mismo sujeto, ante el mundo y frente a los demás, y con ella su capacidad poética de crear mundos, capacidad mítica de dar sentido, y en última instancia, capacidad crítica de dar razón, facultades expresivas de la libertad del sujeto.
Los dioses solo comparecen en el ámbito de lo simbólico, allí donde encuentra expresión el mito que funda y limita una cierta realidad en la que el sujeto se salva del sin-sentido y la locura, y afirma el ser frente a las acechanzas y la angustia de saberse determinado por el no-ser: “la muerte que aguarda con sus fúnebres ramos”.
Toda mitología supone una interpretación del mundo y en cuanto tal, parcial y transitoria en la que el ser es el actor ausente de la escena, e-vocado e in-vocado, en la dramatización de su diferencia con el ente. En la medida en que el pensamiento metafísico ha sido desbancado de su atalaya privilegiada desde la que otear la realidad y explicarla, corolario de su misma tendencia a partir de Aristóteles a categorizar el mundo a través de una razón mecánica expurgada de todo subjetivismo y que a la postre devendrá en la objetiva racionalidad científico-técnica, máxima deslegitimadora de las pretensiones de aquél, y que ha conducido a un vaciamiento del alma y hecho del mundo un lugar inhóspito para el espíritu toda vez que lo acomodaba a los cuerpos.
La principal consecuencia de la buena nueva de Zaratustra, “la muerte de Dios”, llevó a la bancarrota al pensamiento metafísico por no ser ya nunca más posible pensar el ser en un sentido fuerte, como fundamento o incondicional, y presencia. El comercio con su ausencia, tal es la propuesta de Heidegger, sume al pensamiento en una situación menesterosa y nostálgica, de ladrón de tumbas, y lo recluye en la prefijación uno de esos post- tan socorridos cuando la imaginación nominadora entra en barrena.
Sin embargo, cuando el último clavo de la tapa del ataúd que contiene los restos divinos, lo haya sellado definitivamente, el Alma y el Mundo, el hombre y la naturaleza, deben prepararse para acompañarle en el panteón familiar de la metafísica.
El discurso que dice el ser no es nunca más posible salvo como metadiscurso, discurso sobre otro discurso que diga la gramma, el propio escribir como “verbo intransitivo”, como exégesis de textos poéticos que crean una realidad propia de papel y grafías, sin remitir a ningún ontos extralingüístico, y en la que es dable rastrear las huellas de lo esencial, la escena primigenia, a la manera en la que un psicoanalista, hermeneuta de nadires, busca el trauma que dio origen a la neurosis, confiando en que una vez que sea revelado, aquella remitirá haciendo libre al sujeto.
¿Quiere esto decir que la filosofía es una actividad neurótica? Lo es en cuanto repetición compulsiva de una escena traumática original, es desvelo del ser en la filosofía presocrática, y solo en la filosofía presocrática y las indisociables peculiaridades lingüísticas del griego arcaico.
Subyace al pensamiento de Heidegger una sacralización del discurso de raigambre arcaica y en especial una estructura ontológica vinculada a las peculiaridades del Logos de Heráclito como ley del ser que se ofrece en un continuo velarse y desvelarse como estructura esencial de lo real: “La verdadera naturaleza gusta de ocultarse”, al que tradicionalmente se le ha opuesto el pensamiento eleático como modo de pensar el ser en su presencia, y por tanto la melancolía de esa revelación primigenia nunca más repetida y siempre diferida en los textos, en los que es dable rastrear sus huellas, acaba, sin embargo escindiendo al sujeto-hermeneuta conduciéndole a su inevitable suicidio intelectual.
Dicho de forma menos tremendista, le conduce a la muerte de…, post-, y demás postrimerías con que se califica a la metafísica cuando las aporías derivadas de esta nostalgia ontológica y la mitificación de la diferencia como estructura del ser se hipostasian, se vuelven a sí mismo entidades metafísicas.
3.- Amanece en lontananza:
Lejos de ser terapeútica la búsqueda del trauma, léase lugar de la revelación del ser que tuvo lugar en el pensamiento griego arcaico, sume al pensamiento en un estado de postración del que podría zafarse de asumir una de las premisas del propio pensamiento heideggeriano, el de la consideración del ser en su temporalidad radical, su carácter epocal, i.e., como el peculiar modo que tiene cada época de reconfigurar el horizonte de los entes, actitud que reclama una atención o “hermeneútica de la escucha” en términos de Ricoeur, a las distintas épocas y tradiciones, como modo peculiares de presentación del ser, sin priorizar ni prestigiar ninguna por razones genéticas, de modo que se haga inadecuado hablar de una muerte de la metafísica, tan solo de la defenestración de una modalidad del discurso que dice el ser, en lo sucesivo tendrá un alcance puramente textual.
Las aventuras de la diferencia conducen, tal vez de forma paradójica o con dolorosa conciencia de ello, a la bancarrota de la metafísica, aspiración legítima del pensamiento y a su claudicación ante la fuerza demoníaca de la tecnología como culminación del ser entendido como voluntad de poder que acaba por hacer naufragar toda forma de logos en su doble acepción de razón o discurso, y ello por la reducción que opera del ámbito simbólico, último reducto del sujeto libre que se sustrae a la plasticidad de la naturaleza material, en aras de una mayor disponibilidad y en última instancia, eliminación de su idiosincrásica condición de hermeneúta como modo de experimentar el mundo y de situarse ante él.
Si en Kant la imposibilidad de la metafísica era consecuencia del privilegio concedido a la epistemología y al instrumental de las ciencias empíricas como únicas vía de acceso a la realidad, Heidegger al identificarla con la ontología y por tanto, con un cierto tipo de discurso prestigiado por la tradición, plantea la necesidad de superarla.
Nos queda, pues, apelar a la cita con que abríamos este texto y considerar la labor filosófica como un género literario, nada más y nada menos. Resultado de la creatividad de un individuo para encarnar los conceptos en palabras y articularlos en una compleja arquitectura comprehensiva de una totalidad vivencial y por ende, independiente de las modestas pretensiones explicativas de la realidad o de las facultades cognoscitivas del hombre que parecen ofrecer determinados autores representantes de las prestigiadas tendencias anglo-analíticas y que a menudo no pasan de la categoría de meros artículos propios de cualquier revista de divulgación científica, con su mismo estilo prosaico y espíritu apologético –no en vano Feyerabend pondera la importancia de la propaganda en la difusión de determinadas ideas científicas, actitud que parece contagiar con el mismo ímpetu a los filósofos de la ciencia –para quienes el sustantivo “filosofía”, menesteroso y mendicante, precisa para significar algo, de un genitivo necesariamente, y así poder hablar con sentido de “filosofía del lenguaje”, “filosofía del derecho”, etc.
El discurso científico tiene a su cargo hacernos comprensible la realidad material a partir del instrumental que le es propio, la explicación y la predicción, con el fin de ponerla a nuestro servicio, de hacerla disponible y apta para la manipulación. En este sentido es el fructífero corolario de la metafísica de raigambre eleática que culmina en Nietzsche, con la voluntad de dominio como expresión del ser y plena identificación con el ente, culminación de la diferencia ontológica. Pero instalarnos en la diferencia como atalaya desde la que presentir el ser, escrutarlo desde la común lejanía, implica engolfarse en la nostalgia y la espera anhelante, superando sinsabores, a que la epifanía de aquel se atisbe siquiera por el intersticio de los entes.
Por el contrario, y volviendo a Nietzsche, cuya filosofía no se agota ni con mucho en la interpretación heideggeriana, el hombre debe ser productor y creador de nuevos sentidos, la voluntad de poder debe ser entendida como voluntad de crear y expresión de la potencia poética (en sentido etimológico) que se deriva de un superávit de la propia voluntad, como fruto de la máxima afirmación de la vida, del ser del hombre en el mundo.
Solo así, sustrayéndonos a la identificación de la “voluntad de poder” con el triunfo de la técnica o la total manipulación de lo ente, con la cual devendría objeto indiferenciado entre los objetos, puede el hombre mantener su condición de hermeneuta toda vez que conserva y produce un ámbito simbólico que le es propio como sujeto orfebre de símbolos y hacedor de sentidos, puente que tiende entre el ser y el ente, la diferencia, con los que mantiene su independencia al poder demoníaco de la técnica y su tendencia a reducirlo a un ente más, a sujeto-sujetado. Máxima expresión del olvido de la diferencia, naufragio del sentido y ocaso del hombre como hermeneuta.
La metafísica como tendencia intrínsecamente humana de elaborar interrogaciones aporéticas cuyas respuestas siempre provisionales no tienen otro sentido que posibilitar que tales preguntas sean de continuo renovadas y proseguir así el eterno diálogo entre la tradición y la posteridad del hombre consigo mismo, solo puede mantener sus señas de identidad mientras sea producto de la creatividad y de esa enojosa, para algunos, o gozosa tendencia de la razón a divagar, perder suelo y adentrarse por los brumosos parajes de la más pura especulación, con la vilipendiada imaginación, en última instancia, como cicerone y facultad señera e imprescindible para semejante empresa.
Hemos de preguntarnos en qué medida renunciaríamos a nuestra más radical condición de hombres prescindiendo de la metafísica como modo peculiar de interpretar y habitar la realidad, como genuino discurso que trata de ser y no meramente del ser, cuya tematización, como ya probó Platón en el Parménides es harto improbable, y que más allá de ser un pecio de la Modernidad tardía al que nos aferramos vanamente tratando de posponer inútilmente en momento fatal del hundimiento, supone la condición de posibilidad de una civilización que sea capaz de mantener su independencia, ética y estética, frente a la manipulación de la técnica engendrada en su seno, y con ella, que siga teniendo algún futuro.
El ser salva al sujeto de sucumbir como objeto.

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