Siguiendo los pasos de
Mr. Jones llegué a Singapur.
Allí, en el bar del
hotel, conocí a un contable alemán, Fritz no-sé-qué, que llevaba
las cuentas a un hostelero chino desde hacía un par de años.
Rondaba la cincuentena y sufría alguna afección cardíaca que
dificultaba su respiración. El clima tropical no le iba nada bien.
Entablé confianza con él tras mediar en un contencioso que tuvo con
un diplomático australiano a cuenta del pago de una ronda días
atrás a mi llegada. El burbón le volvía soñadora la mirada y laxo
el acento. En un torpe inglés, tomando una bocanada de aire tras
cada frase, hablaba de retirarse a una casa que había comprado en
algún lugar de la Selva Negra hacía ya unos años, pensando en el
retiro, y que pronto habría pagado. Hablaba de cazar y contemplar en
la tarde a su esposa haciendo punto de cruz.
Hay hombres así.
Por eso no tardó en
sacar a colación, por el contraste que ofrecía, a un occidental que
había conocido el año anterior. Se refería a él como el holandés.
Supongo que era por su condición errática. Estuvo con el chino unos
meses. En ese tiempo, le contó, había ejercido de camarero,
portero, recepcionista, relaciones públicas, recibiendo clientes en
el aeropuerto y consiguiendo putas y coca para turistas.
Bebía hasta la
madrugada un vodka insufrible al que él se refería como el brebaje
de Obélix mientras hacía bailar sobre sus dedos con destreza una
vieja estilográfica. “Ja, creo que nunca lo vi sin ella.”
Durante sus charlas,
le contó que había recorrido de puta a puta el mundo dos veces y
desempeñado medio centenar de oficios. Nunca dijo nada acerca de que
fuera escritor. Tampoco Fritz llegó a sospechar tal cosa.
A veces, en el curso
de una conversación, caía en un mutismo que podía durar minutos y
durante los cuales, a menudo mascullaba palabras en español (o al
menos, como tal las reconoció Fritz) que bien podían ser una
canción.
“Tal vez fueran
canciones, Ja”.
Decía detestar el
cine, sin embargo una noche le habló durante horas y con pasión de
Como un torrente,
aunque el alemán no la conocía, a su vuelta, se aprestó a verla.
“Gran película, Ja, sin duda, supongo que algo con él tendría
que ver. El protagonista es escritor.”
Fritz
me contó, que la última noche que estuvo con él, subieron a su
habitación, estaba en un estado de excitación que no me supo decir
si era por algo bueno o la cercanía de alguna amenaza (sabía que
andaba a la greña con las mafias chinas que controlaban la
prostitución y el narcotráfico)
Mientras
escuchábamos a Louis Armstrong, apuraba copas con mayor celeridad de
lo acostumbrado y su charla se desviaba por meandros imprevistos
también con más frecuencia de lo habitual. Fritz también debió
beber demasiado (en su estado era una temeridad tomar alcohol, pero
no hacerlo hubiera sido una descortesía, “Ja”), el caso es que
se tumbó en su cama y ya sólo recuerda la voz del trompetista
desagarrando el cortinaje bochornoso de la noche.
Se
despertó en la amanecida, sensiblemente desubicado. Solo. Cuando se
disponía a salir del cuarto, reparó que en la puerta había un
texto. Ignoraba si ya estaba allí la noche anterior, pero, por
alguna razón, le intrigó, por alguna razón que no acertó a
explicarme, pensó que podía estar relacionado con una ausencia que
se la antojaba (de modo harto misterioso) definitiva.
No
era probable que el destino volviera a cruzar su camino con el de su
misterioso amigo.
Encontrarse
en un dormitorio ajeno le causaba cierto embarazo pero se resolvió a
transcribir aquellas grafías antes de marcharse (en unas horas salía
su vuelo)
Cuando
encontró quien le tradujera el texto, su decepción fue mayúscula.
Lo conservó como un recuerdo de aquellos pocos días, de aquellas
noches sofocantes y aliñadas de alcohol en que la charla ora jovial,
ora sombría de su amigo, tanto amenizaban.
“Siempre
anécdotas divertidas, Ja”
Sacó
de una cartera apretada de papeles, un par de folios que amarilleaban
ya, y me los ofreció con su característico temblor de manos. Su
mirada perruna eludió mi agradecimiento.
“No
es nada, Ja.”
Me
pidió que lo conservara. Me sentí su albacea.
Acaso
lo era.
“Nunca
me dijo su nombre, pero un par de veces, aquel tipo australiano le
llamó Mr. Jones.”
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Otra
estación
gris
de
olor
acre
y
andenes
vacíos.
De
uno
de
los
autobuses,
ataúdes
dispuestos
en
petaca,
baja
una
joven
con
una maleta.
Una samsonite azul
pálido a la que falta una rueda. La
juventud
en
los
pechos,
el
talle,
los
muslos.
Los
ojos
abrumados
por
el
humo
de
la
fatiga,
un
asco
o
un
desengaño:
ese
que
se
articula
en
adversativa.
Toda
la mañana contenida en un mechón sobre su frente.
Y
esa
tristeza,
tétrica
como
un
desahucio,
amarga
como
el abandono.
De modo que bajó del
autobús. La joven de la maleta bajó del autobús y nadie reparó en
ella. Pronto se dispersan los escasos viajeros que compartieron por
unas horas su destino. Su lugar de destino, quiero decir.
Con algo un de Shirley
McLaine en el verde humillado de los ojos, en el relumbre rojizo del
cabello.
Con algo de Constance
Towers en un caminar alto y emputecido sobre tacones.
Era aún muy de mañana
(había empeñado el reloj en el último pueblo para pagarse el
pasaje)
Sacó de la maleta una
arrugada rebeca gris que una vez fuera azul, equivocó un hojal.
El andén pronto quedó
vacío. Lo mide: 234 pasos y 56 colillas. Y una vez más: 57
colillas, 232 pasos.
El aire traía olores a
café, manidas melodías FM, tintineo de tazas y soplidos vaporosos
de una cafetera hacendosa. De los altavoces salió una bruma metálica
que no alcanzó a entender.
Pasados unos minutos, se
dirigió a la fonda. Bastaría con las monedas que le quedaban. No
habría para cigarrillos.
Estos lugares tienen
siempre un aspecto aterido. Al ajetreo del momento sigue la
desolación de la espera de una nueva remesa de pasajeros. Un joven
legañoso colocó una taza sobre el plato. Pide otro azucarillo.
Desde el otro extremo de
la barra, un tipo. Ni feo ni guapo. Otro tipo más, mirándola. Gordo
y entreparado junto a la curva de estaño del mostrador.
Con esa mirada.
Dos churros, fríos. Un
chaleco reflectante. Los ojillos pequeños y húmedos sobre sus
pechos, como un légamo hediondo.
-¿Tienes un pitillo?
En la boca sorprendida le
asomó un repentino: -Claro.- Como una lengua ávida y triunfante.
El labio alzado, para
mostrar el deseo.
-¿Me das fuego?
-.........................
Siempre con esa mirada.
No, no le llegaba con las
monedas que había en su mano. Pero tampoco tenía prisa. Se sentó y
cogió el periódico. La vaharada de tinta fresca. Prensa local. Sacó
el móvil. Sabía que no tenía saldo pero le agradaba mirar el fondo
de pantalla. Quizá hubiera un teléfono público.
Las moscas remueven
disturbios de café y orines.
-¿Hay algún teléfono
en la estación?
-A la salida-. Y el chico
legañoso siguió colocando cucharillas junto a azucarillos.
Azucarillos junto a cucharillas.
Llama a casa. Un tono,
dos, tres, cuatro. Cuelga antes de que salte el contestador. Las
monedas caen como un vómito de la máquina.
El tipo sale a fumar.
Repara ahora en que sigue
con el cigarrillo entre los dedos revestido de cierta hostilidad.
Repara ahora en el cartel informativo. La prohibición, revestida de
cierta sorna.
El reloj carece de
minutero. Segundos y horas. Impresión de tiempo detenido que
desmienten los rayos de sol que reverberan en el negro de las sillas.
Toma con resignación el asa de la maleta minusválida: se desliza
sin resistencia sobre las vías.
De repente del cristal se
desprende un resol y un ámbito amorfo y cambiante desdibuja formas y
contornos que acaban por componer el fondo de pantalla del móvil.
Por un momento deja de
ver al tipo que fuma al otro lado de la luna, los andenes, los
vehículos dispuestos en petaca. Y sólo ve esa imagen que lleva de
fondo de pantalla.
Envuelve el cigarrillo en
una servilleta y lo guarda cuidadosamente en el bolsillo de la rebeca
que parece ahora más azul que gris. De momento no lo necesita. Ya ha
fumado demasiados cigarrillos con tipos así y puede que sólo sea
que no han oído la llamada, que han salido. Volverá a intentarlo en
unos minutos. Aunque no haya minutero. Por el altavoz se anuncia una
nueva llegada y las insulsas melodías FM se transfiguran en el
Nothing else matters.
Nuevos pasajeros que
devolverán el bullicio a la desangelada fonda.
Se mirá en el cristal
deslucido de dactilares del teléfono, en los espacios que dejan las
pegatinas de números de interés. De nuevo los ojos de Shirley
McLaine.
Ya no se ven los tacones.
Introduce las monedas.
Marca las nueve cifras.
Un tono, dos tonos....
El tipo entra.